Thomas Mann
Thomas Mann y Ezra Pound

Por JOSÉ TOMÁS ANGOLA HEREDIA

A Alejo Urdaneta, el escritor que me reveló

hace muchos años a Thomas Mann

Comenzaré estas líneas con un escandaloso juicio de valor que se suele despachar a la ligera: Ezra Pound (1885-1972) fue un ser abyecto por su apoyo al fascismo de Mussolini y al nazismo de Hitler. Pero a la vez fue uno de los poetas más memorables en lengua inglesa del siglo XX. ¿Cómo es posible que ambas visiones cohabiten en una misma persona? Muchas disquisiciones se han elaborado sobre ese asunto en otros grandes escritores: Louis-Ferdinand Céline (1894-1961) de los autores franceses más relevantes de su tiempo, y a la vez un asqueante antisemita, declarado “desgracia nacional” por el gobierno francés de la postguerra por su colaboracionismo; o Knut Hamsun (1859-1952), premio Nobel noruego en 1920, y que fuera un escritor muy influyente en su época, aunque notorio simpatizante de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Pero si somos justos, esta ambigüedad de gran autor pero deleznable en lo político, también es visible en fervorosos promotores del comunismo soviético y cubano. Tal sería el caso de Pablo Neruda (1904-1973) cuya defensa y simpatía por Stalin es una de las más detestables ignominias de su vida. O Alejo Carpentier (1904-1980) brillante autor cubano, que vivió los últimos años de su existencia en el nefando rol de burócrata y funcionario de Fidel Castro.

¿Debe ser criticado un autor por su obra o por su postura política?, ¿qué es lo relevante en la existencia de un artista, lo que vive o lo que crea? La justicia norteamericana colaboró con la polémica con una declaración en el caso de Ezra Pound. Al terminar la Segunda Guerra Mundial el poeta fue condenado a la pena de muerte por alta traición, pero se le conmutó la sentencia por la internación en el siquiátrico de St. Elizabeth en Nueva York. Se le asumía loco antes que traidor. Y la razón era que no podía ser moralmente igual hacer el mal, que apoyarlo.

La pieza teatral de Federico Pacanins, titulada ajustadamente Alta Traición, elabora su discurso desde la premisa ancestral de si tiene el artista la libertad absoluta de decir todo lo que quiera. ¿Es la libertad artística total hasta el punto de promover el crimen, propiciar el odio, o apoyar acciones delictivas?

Para nuestro país estoy seguro de que no es un tema vano. Conocidos autores, surgidos y aupados en los anteriores años de la democracia adeco-copeyana, se volvieron promotores e impulsores del actual régimen. Han respaldado eventos de cuestionable moral, acciones juzgables como violaciones a los derechos humanos.

Ventajosamente ese grupo de artistas realmente solo es una pequeña representación de la creación nacional. Algunos son apenas sombras de lo que fueron y la vejez los derriba, otros son simples oportunistas que vieron el chance para lucrarse o recibir los reconocimientos a los que se creían merecedores.

La obra de Pacanins defiende en su argumento una muy humana circunstancia: no existe la justicia verdadera en este plano. Los hombres solo podemos juzgar actos, hechos, situaciones, no existencias. Por eso la justicia de los hombres cree en la redención, en el perdón. Un acto no hace una vida. Esta se construye por la suma de miles de gestos, que puestos en nuestra balanza, hacen peso para uno u otro lado. Federico sostiene, como abogado litigante que ha sido, que la justicia humana al final no es más que una comedia. Un remedo de la justicia divina. ¿Cómo accedemos al corazón del que se juzga?, ¿cómo leemos su mente?, apenas podemos intuir sus motivaciones, el rapto justo antes del hecho cometido. ¿Pero es condenable eternamente alguien por un suceso, cuando su vida pudiera estar plagada de acciones justas y buenas que no conocemos?

Pound, en la escritura del dramaturgo, sale bien parado. Quizá fue un egocéntrico que buscó llamar la atención con sus poses pedantes y estridentes. Pero lo que resume su espíritu, y queda patente en sus versos, es otra cosa. Hay una obra que conmueve y sacude, más allá de la conciencia de quién los escribió.

Ezra Pound mantuvo una relación de amor/odio con Wal Whitman. No compartieron existencia pues Ezra nació dos años después de la muerte de Walt. Pero Pound luego de aborrecer al autor de Hojas de hierba, entendió que era influencia superior en su vida. Es muy interesante que Pound haya vivido una existencia libre y bohemia, muy parecida a la de Whitman. Quizá inconscientemente lo imitó. Al menos todo apunta a suponer eso. Whitman gustaba de fotos y de acompañar sus publicaciones con sus retratos. Ezra hizo lo mismo. La vida escandalosa y libre de Pound se parece en demasía a la vida de Whitman, alejado de convenciones, normas y protocolos. Walt Whitman presenció la Guerra de Secesión norteamericana, y eso condicionó su obra, su expresión. Ezra padeció la Primera Guerra Mundial y eso influyó en sus postulados, su poética sobre la humanidad, su comprensión de lo que era el mundo. Antes de ese evento tortuoso, escribió unos versos para congraciarse con el padre al que había inmolado en un parricidio aún antes de reconocerlo progenitor:

UN PACTO

Yo hago un pacto contigo, Walt Whitman.

Ya te he detestado demasiado y suficiente.

Llego a ti como un niño que ha crecido.

Que ha tenido un padre obstinado;

soy suficientemente viejo para hacer amigos.

Fuiste tú el que partió la nueva leña,

ahora es tiempo de tallar.

Tenemos una raíz y una savia:

Dejemos que haya intercambio entre nosotros.

(Traducción de José Tomás Angola H.)

¿Pero por qué si en lo literario Pound hizo acto de contrición, luego de ser liberado del sanatorio mental no pidió perdón por su activa defensa del fascismo, por su inmoral promoción del antisemitismo?

Ezra Pound se retiró a Italia. Específicamente a Venecia. Y hasta su muerte guardó un silencio alejado totalmente de lo que había sido su pasado. De él existen contadas entrevistas en este período, y en ellas sus respuesta lacónicas revelan a un ser a quien no le interesaba explicarse. Literal y dramáticamente, hizo mutis en el escenario de su existencia.

THOMAS MANN, EL CONTENDIENTE.

Pacanins realiza un ejercicio de pertinencia maravilloso, lo que hace de Alta Traición una pieza dispuesta para los escenarios mundiales. Confronta a un ser, un escritor, un artista, un representante de la Alemania tradicional, como lo fue Thomas Mann (1875-1955), con la figura de Ezra Pound. Nunca se conocieron. Al menos no queda prueba de ello. Seguramente se leyeron, se desafiaron en un plano intelectual pero distante sin jamás advertir el enorme contraste que significaban sus posturas e ideas.

Si Pound es lo desaforado, el escándalo, la rebelión al establishment, Thomas Mann es la sindéresis, la prudencia, el equilibrio, la mesura como forma de ejercer el pensamiento crítico. Su obra está signada por Alemania y su orgullo atávico a la cultura que generó a un Goethe o a un Wagner, por solo hablar de las figuras que admiraba Mann.

Esta prodigiosa y afortunada ocurrencia teatral sucede por la similitud de situaciones. Pound tiene un programa por la Radio Roma fascista, para alentar a las tropas americanas a que desistan de sus planes de invasión. Thomas Mann, luego de escapar de la Alemania de Hitler, repara en Estados Unidos y desde allí hace un programa en alemán por la BBC de Londres, para hacer desistir a las tropas nazis de su intento conquistador. Al mismo tiempo ambos literatos hablan contra sus gobiernos, intentan hacer que sus propios ejércitos traicionen a sus países. Ambos están yendo contra sus naciones de origen. Para la Alemania de Hitler, Thomas Mann, premio Nobel de 1929, es un traidor. Ezra Pound, corrector de T. S. Eliot y promotor de James Joyce, lo es para la América de Roosevelt y Truman. Sus programas, lo que decían, está documentado. Las grabaciones de ambos existen. Federico Pacanins, con un olfato de dramaturgo que toma por igual el pulso de nuestro país y el del mundo, elabora una pieza que los enfrenta. La obra cobra un significado superior. Se vuelve un alegato a favor de la consecución de la verdad. Los artistas somos seres que buscamos exponer la verdad, nuestra verdad, a la opinión de todos. ¿Qué sería entonces más terrible, traicionar nuestras ideas o traicionar a nuestro país?

La dramaturgia es un género en el que Mann no corrió con fortuna. Formalmente escribió una sola pieza, Fiorenza de 1906 que fue estrenada en Frankfurt el 11 de mayo de 1907, y resultó un fracaso de crítica. Pero está documentado que en sus orígenes como escritor, destruyó varios manuscritos teatrales. Como colofón a esa preocupación escénica, medio siglo después de su única obra, al llegarle la muerte, estaba trabajando en un drama monumental del que solo se conservan el plan de trabajo y la investigación previa, Luthers Hochzeit. Muchos estudiosos de la obra de Mann, como F. H. Willecke y Bernd Hamacher, sostienen que iba a ser una suerte de testamento literario pues La boda de Lutero (como se traduce) tomaba a un personaje que había interesado toda la vida a Mann: Martín Lutero. El autor sentía que tenía muchísimo en común con el padre de la Reforma, en lo religioso, ético y moral, y a través de él podría expresar sus enormes dudas y miedos ante el futuro germano y el de la Europa toda.

La historia tras Fiorenza es muy particular. El argumento se sitúa en 1492 y confronta a Savonarola y Lorenzo de Medici. El primero, líder espiritual de la ciudad, el segundo Señor de Florencia, llamado El Magnífico por ser un mecenas legendario del arte. Entre ambos está la figura de Fiore, amante de Lorenzo pero que en otro tiempo fue pretendida por Savonarola. La alegoría es demasiado evidente para no acusarla. A instancias de la mujer ocurre el choque de ideas y posiciones cuando la ciudad está en su mayor enervamiento tras los sermones incendiarios del Prior de San Marcos.

El tema de fondo es la lucha entre la virtud que representa Savonarola, y la belleza del arte que encarna Lorenzo. En un diálogo memorable entre los personajes, El Magnífico pregunta: “-¿Debemos ver el mundo dividido en dos mitades hostiles? ¿Usted dice que el espíritu y la belleza se oponen?”. A lo que Savonarola alega: “-Son opuestos, sostengo la verdad que he padecido. ¿Quiere usted una prueba que le demuestre que estos dos mundos son irreconciliables y eternamente extraños uno al otro? El deseo. ¿Lo conoce? Donde se abren abismos, los une con su arco iris, y donde existe abre abismos”.

La obra fue un fracaso por razones extra teatrales. Al terminar de escribirla, Mann por intermedio de Frank Wedekind, se la hizo llegar a Alfred Kerr, el más influyente crítico de entonces en Alemania. Pero había un precedente personal que entorpecía la lectura objetiva. Kerr había sido pretendiente de la esposa de Mann, Katia, antes de que estos se casaran. El argumento de la pieza era exageradamente cercano a ellos mismos como para que el crítico no sintiera la bofetada.

Cuando ocurrió el estreno, Alfred Kerr no reparó en adjetivos para demoler el montaje: obra sin acción dramática, retórica, evidente, discursiva, pretenciosa. Fiore era un personaje débil y predecible. El fracaso hizo sepultar en Mann sus anhelos de ser dramaturgo y le llevó a decir que “el teatro solo podía justificarse como entretenimiento popular”.

Pero entonces sucede una maravillosa ocurrencia que solo se puede fraguar en la mente de un escritor culto, como lo es Federico Pacanins. La estructura de la fallida Fiorenza de Thomas Mann y su tema, recurrente en toda la literatura del alemán, el enfrentamiento entre el espíritu y la belleza, el arte y el alma, se entremezcla con la casualidad histórica de estar Pound y Mann haciendo programas radiales en contra de sus propios gentilicios durante la Segunda Guerra Mundial. El círculo se cierra. El drama está servido. Como en un choque de cometas, la materia telúrica de la realidad estalla haciéndose intangible poesía escénica.

Para Pacanins, Ezra Pound es una especie de Girolamo Savonarola, el desaforado místico que subleva Florencia, y juzga igual que pontifica. El creador de la hoguera de las vanidades donde ardían inclementemente vestidos, maquillaje, lujos y obras de arte consideradas paganas. Un Savonarola cuyo cadáver, condenado y excomulgado, es luego lanzado a una hoguera. Y Thomas Mann es una suerte de Lorenzo de Medici, el hombre para quien el arte y el pensamiento son la expresión más auténtica del hombre. Pero a diferencia de Fiorenza de Mann, al final de Alta Traición ambos escritores, si bien juzgados por los hombres de su tiempo, se permiten la mirada comprensiva de los espectadores del hoy. La verdad de ellos, de estos autores trocados en personajes, los libera del falso juicio condenatorio de sus pares e iguales. Dejamos de mirar sus pies, y miramos sus huellas.

Tuve la enorme dicha y honor de haber dirigido Alta Traición en su estreno en el teatro de la Asociación Cultural Humboldt de Caracas. Y recibí la enorme confianza de su autor y productor ejecutivo para hacer lo que mi experiencia me llevaba a crear. Sin interferencias, sin cortapisas. No hablaré de lo que propuse escénicamente. Eso solo lo podrían hacer los espectadores que asistieron a las funciones. Solo quisiera cerrar estas líneas con una sentencia que revela mi convicción: Alta Traición es una obra de teatro de y para el arte mundial.


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