Etxenara Mendicoa / editorialadarveblog.blogspot.com

Por JOAQUÍN MARTA SOSA

Veinte años han transcurrido desde lo que nuestra historia llamará siempre «la tragedia de Vargas». Y no conozco mejor retrato sobre ella, en profundidad y extensión, que el desplegado en La inocencia de las sardinas (Editorial Adarve, Madrid, 2019), novela de Etxenara Mendicoa (Caracas, 1974).

Es la primera novela de la autora, que ya trabaja en otra (su título, acaso provisorio, es Los bichos peores que yo), y en la imaginación urde una tercera. Con ellas se propone crear una trilogía narrativa capaz de darle cimientos sólidos a su desarrollo como escritora.

Ella es una venezolana –vasca y discurre en la cuarta década de su vida que ya le ha dado para ser madre, universitaria, periodista y editora. Pero es el escribir, me afirmó con insospechada seguridad, el eje de su vida: «una vez que terminé esta novela supe que ya no voy a dejar de escribir nunca».

El vínculo de la autora con Naiguatá, epicentro del deslave, es intensamente biográfico. Su familia estaba afiliada al club de playa Puerto Azul, fronterizo con el pueblo, gracias a lo cual y a lo largo de años conoció y trató a muchos de sus habitantes, recorrió la variedad de sus calles e historias, tanto las religiosas como las laicas, tanto las del pueblo de arriba como las del pueblo de abajo, las de cofradías y santos, las de escuelas y negocios, las de pesca y las de comercio, las de naiguatagüenses y las de portugueses asentados en el lugar, las de chavistas y funcionarios del gobierno, así como las de sus beneficiarios y opuestos.

Con esas coordenadas en la cabeza y en el ánimo, emprendió una minuciosa investigación de los hechos (no en vano es periodista) a lo largo de tres años antes de emprender la escritura de la historia que, mientras develaba, le iba completando el mapa narrativo que ya tenía en la cabeza. «Antes de comenzar a escribir desarrollo con toda la minuciosidad posible el plan narrativo y su estructura básica». Una parte vital de ese método, reveló, lo constituye la apropiación de hechos, minuciosamente hurgados, sin que ningún bucle vuele suelto. A pesar de ello, en esta Inocencia de las sardinas, parece evidente para el lector que los resultados de la investigación sí, soportan el cuerpo de la historia, pero no son su alma. En esta es donde, gracias a una ficcionalidad sutil y sedosa, al mismo tiempo corpórea, carnal, está la imaginación tercamente presente como la mejor virtud de sus casi cuatro centenas de páginas.

¿Se aplica a esta novela la manida aseveración de Vargas Llosa según la cual la novela es «la verdad de las mentiras»? No lo creo. Más bien la apremia un cuestionamiento de la certeza contenida en la verdad para permitirse que la ficción atraviese y sea atravesada constantemente tanto por lo histórico como por lo real. No son, realidad y ficción, dos capas que se juntan en esta novela, son la novela misma.

Tiempo atrás, en una conversación con Francisca Aguirre, premio nacional de las letras españolas, acerca de aquello que es levadura y eje crucial de un texto narrativo, me dijo que eso se resuelve con una pregunta «¿hay allí una historia creada, más allá de la palabra, de la construcción narrativa? Si la hay, es una novela con toda plenitud. De lo contrario puede que sea un ensayo, un ejercicio lingüístico, un buen reportaje, pero novela no».

En esta de Etxenara Mendico no solo encontramos una historia axial sino multitud de historias donde todas devienen tanto en nutrientes de esa axialidad como en territorios de validez propia. Una y múltiple, centrada y desplegada, plural y singular, tal es el rasgo definitorio, propio, de esta novela, más allá de la verdad de las mentiras o de las mentiras de la verdad.

Ese alcance al que arriba la novela le viene del poder de su construcción cinematográfica de los acontecimientos, del cambio permanente de narrador y de punto de vista (de lo que el lector no se percata siempre de inmediato), con un entretejido de secuencias prácticamente sin cortes entre ellas, penetrando unas en otras con transiciones y transacciones casi invisibles. Este rasgo me llevó a recordar aquello de «cámara, ¡acción!» de las películas de mi infancia, y a darme cuenta de que en la novela de Mendicoa, se trata más bien de «acción, ¡cámara!». Es decir, el acontecer es y está, la imaginación y la mirada lo reconstruyen, delimitan e integran en un discurrir más amplio y abierto. Sí, en efecto, es una novela con una poderosa y temeraria presencia de la visualidad y del resto de los sentidos. El lector, aparte de ver, oye, siente, palpa, huele, paladea en cada paso que adelanta página tras página.

Además, en el sentido más estrictamente clásico, es una novela coral. Múltiples y muy diversas voces le dan cuerpo; cada una tiene su propia entidad pero, al final, su validez se obtiene gracias a la interacción en y con el corpus mayor de las voces actuando como unidad que marca, que pauta. Son decenas los personajes, reales e históricos, que conviven con los ficcionales (ninguno es totalmente real ni completamente ficticio), pero todos tienen la potencia de lo verídico y genuino, en especial las mujeres.

Esa coralidad, además, fluye en la aventura de una novela río, torrentosa como lo fue su eje histórico (la vaguada y el deslave en Vargas el año 1999), de tal manera que la autora ha logrado dar con la difícil llave de construirla como narración con el modo mismo en que la hecatombe natural destruyó vidas y obras e, incluso, la naturaleza vegetal, mineral y marina a lo largo de cinco días atormentados.

Simultáneamente, la novela está consolidada con una intensa carga simbólica. Ella se sumerge en una suerte de caos primigenio y originario, el de los mitos religiosos de vida, muerte y resurrección, con una tal circularidad narrativa que adquiere el mérito de ser un círculo que no se cierra. Todos los puntos de su perímetro, y él mismo, están abiertos, ni cancelan ni clausuran, se despeñan, como las aguas y rocas del deslave, hacia otros y nuevos enclaves de la catástrofe, que más que enturbiar limpia los signos y los significados que van a lomos de esta novela, a la vez esclarecedora y crispada de enigmas. Uno de las más sorprendentes para mí, fue entender que las introducciones a cada capítulo, donde se cuenta la historia de Naiguatá, de Venezuela, en el pasado y en el presente, son las clases de historia que uno de los personajes (descubra usted cuál) expone ante los chiquillos de la escuela, y que, por tanto, no se trata de una adición exterior sino de un componente intrínseco, propio y apropiado, del tejido mismo de la novela.

Desde ese dato podemos visitar otros elementos de la composición. Por ejemplo, que sin dejar de ser literaria, la historia que la alimenta cobra constantemente primacía, y gracias a la función y ficción de esa historia, ella marca las intenciones literarias. Es decir, la literatura está y se manifiesta en función y como función de la historia, de manera que lo «reporteril», el reportaje (que implicó, ya lo hemos dicho, tres años de investigación pormenorizada) es un servidor de la novela, y no su servil domesticado, que le otorga el valor intenso de ser a la vez, un insustituible testigo y testimonio (humano, social, político, económico, cultural, religioso, mítico, leyendario).

Y el título, tan bueno, original y enigmático, ¿de dónde viene, a qué alude? Quizás a la inocencia misma (no debe haber forma de vida más cándida que la de una sardina). Pero puede que sea otro su destino, el de las sardinas que se comen a los tiburones (la gente, pobres sardinas, terminan resurgiendo de la hecatombe, furioso tiburón, para vencerlo). O más bien, en el campo del realismo, alude a la pesca y a los pescadores, componentes primordiales de Naiguatá. Acaso sea al folclore y la religiosidad, o a las famosas Sardinas de Naiguatá, el conjunto musical conocido por medio mundo. Otra posibilidad, y no se me ocurren otras pero debe haberlas, es directa y sencilla: la sardina, tanto en la pesca como en el folclore, como símbolo identitario de Naiguatá.

En cualquier caso, desde ese título tan peculiar, la novela se impone a la manera de un cosmos complejo, completo, a la vez que metáfora de su contexto mayor, Venezuela, en su historia de abatimiento y resurgimiento, de corruptelas y honestidades, de complicidades y lealtades. Y en ella habitan tantos personajes, hechos, pasiones, posibilidades, que se aproxima a una metáfora existencial de la vida, esa que nos acosa diariamente, tan impredecible e indomable, levantándose como un universo en sí mismo, verídico, en un mundo paralelo más consolidado que aquel desde el cual leemos la novela, al punto de que sus imperfecciones son las irredimibles de la vida. Esta, por definición no puede ser perfecta. La muerte sí lo es, pero La inocencia de las sardinas es el combate contra el olvido, es decir, contra la muerte y por la vida.

A esa costa no se llega con cantimploras vacías, de allí los indispensables años de investigación, paso a paso, sin fatiga, que hacen de la novela un texto minucioso y paciente con datos, detalles, oficios, léxico, oralidades, personalidades, caracteres (no solo de los criollos sino también de la pequeña e influyente comunidad de portugueses que antes y después se aposenta en el pueblo). Y además es precisa en su propio tiempo: discurre a lo largo de los cuatro años que van del 1999 al 2005, ni un día más, ni un día menos. El valor de la precisión y de la concisión no es de los menores en esta novela.

Desde luego que La inocencia de las sardinas tiene una cierta materialidad épica, la hay en toda tragedia que se desquicia entre la pequeñez de nuestra especie y los comportamientos incontrolables del mundo, su ánimo irredento para rebelarse y emerger de los hundimientos. Épica que en su caso es el trasunto de Venezuela; es decir, de Naiguatá como universo central, pero con Venezuela como universo esencial. Y esto se degusta en los hábitos de grupos y clases, en sus moralidades; también en la psique propia y característica donde fermentan los amores, los enconos, el gozo del baile y las celebraciones, la religiosidad mítica y el agnosticismo. Lo es en las rendijas del malandraje, del oportunismo político, de las corruptelas de variado grosor, en el clientelismo como recurso de inclusión y de exclusión, de privilegio y de castigo, en la complejidad y en las oscuridades de cada uno. Esta materia magmática y viva permite que la novela huya y ahuyente cualquier esquematismo o las tentaciones del acartonamiento. Es una narración viva y en inquebrantable erupción.

Incluso, su apunte sobre el hecho de que el día más agresivo de las torrenteras coincidió con el del referendo de la constitución que el chavismo esgrimiera «como la mejor del mundo», no decanta en apuntala la mitología (sin desdeñarla) de que el deslave fue la premonición de lo que se le venía encima a Venezuela; tampoco bailotea en lo consabido, más bien levanta sus ojos hacia el hecho de que así como Naiguatá no se resignó a la muerte sino que desde ella empuñó la resurrección, igual Venezuela (lo dicen también, creo que más allá de la voluntad consciente de la novelista, las clase de historia que van como introducción a cada capítulo) solo muere para cambiar y estaría destinada al cementerio solo si no cambiara.

A los posibles lectores de esta novela, épica a su manera (ya lo hemos dicho) les diría que se trata de una novela fascinadora, que atrapa como lo hacen las redes de pesca (sin aprisionar ni intoxicar ni asfixiar los incorpora a su corpus y a su ánimus), honrada en su trabajo con este tiempo (chavismo, narcotráfico, corrupción, mixtificación, desaliento, pero también resistencia, emprendimiento, ilusiones). En ella se verá que la vida es tan sencilla que, justamente por eso, resulta tan extremadamente compleja, impredecible, poco de fiar, pero es nuestro nicho y tenemos que hacerlo para ver que se destruye y rehacerlo otra vez con los mismos u otros materiales y determinaciones. La vida sorprende a cada minuto como esta novela sorprende casi en cada página, entre otras razones, porque no echa mano a efectos especiales sino que se labra exclusivamente con efectos reales, que nos encarnan y nos reclaman.

Su final ¿es feliz, infeliz? Nada de eso: está suspendido y abierto como la interminable existencia. Y, como la vida, esta es una novela en cuya inocencia no hay nada de inocente como, según Etxenara Mendicoa, nada hay de inocente en La inocencia de las sardinas.


La inocencia de las sardinas. Extenara Mendicoa. Editorial Adarve, Madrid, 2019.


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