Mónica Ojeda / Eldiario.es - Ariana Harwicz / Malba

Por MANUEL GERARDO SÁNCHEZ 

“He visto mujeres muy bonitas que parecen niñas, pero no son niñas, son adultas. Una niña no tiene nada de más ni de menos, es perfección armónica, una alegría desinhibida, la gloria en la tierra, una plegaria sensual. Mi líder les da de comer a sus roedores en una casa en Holanda, cómo borrar las huellas del deseo pedófilo. Los niños alados. Puedo comenzar a sentir algo con un niño de seis años. No puedes penetrar a un niño de tres, de cuatro años pero depende de lo que el niño quiera. Siempre lleva una toalla, la vas a necesitar para limpiar cualquier rastro que quede en la vagina de la niña. Cómo se controla lo sexual. Cómo se controla lo que sea verdaderamente humano. Cómo controlás el deseo de una señora de aplastar el hocico de su perro en su vagina, del marido de mirar, de eyacular sobre el lomo del animal doméstico. Es algo que ninguno de ustedes que nos condenan y nos acosan sabe responder, ustedes que no nos dan respuestas, solo se dedican a lo más fácil, a lo más pueril, nos oprimen y nos recluyen, nos borran la cara en las entrevistas, nos pintan las casas, nos desaprueban por retorcidos, tampoco es una mala cualidad, pero con nosotros nacerán miles de pedófilos nuevos. A cada hora una mujer está pariendo uno en su casa”.

Luego de leer la cita, algunos pegarán un grito al cielo. Otros alzarán sus ascos y amonestaciones. Su desagrado los llevará a preguntarse con gazmoñería: ¿quién escribe de pedófilos? ¿Por qué retratar semejante aberración en un libro? El repudio empaña y deseca razones. Más allá de las respuestas que relampaguean en el texto mismo, “Cómo se controla lo que sea verdaderamente humano”, lo cierto es que el párrafo anterior no pone al trasluz la identidad y mucho menos el género de quien lo hubo escrito. ¡Es verdad! Género e identidad son conceptos que producen no pocos cuestionamientos, refutaciones y pelusillas metodológicas. Construcciones sociales aparte, Butler dixit, es imposible saber si fue un hombre o una mujer el hacedor o la hacedora a menos de que, para liberar demonios y expiar dudas, se acuda a lo obvio: la firma que pestañea en el centro de la portada. Sin embargo, este recurso −rayano en el determinismo biológico− resultaría ordinario para un lector moderno y avezado.

Las líneas introductorias pertenecen a la novela Degenerado de la argentina Ariana Harwicz. Publicada en junio de 2019, la historia da cuenta del proceso judicial de un sujeto acusado de pedofilia, secuestro y homicidio. El protagonista −quien relata en primera persona− rememora y también diserta sobre la ontología de sus sufrimientos y sobre las heridas abiertas que no justifican sus crímenes: el desamor y la ausencia materna. Amén de la grima y de la crispación que pudiera ocasionar, este extracto de Degenerado sirve de excusa para volver a formulaciones que han suscitado debates no solo en aulas académicas, sino también en círculos de lectores: “¿Cómo es que una mujer escribe como una mujer?”, se interroga la investigadora Patricia Spacks en La imaginación femenina.

Dar respuesta a este interrogante obligaría a la revisión de siglos de tradición. Sí, siglos. Miles de páginas, que se aglomeran y mustian en los estantes de las bibliotecas, dan cuenta de las facultades intelectuales y literarias de ellas. Prodigalidad que se refresca con las nuevas olas del feminismo y con el fragor de las rimas de “Un violador en tu camino”. Como señalara la narradora venezolana Michelle Roche en la revista Colofón: “Ni el #MeToo ni la rabia de las millenials son las razones para la aparente popularidad de las escritoras. Ellas no han salido de la nada ni han sido ‘descubiertas”. Sin embargo, no dejan de ser ciertos los velos, los desprecios y las proscripciones que, en su ejercicio profesional de la escritura, han sufrido durante años y años. Fuentes teóricas como Essai sur la femme auteur de Christine Planté, Cómo acabar con la escritura de las mujeres de Joanna Russ o el clásico de Peggy Kamuf Escribir como mujer, por nombrar unos pocos de la abundante bibliografía a disposición del interesado, ponen en evidencia los agravios. Una marabunta de atropellos hormiguea en las cuevas del canon literario, cuyas cabezas ensombreradas devalúan el genio que no se perfuma o atufa con testosterona −incluido el de homosexuales, quienes por su tintero de colores “abdican de virilidades” en su ensueño “invertido”−.

A continuación, se ponen sobre la mesa algunos desaires que, hasta no hacía mucho, la crítica misógina −acostumbrada a piropear solo cuando descubría las voluptuosidades de un escote fauvista− porfiaba cuando se volteaba hacia una autora. En su firmeza de subordinarla, de reducirla al “bello sexo”, como se la llamaba comúnmente en el siglo XIX, y de confinarla en el hogar, la dama que osaba zangolotear la pluma en lugar de la escoba desafiaba el orden patriarcal porque la situaba lejos del seno familiar y del ámbito privado −donde debía reinar con prudencia y sacrificio−. Además transgredía, según Planté, “las divisiones sobre las que se funda el sujeto y lo humano, que los discursos científicos (biológicos, médicos, naturalistas) suponen conformados por ‘dos especies’ jerárquicas, ‘cada una con su funcionamiento fisiológico, moral e intelectual”.

De acuerdo a esta lógica, ¿cuál era, por ejemplo, el funcionamiento de una recién casada o de una soltera en edad de merecer? Además de la abnegación, de la devoción al Padrenuestro y de la obediencia sin rechistar, la maternidad despuntaba como la característica principal de su naturaleza. Entendida, asimismo, como la categoría antípoda de la creación. Alejada de las labores de parto, la profesora Susan Stanford Friedman alumbra: «la creación es el acto de la mente que trae algo nuevo a la existencia. La procreación es el acto del cuerpo que reproduce la especie. Un hombre concibe una idea en el cerebro mientras que la mujer concibe un niño en el útero». Este análisis asoma una engañifa más perversa: el descrédito a las dotes artísticas de las muchachas que se sumían en estudios y poéticas. Según las apreciaciones de los maestros ascendidos, ellas no fabulaban ni narraban, si acaso zurcían palabras. Al igual que bordaban flores de croché, tejían lindas cartas, diarios y biografías, “sus géneros por antonomasia”, el punto de cruz y el canutillo. Urgidas por el arrebato espontáneo, por el impulso sentimental que incita al llanto y a la letra en la hoja en blanco, componían memorias pero jamás poesía… porque el arte deliberado, la obra literaria, la intencionalidad estética por encima del rapto apasionado estaban reservados al cacumen e intelecto masculinos. La actividad creativa era un privilegio para él. El gran artista, el demiurgo de lo bello, el sabio que obraba cultura lo mismo que forjaba progreso. En cambio ellas, si acaso conseguían algo con sus libros era un poco de gracia, ocurrencia y agudeza. Jean-Jacques Rousseau, que propugnaba la bondad como condición inherente del hombre, ya envenenado por su delirio persecutorio, aseguró con altanería y mezquindad en La lettre a d’Alembert sur les spectacles: “La mujeres, en general, no muestran de manera alguna apreciación ni habilidad. Podrán tener éxito en algunas obras cortas que solo requieren de ligereza, gusto, a veces incluso filosofía y razonamiento. Pero el fuego celestial que calienta y envuelve el alma, esa elocuencia que quema, esos arrebatos sublimes que transmiten delicias a los cimientos mismos del alma estarán ausentes en la escritura realizada por mujeres. Sus escritos son fríos y bonitos como ellas”.

Fríos y bonitos… (Revienta el quejido de una loba blanca que se rehúsa a amamantar) ¿Qué es entonces una autora que escribe de pedofilia o de un videojuego sexual oculto en las corrientes lúbricas de la deep web?

“¿Por qué escribir y no salir a jugar, a correr, a coger? Había que pornografiar la vida para decir lo que el insistente recubrimiento-cuna-de-todas-las-culturas no se atrevía a pronunciar. Escribir era una forma de apuntar con el dedo. No se podía novelar el desmoronamiento a través de la tecnología del vestido. Era su forma de herirse y de culpar a otros de sus llagas verbales. El problema es que nadie sabe decir lo que no se ha dicho nunca. (…) Los límites del lenguaje son nuestros abismos. (…) El escritor pensaba —en su columna marchita— sobre lo literarias que eran aquellas oraciones para luego concluir que la literatura emergía de la necesidad y que el escritor, o sea, él, era el que, embarrado en el miedo, sentía la pulsión de contar lo que ocurría a su alrededor. Discurre un personaje de Nefando, roman de la ecuatoriana Mónica Ojeda. Publicado en 2016, este título la elevó a firmamentos como una de las voces más representativas de la literatura hispanoamericana actual. Historias caleidoscópicas de seis jóvenes que se relamen y se hunden en temas como violencia, cuerpos diversos, dispositivos de control y de biopoder —como diría Foucault— pederastia y pornografía infantil, entre otros.

Una mujer que cuenta horrores y roturas psíquicas, que habla de pus y de eyaculaciones ajenas, que describe clítoris y ulceraciones éticas no es una criatura presuntuosa, una loca o una frívola con la pintura de labios frente al espejo, tampoco es “una marisabidilla con la manía de garabatear”, como satirizó alguna vez Alexander Pope según Virginia Woolf en Una habitación propia, no. Hoy una mujer que escribe sin moralinas es una magnífica herejía. Es un ser excepcional que rompe ataduras, dogmas, tacones y expectativas. Pero sobre todas las posibilidades de enunciación, es un monstruo. No porque lo femenino sea lo más próximo a la animalidad. Ella con su autoridad cambia y reacomoda conceptos, con su trabajo conquista grandezas. Necesita mucho más que dinero y un cuartico propio y lucha por ello. Tanto Harwicz como Ojeda −dos nombres de una lista interminable− quiebran órdenes y elevan valores que definen o redefinen existencias. Aquello que, como apostillara Planté, “constituye ‘lo más grande y lo más humano de la humanidad’ y que hace del hombre un ‘genio’: la excepción, la libertad y la singularidad”.


*Degenerado. Adriana Harwicz. Editorial Anagrama. España, 2019.

*Nefando. Mónica Ojeda. Editorial Candaya. España, 2016.


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