“La más notable poeta en lengua castellana del siglo XX es (fue, será por mucho tiempo) la poco conocida Eunice Odio (1919-1974)” / Retrato Miguel Elías

Por ALFREDO PÉREZ ALENCART

Ser sin parecer

Gran veedora universal esta resplandiciente dama de sangre y no de aire, pura trashumancia trasviendo dos mil años con Amor escrupuloso por la Divinidad que está al fondo del alma y por el Eros de las bellas alegrías, del contacto que no se inventa, del sexo en connubio con el Amor, de la ternura que empareja sin beatitudes ni estériles desenfrenos. Ella, que mucho quería ser siempre niña (“Ser niña / que cayera de pronto / dentro de un tren con ángeles, / que llegaban así, de vacaciones / a correr un poquito por las uvas, / o por nocturnos / fugados de otras noches / de geometrías más altas”), constata lo difícil de tal anhelo, semejante a la inocencia que Jesús quería para los suyos, esos niños-grandes que cuidaba. En tal sentido, la poeta de San José y del Distrito Federal, ejes de su vida y muerte, concluye: “Pero ya, ¿qué he de ser? / Si me han nacido estos ojos tan grandes/ y esos rubios quereres de soslayo. // Cómo voy a ser ya / esa que quiero yo / niña de verdes, / niña vencida de contemplaciones, / cayendo de sí misma sonrosada, /… si me dolió muchísimo decir / para alcanzar de nuevo la palabra / que se iba, / escapada saeta de mi carne…”. Y ella también hace uso de una prosa exquisita para marcar los límites por donde el poeta ahonda: “El poeta anda buscando a Dios y solo lo encuentra en el fondo de todos los hombres. Y solo es poeta cuando sabe lo de todos los hombres posibles; y lo sabe solo cuando los ama inmensa y apasionadamente”.

La más notable poeta en lengua castellana del siglo XX es (fue, será por mucho tiempo) la poco conocida Eunice Odio (1919-1974). Murió como mexicana, aunque antes había sido guatemalteca y eso sin olvidar que a Costa Rica le corresponde ser su patria de nacencia. Por ahí se le acercan, en cuanto a altas voces poéticas, la argentina Olga Orozco (1920-1999), la venezolana Ana Enriqueta Terán (1918-2017) o las uruguayas Orfila Bardesio (1922-2009) y Circe Maia (1932), más algunas otras pocas que están al margen de nombradías espurias, ajenas al milagro de la bendita Poesía.

Pero, como viene sucediendo con frecuencia, la misteriosa y espiritual Eunice sigue aprovechándose de la ignorancia casi generalizada de tanto erudito metido a antólogo, para así escabullirse victoriosamente de espigueos epidérmicos o menciones a la ligera, como la del catalán Pere Ginferrer quien, con pose de sabiondo, la torna brasileña sin parpadear o ruborizarse siquiera. Años atrás, Humberto Díaz Casanueva (Chile, 1906-1992) perfiló los rasgos generales de esta cretinez: “… ignorada, incomprendida, inédita, no tiene siquiera una página en las pomposas, vulgares y comerciales antologías de los últimos años, que repiten y repiten nombres, exaltan e hinchan figuras, las más llamativas, las proyectadas como dentífricos de moda, prefiriendo la popularidad, el lugar común, a las dimensiones fundamentales y que ofrecen ciertas dificultades porque sacuden la pereza del lector”.

Sorbos de fuentes sagradas

Cierto, le digo al buen poeta chileno, autor de “La estatua de Sal”, si se refiere a lectores que no se han acercado a las Sagradas Escrituras. Pero todo lector de la Biblia y de la mejor poesía, tanto mística como amatoria, sabría reconocer de inmediato la grandeza de una escritora que ha bebido de la mejor literatura bíblica y que, sin vergüenza alguna, cita pasajes de los Salmos, del libro de Job, del Génesis…

Eunice Odio sigue la estela del Cantar de los Cantares y del Cántico Espiritual; de Salomón o el escriba anónimo celebrante del amor carnal y de Juan de Yepes, que versionó al primero para obtener el zumo supremo del misticismo hispano. Para mi gusto, la casi anónima costarricense-guatemalteca-mexicana es la tercera en la línea de sucesión. Dos libros le bastan para ello: el erotismo con tendencia a lo divino, lo trascendente, lo místico de Los elementos terrestres (1948, Premio Centroamericano de Poesía) y el cántico a lo divino desde la pasión humana, de Tránsito de fuego (1957). Leamos unos aperitivos, extraídos del poema “Posesión en el sueño”, primero de los ocho cantos que componen el libro de 1948:

Ven Amado 

Te probaré con alegría.

Tú soñarás conmigo esta noche.

Tu cuerpo acabará 

donde comience para mí 

la hora de tu fertilidad y tu agonía;

y porque somos llenos de congoja 

mi amor por ti ha nacido con tu pecho,

es que te amo en principio por tu boca.

Ven 

Comeremos en el sitio de mi alma.

(…)

Coincido con Peggy von Mayer, editora de las obras completas de Eunice Odio (Universidad de Costa Rica y Universidad Nacional, San José, 1996, tres volúmenes), cuando entiende que este poema está basado en el prólogo al Evangelio de San Juan y, en tal sentido, realiza una magnífica interpretación de Tránsito de Fuego, vinculándolo a la esencia crística y al logos Creador. Pero entiendo que también hay dosis de Juan de la Cruz (o de Yepes), ciertas porciones de Platón (de su diálogo Ion o de la poesía), además de ecos del profeta Isaías (49,1), como cuando Eunice escribe: “Desde antes de nacer mi faz estaba escrita/ con la cifra que hace crecer,/ la que ata y desata lo venido,/ la que trae lo ido para siempre”. Y también, para remarcar este segundo ámbito medular, anotemos otro fragmento de Tránsito de Fuego, título que, creo, está emparentado con la venida del Señor con el fin de bautizarnos “en Espíritu Santo y en fuego” (Lucas 3:16), sintiéndose la poeta una semejante de Juan el Bautista, cual “antorcha que ardía y alumbraba” (Juan 5:35):

¿Dónde empiezas, levadura de mi alma,

en qué peso de Dios,

en qué palabra?

¿En qué vocablo donde no te nombra

nada de lo terrestre?

¿Cuál ángel invariable te gobierna?

He aquí que te me entregas, suavidad vigilante,

ala sujeta, vuelo edificado,

y lo que ahora me das

no es más que un movimiento de tu reino.

(…)

Mía es la lucidez con que te alzas,

me pertenece lo que vendrá de ti,

lo que ha venido.

Sacrificio y pobreza del poeta

Abundando sobre sus anclajes en el Libro de los Libros, ¿quién que haya leído la Biblia podrá decir que Eunice Odio no bebe de Apocalipsis (4 y 5, por ejemplo), cuando dice: “Los veinticuatro ancianos con sus copas de nardo / y el cuerpo en actitud de manantial; // Él al centro del aire/ rodeado de los cuatro animales coronados, / sobre su frente, / anidando, la paloma”. Acaso algún cristiano estaría en desacuerdo con ella, cuando hace decir al Cristo-Poeta del texto: “Para llamarme hermano hay que nacer entero; / y estos nacieron poco”.

Eunice sabía del mendigo, del miserable, del que nada tiene aparentemente: Cristo, el Ion, el Poeta, el Miguel Arcángel de Tránsito de Fuego. Ella murió en la pobreza absoluta, bastante denostada por una intelectualidad que la aisló por sus críticas al castrismo y a los fanáticos de las ideologías, especialmente de las llamadas ‘izquierdas’ (Recuérdense artículos suyos en la prensa mexicana de principios de 1963, con títulos tan llamativos como “Fidel Castro: viejo bailador de la danza soviética”, “Cuba, drama y mito”, o “Lo que quiere Moscú y defiende Sartre”). Y es que Eunice fue una dama rigurosa consigo misma, nunca claudicante con las mediocridades del espíritu y de la pléyade materialista. Aquí su ideario al respecto: “¿Para qué quiero ser rica si puedo ser poeta? Dios sabe que preferiría pedir limosna, si fuera preciso, antes que me fuera negado el gran ‘don carismático’. Si me dieran a elegir, entre formar parte de los poderosos de la Tierra y ser parte de los que pueden dar vida nueva a la palabra, ni un momento vacilaría. Y si me dijeran que me dan un gran poema a cambio de la miseria extrema, y que sólo un poema grande, elijo el poema grande, aunque solo sea Uno. Así ha sido desde que descubrí que la poesía no era en mí una ‘afición’ sino un destino implacable”.

En otra de sus misivas dirigidas a Juan Liscano, poeta, amigo y editor venezolano, uno de los pocos que en vida supieron captar la inmensa valía de Eunice (recuérdese que él publicó textos suyos en la revista Zona Tórrida e hizo el prólogo y la edición realmente rescatadora, titulada Eunice Odio. Antología: Rescate de un poeta, Monte Ávila, Caracas, 1975), ella se sincera con unas palabras que no pueden desoír los creyentes cristianos, aunque en este caso estén referidas específicamente al quehacer poético: “Los poetas tenemos que ser más humildes y sacrificar Eso: detenernos menos en nosotros y mirar atentamente todo lo que nos circunda. En El Tránsito de fuego inventé una palabra: Pluránimo. Si un poeta no es la suma de todas las ánimas, va mal. ¿Y cómo se puede ser eso, si te dedicas a las grandes abstracciones, que te alejan de la carne dolorida de Adán, y te llevan, solo a ti, a los planos de la Divinidad? El poeta tiene el secreto del ser del hombre y le dice al hombre como es él, y cómo es Dios. Pero solo tiene ese secreto cuando, literalmente, entra en el hombre, calla, cuando llega a poseerlo, cuando es el más Verdadero y amante prójimo –o próximo– del hombre. Y cuando eres dueño de esos secretos es que estás en Dios. Y se acabó…”.

He aquí otras muescas de su profundo pensar: “Se puede decir que lo único que quiero en este mundo es realizarme humanamente, para lograr realizarme en la poesía tal como la entiendo. No sé por qué creo que en esto último está la clave. Siempre he creído que la poesía es una puerta…”. Y amplía su concepción acerca del brote, de la recreación: “El poema no es un conjunto de ideas y palabras sino un orden substancial. Un poema es la acción del Verbo. De ahí que sea imposible analizarlo, aislar hasta el último de sus acordes”.

Poesía y Biblia

Eunice Odio también es autora del poemario Zona en Territorio del Alba (1953), de algunos cuentos y de muchos artículos sobre arte y literatura. Principalmente. Pero, por si queda alguna duda de su pensamiento creador arraigado en lo cristiano, me permito copiar parte de una extensa carta a Liscano, donde expone sus conocimientos bíblicos en relación con la actitud del poeta: “El problema de la inidentificación metafísica tiene su raíz en la falta de fe. Si los judíos hubieran ‘creído’ que era verdad lo que veían, hubieran identificado correctamente al Cristo por lo que era: Cristo el Mesías y no otro; Elías el profeta, y no otro. Como no creyeron, porque es cierto que la verdad obvia es difícil de creer –tal vez porque es la luz, y esta ciega a los que no la merecen, para que no la vean y no tengan vida eterna–, toda identificación era absolutamente imposible. Sostengo que la vida de la Biblia le habla al poeta y, a la vez, habla de él. (Por poeta entiendo a todo el que crea, aunque nunca escriba ni un poema). La poesía y el poeta se ven afligidos, también, por el problema de la inidentificación. Todo aquel que crea se ve, en menor grado, o en mayor grado, afectado por él, ya sea en alguna parte o en todas partes. El creador extraordinario, el arquetípico, es el más inidentificado de todos –a mayor poesía mayor luz; por lo tanto deslumbramiento y ceguera general–. Nadie cree que es lo que es y, por lo mismo, la identificación es imposible. Se acostumbran demasiado a verlo, porque parece igual a todos los hombres. ‘¿De dónde tiene este esta sabiduría y estas maravillas? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María?, ¿y sus hermanos Jacobo y José, y Simón y Judas? ¿Y no están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde, pues, tiene este todas estas cosas? Y se escandalizaron en él. Mas Jesús les dijo: No hay profeta sin honra sino en su casa y en su tierra. Y no hizo allí muchas maravillas, a causa de la incredulidad de ellos’. S. Mateo 1, 54-55-56-57-58. Y como a Elías, el profeta, al poeta lo tienen ‘en nada’ y lo hacen padecer. Y, muchas veces, como a Cristo, lo matan. ¿Que en estos tiempos ya no sucede? Yo he visto morir a más de uno, sin contar a César Vallejo. Murieron de abandono y de dolor espiritual, como Vallejo, que es un caso extremo”.

España y México

Cuando España se desangraba, ahí está la voz de Eunice, solidaria con los sufrientes. En su poema “Nube y cielo mayor”, ella saluda al miliciano de esta forma: “… Porque cuando en España / los arzobispos desfondaban a Cristo/ y le pateaban el muslo y los dedos largos,/ tú estabas con el rostro dividido/ y con el sexo lleno de semanas / eternamente oscuras./ Porque cuando los militares de medio rostro /mutilaban la era embarazada / y se masturbaban la mente con un paraguas, / tú estabas cerrado a todas las sangres, / parado sobre todos los asaltos, / y tu cuerpo de suave corola destituida / tenía una voz para tu mismo cuerpo…”.

Le dice al miliciano español “poblado hermano nuestro”, que los americanos están “mostrando el tanto de brillo de una lágrima”, porque su España también es de ella y es de todos. Después de la cainita guerra, en Guatemala Eunice tiene contacto con el exiliado Eugenio Granell y escribe el bello poema “Natalia, la niña del pintor Granell”. Nunca conoció España, pero sí vivió en Nicaragua y en los Estados Unidos, además de Costa Rica, Guatemala y México.

Y tratándose de México, país del que quiso ser ciudadana, qué mejor homenaje que el expresado en su ensayo titulado En defensa del castellano, donde declara: “¿Habrá que añadir que México es el colmo de la pasión, la sensibilidad y el misticismo?”. Desde 1962 hasta su muerte fue mexicana, en cuya capital subsiste haciendo traducciones del inglés o publicando artículos y ensayos en revistas especializadas. También recibe ayuda de artistas como Tamayo, Sequeiros, Rivera o Cuevas, pero ella, aunque sus años finales fueron de extrema soledad e indigencia, nunca quiso desprenderse de esas obras originales, prueba de su dignidad y de su desafecto a las codicias materiales.

A su muerte, el poeta mexicano Efraín Huerta, escribe: “Eunice duerme./ La noche se eterniza”. Pero antes, mucho antes y en carta a Juan Liscano, Eunice no duda en sonreírse del propio Octavio Paz, entonces Repartidor de privilegios y canonjías: “Y luego resulta que yo nunca creí en serio, eso de que tenía que morirme… ¿Sabes quién sí está seguro de eso? O. Paz. Un día me dijo en el colmo de la solemnidad y la seriedad: ‘Tú, querida, eres de la línea de poetas que inventan una mitología propia, como Blake, como Saint John Perse, como Ezra Pound; y que están fregados, porque  nadie los entiende hasta que tienen años o aún siglos de muertos’. ¡Qué consolador! Y ahora se va a dar un quemón. Como profeta es una pantufla, quizás porque no es cierto que yo haya ‘inventado una mitología’. Todos esos personajes son arquetipos de la vida; seres vivientes y padecientes, no dioses semejantes a los hombres, sino elegidos parecidos a los dioses. Todo esto no tendría que explicártelo si leyeras o, mejor dicho, hubieras leído, el último libro que he publicado, o sea El Tránsito de Fuego. Entonces verías que ese libro lo escribió un intelecto activo…”.

Tránsito al desolvido

Alberto Baeza Flores, chileno, fue de los primeros en creer en la poesía de esta heredera de Salomón y San Juan de la Cruz. También están por ahí Rima de Vallbona o Alfonso Chase. Y qué decir de Carlos Martínez Rivas (Nicaragua, 1924-1998), cuyo largo poema titulado con el nombre de la poeta, lleva como epígrafe lo contenido en Éxodo 33,20. Aquí un fragmento: “… Por eso, para hablar de tu cabello, quise/ resistir hasta ahora, para decir/ que está detrás de ti como un árbol/ y como un árbol mucho follaje y sombra esparce./ Para ocultarnos lo que nos haría enrojecer y temblar: / el ajetreo de los ángeles, las poleas de lo monumental, / y a Dios mismo en plena tarea, con las dos / medias lunas de sudor alrededor de las axilas. // A veces a ti misma te esquivamos./ Tratamos de cubrirte con palabras/ y adjetivos espléndidos, por temor/ a ver entre tus pliegues algo de lo desconocido,/ pues, ¿qué enorme compromiso no traería/ haberlo visto aunque fuera una sola vez? Por temor/ a conocerte demasiado, de llegar/ a ser demasiado de ti y entrar en relación/con lo que ¿quién nos dice cuánto no sería capaz de exigir?…”.

Eunice era una cristiana heterodoxa, posiblemente con más de cien defectos. Pero también nos legó una obra maravillosa y un ejercicio de la ética que poco practican hoy en día los cristianos que se estiman ortodoxos. Una fe en el poder del Espíritu; una fe en lo místico que no se arrastra por bienes y prebendas. Un creer en la puerta estrecha, en Dios. Es reveladora una anécdota que ella cuenta en carta a Juan Liscano. Dice que creyó ver a una mariposa blanca volando a medianoche, y prosigue: “No, Juan. Las mariposas blancas o de colores luminosos, duermen de noche, como los  pájaros… ¿Fui víctima de una alucinación? Puede ser. ¿Hay alguien que pudiera asegurarme que eso fue lo que ocurrió? Sí, un ángel del cielo. Y ellos, como sabemos, no se meten con cristianos tan desventurados como yo… La verdad es que nunca sabremos si vi una mariposa que existe en algún plano distinto del nuestro… En todo caso fue hermosísimo y confortante, aunque por siempre ignoremos lo que fue. ¡Qué inquietante es verse metida en esto y no saber nada de nada!”.

Así es, querida Eunice. Ya lo decía nuestro muy entrañado Juan de Yepes: Entréme donde no supe: / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”.

El amor es un milagro, una señal que organiza la vida de los hombres; el deseo también, porque la carnalidad está mojada por la esperanza. No solo las apariencias engañan; también algunos nombres o apellidos, porque la hija natural de Aniceto Odio y Graciela Infante estaba llena de amor al ser humano, al prójimo.

Y ella misma, profeta de principio a fin, dejó por escrito el porqué de las muchas negaciones que tendría.

Eunice andaba en el sueño

con zapatos de vigilia,

¡ay, Eunice, por tus pies

te van a negar el día!

Allá con quienes la sigan negando o escondiendo: hace tiempo la hice de mi linaje.


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