Gina Saraceni | Vasco Szinetar

Por BETINA BARRIOS AYALA

Este compendio íntimo se desplaza como viaje en el terreno de la raíz, entendida como fruto del árbol familiar y constitución genealógica del imaginario personal. La límpida voz poética que lo colma se reafirma en el tráfico de obsesiones y conversiones que toman cuerpo en el lenguaje y la aparición reiterada de imágenes que dibujan una sensibilidad extraordinariamente suya. Gina Saraceni se detiene en el espacio de la casa, antorcha de una voz fecunda, orgánica y leal a sí misma.

Caracas asoma como ese cuenco cercado por un cordón topográfico y vegetal, barrera natural que cataliza dos orillas que se besan: la tierra y el mar. Este pacto primigenio es una de las líneas que atraviesa el corpus, abrazar lo incomprensible, hacerse uno con lo otro. Así, el exilio se compone como un atlas, una geografía personal que fusiona distancias para hacerlas una como líneas de su mano. Lo propio es ese espacio heterotópico que se construye en la experiencia, territorio exclusivo para formar, asir, tocar, volver y amar. El agua como descenso único de la esencia, recurso que fusiona lo vital y metamórfico en el poema, paisaje en la letra.

Reminiscencias irrumpen como relámpagos, construcciones que son captura del paisaje inscrito a fuego en la materia personal. El lugar de encuentro es la emoción, cruce y traslado: la memoria como espacio. En Venezuela, lo cartográfico es también tradición oral: calles, avenidas, edificios y casas no llevan número, sino nombre. Recorrer, conocer, regresar, mapear el derredor es un ejercicio conversacional que apela a la memoria. La conocida ruta que lleva de Caracas al litoral central está delineada por una irrevocable figura a escala humana que se erige al borde del agua: es un pez coronado como El Rey del pescado frito. Las carreteras albergan mitologías de la tradición en forma de vallas, hombres de lata hechos de restos automotores, parajes repletos de baldes con frutas de estación, artesanías, tejidos y animales silvestres. El mapa es identidad, resonancia convertida en fotograma.

Vaivén del oleaje, ladrido animal, alas fugitivas, ráfagas marinas, suave agitar de hojas que forman un vívido cuerpo que se desliza sobre la cresta del agua o cardumen en viaje al interior del mar. La imagen del puerto desde donde  se avista lo fundante, plataforma de lo posible. Aquel motivo para evocar aspiraciones y anhelos en el borde de las guerras intestinas que recrudecieron el interior de las naciones europeas. Espacio liminar que abre un camino hacia la nada, arrojo ciego sobre preguntas que revelan a su vez cierta claridad: el derecho a la melancolía y la pérdida. Mar abierto, una sensibilidad haciéndose a sí misma indefinidamente.

Aquí late aquello necesariamente anfibio que atraviesa la supervivencia: ser capaz de asimilar los golpes atávicos y transformarlos en sustrato sabio, impulso, dato, posibilidad. La voz poética se afianza en la reunión de ecos multiformes que retumban en un cielo de aves, entre los brazos de árboles, en la frondosa amistad con perros de playa y el asombro por lo mínimo que robustece una secuencia, quizás, ya antes vivida en el recorrido del padre, y que dulce se recrea en lo propio como una reconciliación.

Libro de pluma incandescente que traza lugares en los que se ha sido feliz, postales que suceden como epifanías, el porqué de aquello que nos recorre como un signo. Adriatic(o) es retrato de la desnudez de su autora, quien reivindica y resignifica el extravío. Gran regalo este espejo de agua, piedra preciosa, turquesa, palabras como trozos de madera capaces de sujetar y asir un refugio en medio del tránsito que significa estar vivo.


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