Ángel Hurtado | ©Vasco Szinetar

Por MARTA DE LA VEGA V.

El 27 de octubre celebramos los 94 años de Ángel Hurtado Leña. Nacido en El Tocuyo, está residenciado en la Isla de Margarita, después de haber permanecido mucho tiempo en los Estados Unidos. Allí vivió en una casa casi campestre, blanca, rodeada de frondosos jardines, en Virginia. Se desempeñaba entonces como director del Departamento Audiovisual del Museo de las Américas (OEA). Recuerdo, al entrar, un espacio alargado y acogedor, como terraza cubierta, adosado al resto de la casa. Adentro, sobre las paredes de la sala y el comedor destacaban obras del propio artista, de Jesús Soto y de Carlos Cruz-Diez, que fueron inseparables amigos desde su época en París.

Con terca disciplina, el artista pinta todos los días en su amplio taller rectangular, construido sobre el jardín trasero de su casa, con vista al mar. Es perfecto para su actividad cotidiana: luminoso, gracias a los grandes ventanales de vidrio transparente que lo circundan por tres de sus cuatro costados, acogedor y espacioso, cómodo para organizar los materiales y accesorios necesarios para su trabajo creador, suficiente para albergar los enormes lienzos que sirven de soporte a los paisajes originales y enigmáticos que sigue creando de manera obsesiva y recurrente. Ángel no cree en la inspiración. Cree en el trabajo continuo, sostenido y perseverante.

El lugar, que comparte con su esposa Teresa Calderón, es su refugio y oasis. Detrás del portón de madera que marca la entrada hacia la residencia, de construcción hermosa y rústica, estalla súbitamente una profusión de follaje, verdor e intensos colores en las enredaderas de flores trinitarias, como cálida bienvenida al visitante.

En cada una de las etapas de su trabajo, desde el incipiente balbuceo juvenil hasta el encuentro, en la madurez, de su propio estilo personal, el afianzamiento único e inconfundible de su huella como artista, encontramos como leitmotiv una pasión por el juego policromático de contrastes y valores plásticos, de matices y transiciones, de los cromatismos suaves y modulados a las oposiciones bruscas e inesperadas de color.

En la magnificencia de su oficio, las obras de Hurtado sobresalen porque, al pintarlas, el artista rescata los medios clásicos del trabajo artesanal; se expresa en categorías estéticas fundamentales de la antigüedad más remota, belleza, orden, armonía, equilibrio y, a la vez, adopta un uso innovador de materiales y una asimetría barroca que define sus composiciones. Sus pinturas revelan una gran fuerza poética, un dominio pleno de los claroscuros, de la luz y de las sombras, de los empastes y texturas que potencian la materialidad de los elementos plásticos.

Su propuesta estética desecha lo anecdótico, sugiere y evoca paisajes imaginarios, no figurativos, que omiten la presencia humana, interiorizan la naturaleza y la plasman como fuerza telúrica primigenia. Lo humano no está presente sino de manera externa; emerge desde afuera. Se hace visible desde la contemplación del espectador y en la mirada contemplativa del artista hacia la naturaleza que recrea e interpreta como plenitud. Hay una búsqueda deliberada de asir la permanencia y presencia tangible del ritmo cósmico; un esfuerzo de concreción de la eternidad, de afirmar la percepción de que todos somos una misma y única materia. El resultado son pinturas espléndidas y poderosas, al alcance de nuestros ojos, de nuestros sentidos, de nuestra percepción, de nuestra sensibilidad, de nuestro horizonte interior.

En su pintura actual han cambiado las tonalidades y la perspectiva visual de los paisajes. Estos no son mirados desde el frente sino desde arriba, como si las formas hubieran sido captadas por un artefacto volador, cual dron que retrata panorámicas a distancia y desde lo alto de la superficie capturada. Son pinturas goyescas, sombrías, nocturnales, con formas inquietantes que semejan animales fantásticos, monolitos extraños y rocas suspendidas horizontalmente sobre columnas naturales de piedra. Sin duda, se mantiene el magistral manejo del color, que se despliega y destaca los valores cromáticos en empastes ricos que van de la gama más clara a la más oscura de la paleta.

En uno de sus trabajos recientes, la lejanía se difumina en rosas pálidos y azules celestes, que contrastan con los tonos sulfurados de una inesperada hilera de formas pétreas verticales en el plano medio de la composición. Coloreadas de amarillos verdosos, surgen detrás de la piedra en forma de mesa en el primer plano, cual serie de erguidos guardianes minerales. En otra pintura, un espejo de agua iluminado con luz lunar aparece rodeado de formas oscuras de piedra, como hieráticas figuras reunidas en conciliábulo. En la lejanía, tonos grises y azulados sobre el perfil recortado de las montañas. En El Roraima nocturno, una enorme luna amarilla aparece en el fondo de la composición e ilumina con destellos metálicos las rocas del primer plano sobre las que se apoyan, fantasmales, casi de pesadilla, en un paisaje infraterrestre, dantesco, moles montañosas inmóviles, que sugieren gigantes lobos aullantes o hienas de sonrisa siniestra.

El Roraima nocturno | Ángel Hurtado

—¿Cuál ha sido el mayor impacto en su infancia, que le impulsó a desarrollar su vocación artística?

—Supongo que fue mi admiración al ver unos paisajes que mi abuela materna pintó en la casa de una tía. Ella no era pintora profesional. Lo hacía por gusto y sin haber estudiado. En mis primeros años, verla pintar me impresionó mucho.

—¿Qué personas de su entorno familiar le marcaron más para afianzar su vocación artística?

Mi papá pintaba con mucha destreza y colorido los carteles para anunciar las películas que pasarían en el cine del pueblo y que atraían a la gente. Era para mí descubrir, como artesano, el oficio de pintar. En mi adolescencia dos pintores profesionales de El Tocuyo, Octavio Alvarado y José María Giménez, quien estudió con Rafael Monasterios en Barquisimeto, terminaron de impresionarme. Yo los seguía cuando salían a pintar los paisajes del pueblo. En vista de ese interés, me invitaron a acompañarlos y ahí empezó todo. La primera exposición que hice fue con ellos, cuando se celebró el cuatricentenario de la ciudad en 1945. Ya entonces el virus de la pintura se me declaró de por vida, y decidí volverme pintor, pero para ello necesitaba una beca de estudio, pues mis padres no tenían los recursos para mantenerme en Caracas.

—¿Qué experiencias de su infancia y adolescencia frustraban su vocación artística?

—La primera frustración fue cuando fui a solicitar la beca en la capital y me fue denegada por la persona encargada de la cultura del Ministerio de Educación. Al ver mis cuadros, me recomendó estudiar otra carrera, pues, según ella, yo no tenía talento para la pintura. Afortunadamente, un poeta larense de Sanare, José Antonio Escalona, quien trabajaba de asesor de esa persona, al ver mi tristeza y frustración, pasando por alto aquella decisión, me dijo que él me la conseguiría, y así fue. Gracias a él soy ahora pintor.

—¿Cuál siente que fue su mayor logro para afianzarse como artista y pintor?

—Mis estudios en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, donde los profesores fueron los mejores artistas de la época, y gracias a ellos pude empezar a aprender el difícil oficio de la pintura. Al final de mis estudios obtuve el premio para el mejor estudiante en el Salón Oficial de 1949. Después de ese primer premio, obtuve muchos otros en los siguientes Salones de Arte.

—¿Cuál ha sido el momento más feliz de su carrera artística?

—Sin duda alguna, cuando obtuve, en 1961, el Premio Nacional de Pintura y, sobre todo, el hecho de recibirlo de la misma persona que me había denegado la beca, dizque por no tener talento para la pintura. Pienso ahora que fue muy útil esa decisión, pues, aunque no prosperó, gracias al poeta Escalona me sirvió de acicate para dedicarme con perseverancia total a lo largo de mi carrera para contradecirla.

—¿Cómo ha combinado su trabajo de pintor, fotógrafo y cineasta? ¿Se han nutrido recíprocamente?

—Hago todas esas cosas al mismo tiempo porque no me considero solo un pintor sino un artesano visual. Me interesa todo lo que tenga que ver con el ojo. Me gusta trabajar esas técnicas como un artesano y no en el sentido del artista puro. Me gusta la artesanía del trabajo, del oficio bien ejecutado. Una pintura debe ser bien pintada, una foto bien realizada, una novela bien escrita y que exprese algo al lector. Cuando se es joven se hace cualquier cosa, pero al madurar se toma más conciencia de las cosas. Ahora, cada vez se me hace más difícil pintar, y eso que tengo 80 años pintando… Esto no quiere decir que solo interese el arte bien hecho; hay pintores con gran conocimiento del oficio y son malos pintores, porque la técnica no lo es todo. Lo ideal es combinar el “fondo y la forma” sin que ninguno predomine. El arte es comunicación entre el creador y el espectador que deba verlo, leerlo o escucharlo. Se debe establecer un vínculo entre ellos para que se produzca un entendimiento de comprensión y admiración.

—¿Cuál fue su mayor logro cinematográfico?

—La serie de documentales sobre arte de América Latina, realizada durante mi estadía de 20 años en el Museo de las Américas en Washington.

—Se ha movido de un medio a otro, fotografía, cine, pintura, ¿cómo explica esta experiencia multisensorial?

—Me considero un intuitivo. Si me encuentro con una motivación que me interesa, la siento inmediatamente y decido si es mejor para el cine o para la pintura o la fotografía. Son cosas que no preparo ni busco, sino que se presentan. También son estados de ánimo; a veces me saturo con la pintura y me hace falta cambiar al video.  El cine lo he trabajado por más de 60 años. Lo comencé en París en 1955 cuando hice el primer documental sobre Soto; entonces Soto era un desconocido, aquí y allá. Luego hice un corto de ficción: El cuarto de al lado y ambos fueron estrenados en un cine de arte y ensayo de gran reputación en París que se llamaba Cinéma Parnasse, en Montparnasse. Desde entonces todos mis trabajos cinematográficos han sido sobre el arte y los artistas. Trabajé durante 20 años como director de la Unidad de Artes Visuales del Museo de las Américas en Washington. Cuando me llegó el tiempo del retiro me vine a la isla de Margarita, no a descansar, sino a digerir todo lo aprendido y a tratar de continuar mi obra de artesano visual con gran entusiasmo y, sobre todo, con mayor experiencia. Pinto todos los días, tratando de mejorar cada vez más, pues tengo la pretensión de que mis pinturas duren años, que no pasen por las modas o los “ismos”.

—Aspira a que sus pinturas no se dañen por defectos de los materiales. ¿Cómo ha logrado preservar las pinturas en la que hacía uso de recursos orgánicos como el café? 

—Quiero que ellas sean bien pintadas y durables y que expresen algo a quien las contemple; lo hago con la esperanza de que algún día tengan algún valor. Cuando yo muera desapareceré y mis pinturas serán lo único que quedará. Por eso me esmero en que permanezcan en buen estado esperando que la posteridad sea generosa conmigo y no las tire al olvido. En el caso de la pintura con la que gané el Premio Nacional de Pintura, Materia sideral, utilicé café para aumentar la intensidad del color. Le hice un tratamiento de preservación y le puse un barniz protector que hasta ahora ha funcionado sin problemas y sin que la capa pictórica se haya alterado.

—¿Cómo dejar una obra perdurable?

—El tiempo es el único juez. El Greco pasó desapercibido por años hasta que fue “descubierto” un siglo después. En nuestro caso en Venezuela, ahora es cuando se está descubriendo a Reverón. El mismo Picasso, por ejemplo, en su juventud no fue conocido ni en España ni en ninguna parte, y eso que Picasso fue uno de los pocos que lograron el éxito en vida. Existen muchos de esos casos con pintores y con los escritores. También pasa lo contrario, hay artistas muy famosos en vida y luego, con el tiempo, desaparecen; por ejemplo, Anatole France era un dios en Francia, sin embargo, hoy en día nadie lo lee.

—¿A cuáles artistas admira?

—Soy muy ecléctico. Admiro a artistas de las más diversas tendencias. Así como admiro mucho a Soto, por ejemplo, admiro a Reverón, al aduanero Rousseau, a Magritte, y sobre todo a Miguel Ángel y a Rembrandt.  Mi escala de valores es muy amplia porque no soy sectario. Soy de los que cree que para ser artista hay que dejarse llevar por los sentimientos más que por la razón. Braque decía: “Amo la regla que corrige la emoción”. Yo pienso lo contrario, amo la emoción que controla las reglas. Las reglas son necesarias, claro está, pero se aprenden. El sentimiento no se aprende, se nace con él, y esa debe ser la guía. Es por eso que no puedo encasillarme en una escuela determinada.

—¿Cómo prepara sus lienzos?

—Uso siempre, desde mi aprendizaje, el lienzo llamado yute o arpillera, pues su grano grueso me permite lograr mejor las texturas fuertes cargadas de materia. Lo preparo con espátula usando un producto acrílico llamado Gesso, el cual es muy flexible, durable y no se quiebra al doblar la tela; es necesario dar tres manos, para un mejor acabado.

—¿Hace bocetos de sus pinturas monumentales o va directamente a su realización?

—Nunca voy a la tela directamente sin tener, aunque sea, una vaga idea de lo que pienso hacer. Hago varios proyectos preliminares con la ayuda de la computadora, lo cual me permite, al imprimirlos, tener distintas fases de obscuridad y claridad, si bien no son muy precisos en detalles. Apenas una guía que me permita seguir. Por lo general, al terminar, el cuadro no se parecerá mucho al boceto.

—¿Cómo construye pictóricamente sus cuadros?

—Siempre empiezo el cuadro estableciendo cuáles serán los valores de claroscuro. Es decir, cuál será el más claro, el blanco total, y cuál el más obscuro, el negro. Entre esos dos valores deberán repartirse los demás, evitando la repetición. Dichos valores contendrán, por supuesto, sus respectivas armonías de coloración. Me pasa algo curioso. Hay días en que todo sale bien. Podría pintar un cuadro en un día. En cambio, hay otros en que te pones a trabajar y todo sale mal. Borras, corriges, vuelves a insistir ¡y…nada! Entonces volteo el cuadro en un rincón.  Lo castigo y lo dejo en penitencia.  ¡Hay cuadros que no salen nunca!  Otros que salen solos… Los cuadros se pintan ellos mismos y le hablan y corrigen al creador. No creo en la inspiración. Simplemente uno tiene días buenos y días malos. Como todo en la vida.

—Ha sido muy disciplinado y consecuente con sus hallazgos estéticos desde muy joven hasta hoy, con la figuración realista, la abstracción lírica y la abstracción geométrica, hasta llegar a sus paisajes imaginarios. ¿Cómo fue el paso de una a otra etapa hasta encontrar su estilo inconfundible?

—Fui figurativo en mis comienzos de estudiante, luego esa figuración se diluyó poco a poco y mis paisajes se fueron abstrayendo. Actualmente lo abstracto se diluye y vuelve la figuración, pero una figuración no descriptiva. No pinto el Roraima tal cual es. Me sirvo de su enorme masa para construir un volumen sugerente pero no lo copio. Son grandes masas y volúmenes que forman una composición que no es descriptiva. No quiero hacer paisajes documentales. Tampoco quiero “estilizar”. Tengo horror del arte estilizado pues me parece decorativo. Nunca hay figuras ni humanas ni de animales. Quiero hacer paisajes primigenios, es decir, de antes de la llegada del hombre. Por eso me emociona tanto la zona de los tepuyes. Ellos son los testigos más antiguos del planeta. Estando en Washington en mi época abstracta, de pronto aparecieron, inconscientemente, unas formas rectangulares parecidas a los tepuyes. En 1981 hice un cuadro que titulé Tepuy. No tengo explicación para este hecho pues no conocía esa región sino por fotografías. Tengo que conocer ese sitio “en persona”, me dije. ¡Aquello fue un choque brutal! Al verlos por primera vez me quedé asombrado y subyugado. También me impresionó el silencio total que los acompañaba. Desde entonces empecé la serie de los tepuyes que permanece hasta el día de hoy. Es curioso que, a pesar de mi estadía en Europa y en Norte América, unos 36 años, jamás pinté un paisaje en esos sitios. Hice un par de ellos en el Cañón de Colorado, y eso fue todo. Cuando me jubilé de mi trabajo en el Museo de las Américas, regresé a mi país y elegí la isla de Margarita en 1995, donde muy pronto dejaré de existir. No lo hice por ser nacionalista ni patriota. Estoy muy lejos de creer que el hombre debe “tener raíces”. No me considero un vegetal para tenerlas.

—¿Cuáles son los criterios para juzgar la calidad de un cuadro?

—Antes había reglas, de composición, de dibujo, de armonía en el colorido. Ahora ya no hay reglas, como sí existe en literatura. Hay reglas de ortografía, de sintaxis, de puntuación, etc. También en música hay parámetros. Ahí no se puede piratear. Por eso la pintura se ha vuelto la “golilla” (en Venezuela consiste en la actitud de una persona que busca un beneficio propio aprovechándose de los demás), donde todo el mundo quiere pintar, sin necesidad de un mínimo de estudios. No les pasa por la cabeza que para pintar hay que aprender a pintar. Hoy muchos pintores son totalmente autodidactas; con cuatro brochazos pintan un cuadro o hacen una instalación y son aclamados por algunos “críticos”.

Yo no critico a los jóvenes pintores por ser jóvenes sino por la falta de rigor y de criterio para embarcarse en una profesión de por sí muy difícil. No a todos, por supuesto; hay jóvenes con bastante talento y seriedad. Pero la gran mayoría se va a lo fácil. Al arte digital, porque es la máquina la que les hace el trabajo, o a las instalaciones o al arte “conceptual” por la facilidad de agarrar cuatro cosas, piedras o palos, lo que sea, y ponerlos en un rincón de un museo o una galería. Tratan sobre todo de llamar la atención a como dé lugar.

—¿Siente que la isla de Margarita se ha convertido en su puerto definitivo?

—Sí. He viajado mucho, conozco casi toda Europa y sobre todo América, desde Canadá hasta Argentina. Antes era un placer viajar, hoy en día es una tortura. Con lo del terrorismo y las pandemias, cada aeropuerto es una calamidad, te registran hasta los zapatos. Viajas en un estado de eterna zozobra. Creo que con lo viajado me es suficiente. Estamos viviendo en un mundo completamente absurdo, es un mundo de locura: lo que está pasando actualmente con los terroristas y los fundamentalistas, ¿por qué la gente que cree en una religión tiene que acabar con los que creen en otra religión?  ¿Cuál es la diferencia entre un sunita y un shihita?  Es completamente loco lo que estamos viviendo.

—¿Tienes algún sueño o proyecto por realizar?

—Ya no hay cabida para más sueños o proyectos, que no sean cada día vivir, actuar y hacer lo que yo pueda lo mejor posible.

—¿Qué le enseñaría a los jóvenes artistas?

—A los artistas jóvenes los respeto y aprecio acordándome de que alguna vez fui joven. Fui profesor algún tiempo en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, lamentando la pérdida de esa maravillosa escuela en sus tiempos de esplendor, donde aprendí el ABC del oficio de pintor. Creo que nuestra generación fue la última en salir de ella; creo también que, a mi edad de 94 años, soy el decano de esa generación, peligroso título, que no desearía tenerlo.

Los consejos que les daría a los jóvenes son que, si no hay una escuela como aquella, se busquen a un pintor con conocimientos, que los guíe. La mejor manera sería entrando en su taller como asistente, como se hacía en los tiempos del Renacimiento. Recuerden que Leonardo aprendió a pintar en el taller de El Verrocchio. Manejar el oficio es esencial: es aprender a hablar para poder expresarse; si no se sabe hablar es mejor quedarse mudo. Luego, cuando ya se decida a elegir esa carrera, que tenga el rigor y la perseverancia para llevarla a su fin. Es un trecho muy largo y con decepciones, pero también, a veces, con algunas gratificaciones. Que estén conscientes de que los primeros 90 años ¡son los más difíciles!

¿Cuál ha sido su mayor aporte a la pintura contemporánea?

—Esa es una pregunta difícil de contestar; sería una pretensión de mi parte responderla. En realidad, no creo haber aportado nada en especial, sería mejor que esta cuestión la contestara un crítico analista, con conocimientos de arte e historia. Podría, para complacerte, decir lo que he tratado de hacer para diferenciarme de los demás artistas nacionales, sobre todo del paisajismo, que es el tema de mi preferencia. Generalizando, trato de crear un paisajismo diferente al implantado por la llamada “Escuela de Caracas”, donde se impone la realidad aparente y documental; es descriptivo y figurativo. He tratado de liberarlo de esas características. Trato de hacer un paisaje con elementos abstractos, una enseñanza de mi período en esa tendencia. Son paisajes subjetivos y no realistas, no se ven casitas, aves volando, seres humanos o animales, carreteras, ni nada bonito creado por el hombre. Considero que la naturaleza en su estado puro y primigenio es una abstracción. Es ahí donde se puede apreciar, en esa pureza, la verdadera belleza sin sofisticaciones. Si esas características las consideras un aporte ¡bienvenido sea!


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