MAX RÖMER PIERETTI, CORTESÍA DEL AUTOR

Por ANNIE VAN DER DYS

El libro que nos convoca no alcanza las doscientas páginas y, probablemente, si uniéramos sus textos uno tras otro, no ocuparía  más allá de la mitad de ellas. Es, pues, un libro ligero en empaque y también ligero en su contenido. Pero con la levedad que tiene la precisión poética de la palabra. Porque Un día de estos de Max Römer le debe más a la poesía que a la prosa. Hay en sus textos la sustancia del poeta, precisión y economía de lenguaje que logra conmovernos en cada uno de ellos. Hijo de un médico  alemán y de una pintora de origen corso (suya es la luminosa portada en la que Römer de seis o siete años escribe en el taller de su madre), nacido y criado en Caracas, debe a esa conjunción de  firmeza del médico y ligereza de la madre pintora  ser un hombre alto, fuerte, pero a la vez frágil, que camina con un elegante bastón y que ejerce la doble función de docente e investigador en la Universidad Camilo José Cela.

Nos encontramos un viernes en la tarde a la hora de un café y antes de comenzar a conversar asoma la posibilidad de tomar un postre o un helado de la carta. Le comento que en varios de los textos del libro se habla del dulce como una clave familiar que convoca  el consuelo o el afecto.

—El afecto, más que el consuelo. Y el helado es el postre de la familia. Mi papá, los domingos, solía  reunirnos a todos para tomar un postre. Y él, una cosa que no podía perderse era un heladito. Dicho así: he-la-di-to. Con todas sus sílabas separadas. Y a mí me encantan. También todos los sábados yo comía helados con mi abuela. Para mí son vitales: el  helado, el tiempo y el café.

La lectura de Un día de estos nos descubre la intimidad  de un hombre de gran sensibilidad en un momento en que pierde parte de esa sensibilidad.

Me he quedado ciego del tacto. Es una sensación  sorda, sin olor, un color intermitente, indefinido entre magenta y verdes, púrpuras y grises que se tornan oliváceos. Un hormigueo constante bajo la piel. Agujas clavadas con fuertes venenos adormecedores. Los colores de las formas se dibujan en los ojos, y los dedos no son capaces de asirlo… Los diapasones dicen su vibrar y no lo siento en esta ceguera del tacto se lee en el texto Dejar de Sentir.

La enfermedad, la muerte, la pérdida de la infancia, la nostalgia son sentimientos que aparecen una y otra vez en los textos.

—Hay uno de los textos, “Desde el rincón”, que es el lugar donde leía, era un lugar secreto, oculto, estaba en el comedor, pero en un ladito, donde nadie me veía. Y allí yo leía todo lo que se me antojaba. Mi mamá era una gran lectora y estaba suscrita al Círculo de Lectores, entonces llegaban libros y libros y libros todo el tiempo. Primero se los leía mi mamá y después yo. Era un espacio de lectura, de imaginación para mí solo. Y sí, hay una nostalgia a eso, a ese tiempo de independencia y de búsqueda de la soledad. Yo soy el mayor de cuatro hermanos con un padre muy riguroso que me regañaba a mí en representación de los demás. Ese espacio significaba aquí me quedo yo resguardado y seguro. A veces extraño ese espacio de resguardo y seguridad. Que lo tengo en mi esposa, en mi hija, evidentemente,  pero se añora ese resguardo infantil en ese rincón.

Soy huérfano de un abrazo sincero, sin condiciones, sin que sea subrayado por la bofetada tirana solo por ser niño . En la tiniebla de nuestras vidas, mi norte está muy claro, el faro definió la forma, mostró el contenido lejos del severo rigor de tu mirada. Te lamentas en esas sombras, consumido por los errores. Buscas el abrazo que siempre me negaste. —Se lee en “Tinieblas”.

—Ese es mi padre: la rigurosidad de su trato. Ya al final de su vida se dio cuenta de que se había equivocado. Y ese texto está precisamente dedicado a eso. A la rigurosidad que yo siempre sentí y a ese abrazo que él después demandaba. Afortunadamente lo logramos. Es un tránsito que ocurrió cuando él tenía ochenta años. En el último viaje que hizo a Madrid todas las nieblas se disiparon. Y cuando se marchó escribí un texto que está allí y que habla de esa despedida “ojalá que te vuelva a ver”.

Perec dice que la materia que sustenta la escritura es la observación apasionada.

—Yo soy muy observador. Observador de lo cotidiano. De las cosas de todos los días. De cómo se hacen los rituales. De cómo se producen estos rituales. Observo con mucho cariño y con mucho detalle, me gusta precisar las cosas. Todos estos hechos de mi vida están minuciosamente registrados bajo la observación.

Las manos no me obedecen. Uso un sistema electrónico de dictado que no me entiende. Una manera absurda de llevar la pluma a la boca, y de la boca al papel. Escribir es una respiración, un latir frente al teclado que no lo recoge la máquina, que no lo emula ni puede hacerlo igual —se lee en “Esto de dejar de sentir”.

—Estuve un tiempo dictándole a Siri. Un desastre. Hay una voz que me dicta. Un Max que dicta, un Max que toma apuntes mentales y hay un Max que escribe. El que escribe es el que ya ha resumido todo eso. Y es un resumen que a lo mejor puede tardarse cinco minutos o quince años. No importa. Porque ya está el apunte mental. Yo no escribo en la mañana, ni en la noche, ni en la tarde: estoy siempre escribiendo.

Hábleme sobre la relación de los textos y la enfermedad

—Yo tengo una caja donde guardo todos los textos que escribo. Y sentí que todo eso se iba a perder. Que esa caja se iba a convertir en la caja fastidiosa que Max dejó por ahí. O lo endiosan o lo tiran. Y la verdad es que creí mejor que se convirtiera en libro. Y hablé con la gente de Kalathos. Con Linda D’ambrosio que hizo de puente con miles de cosas. Porque ella es la hada madrina de ese libro. No quería que esos textos se quedaran por ahí. Yo no sé cuánto tiempo voy a estar yo en mis cabales físicos, lo que no quiere decir que mentales. Tengo una enfermedad neurodegenerativa. Así que me dije que era  el momento de hacer todas las cosas que estaban pendientes. Toda esa caja hay que sacarla.

Ese lamento no cesa. Sale de las propias entrañas, de la propia tristeza, de la desvergüenza, de esa sensación de lejanía, de poquedad.  Se lee en “La Soledad de las Campanas”.

—Ahí está Antonio el de la habitación D06, que originalmente ese era el número de mi habitación. Yo no quería que todo eso que sucedía, que me sucedió, se quedara perdido. Porque los propios médicos no tienen la paciencia ni la tranquilidad para escucharlo a uno. Pensé que hasta podía ayudar a los médicos a comprendernos mejor. Y les sirvió. Porque mis médicos, a los que les regalé el libro, agradecieron porque podían ver la enfermedad del lado del paciente.

—¿Por qué textos cortos? ¿Por qué no cuentos? ¿O una novela?

—Porque a mí me gusta la fotografía. Yo fui fotógrafo durante mucho tiempo. Y resulta que la fotografia no da más que para un relato corto. Es una instantánea. Suficiente para que el lector se quede conmovido por el texto o no. Porque yo lo que busco es conmover. Me pasa que si cuando yo termino un texto tengo los ojos aguados está bien escrito.

Le comento que en muchos de sus textos está presente el llanto y muchas veces el llanto compartido con otros. Eso es una gran fortuna, tener con quien compartir el llanto le digo.

—Yo soy un hombre muy afortunado. El hecho de poder estar hablando hoy contigo es una gran fortuna. La vida me ha regalado una segunda oportunidad. Eso es una gran fortuna. Tengo a mi esposa y a mi hija, a la que veo todos los días y  me conmueven con su amor. ¿Tú sabes la fortuna que es eso?

—-¿Y cómo fue la mudanza a Madrid?

—Bueno al principio pasé un tiempo muy mal. Muy duro. Pero he conseguido tener una vida muy parecida a la que tenía en Venezuela. Sigo siendo profesor. Sigo siendo una persona que hace su vida en la universidad. Y eso para mí es un valor y una ganancia estupenda. Yo quise ser profesor cuando tenía 15 años. Mi familia ha estado relacionada con la docencia toda la vida. Mi abuelo tenía un colegio en Munich. Mi mamá daba clases de pintura, un tío que ha sido profesor en la Simón Bolívar, mi papá era profesor de postgrado de medicina. Tuve un profesor de biología  a los 15 años, un gran profesor, que fue mi orientador. Le dije que quería ser maestro. Que quería estudiar magisterio. Él se opuso, me dijo que no. Y bueno terminé estudiando humanidades pese a la gran molestia de mi padre, que era médico. Empecé a estudiar derecho. Después me cambié a comunicación. Y entonces hice una apuesta: dije que yo iba a dirigir la Escuela de Comunicación de la Católica,  estando yo en el primer año de carrera. Y gané la apuesta, por supuesto.

—¿Entonces eres una persona ambiciosa?

—Bueno, de ambiciones medidas. Mi ambición ha sido siempre estar al servicio de los demás. Esa ha sido siempre mi ambición. Y aunque ese profesor a los quince años dijo que no fuera profesor yo seguí deseando serlo. Y un día otro profesor,  Levy Benshimol, me dijo que porque no daba clases en la Universidad de la Tercera Edad, que ya no existe, y entonces empecé a darle clases a gente muchísimo mayor que yo. Y entonces descubrí a los 26 años que ser profesor era lo que yo más disfrutaba. Lo mejor que me ha pasado en mi vida es haber sido profesor. Y sigo siéndolo.

—Y respecto a la escritura ¿cuáles son tus proyectos?

Seguir escribiendo. Tengo el proyecto “El Francés”. Eso sigue. Y ahí estoy: coleccionando cosas. Como te dije soy un escritor que escribe todo el tiempo.

Y antes de marcharnos pedimos un postre.

Textos de Max Römer Pieretti

La bicicleta de dos sillines

Sueño que mi hermano me abre la puerta de un espacio lleno de moho y humedad. Dentro, recuerdos de mi madre: sus pinturas, telas, hilos y bordados. Arrumbados, olvidados y arruinados. Mis ojos se nublan y tomo entre mis manos un lienzo con el bastidor flojo. La tela tiembla y los colores mezclados del boceto no me dejan ver nada.

Sobre los colores, y en tinta, se dibuja el rostro de mi madre, quien me habla haciendo dibujos, como lo hacía siempre: aquí estás tú sobre esta bicicleta de dos plazas, y detrás, tu mujer que te acompaña.

Tiniebla 

En el recuerdo más remoto, en cada mirada contra el rincón de la infancia, ese en el que la telaraña se observa en el repaso de sus círculos concéntricos rodeados de las sombras verdes de tu estudio, me contempla una mirada santa colgada en la pared.

Los años han pasado y las agresiones siguen, las tinieblas más espesas definen en lugar de cariño, lejanía.

Soy huérfano de un abrazo sincero, sin condiciones, sin que sea subrayado por la bofetada tirana solo por ser niño.

En la tiniebla de nuestras vidas, mi norte está muy claro, el faro definió la forma, mostró el contenido lejos del severo rigor de tu mirada. Te lamentas en esas sombras, consumido por los errores. Buscas el abrazo que siempre negaste.

La Corbata

Paseábamos los dos, como lo hacíamos de niños, recorrido de vitrinas de todo lo que se nos atravesaba, eso sí, con la sabiduría de la adultez, de una búsqueda de algo definidor, un acento para ese día que vendría, ese hueco que enfrentaríamos.

Giramos en una esquina, sin hablarnos, cogimos dos corbatas negras, las que usamos ese día de la orfandad.

Un día de estos

Los días se nos van en cansancios. Los días se nos hacen noches que dormimos en las almohadas blanquísimas de los olores de nosotros, de espaldas tibias. Los días siguen siendo noches cuando la prisa del agua corre enjabonada por el sumidero.

Uno de estos días seguirá siendo noche aun cuando los motores de los coches se enrumben hacia el quehacer.

Uno de estos días la prisa y el cansancio que han hecho obviar el café, destaparemos el frasco de un despertar más suave.


*Pertenecen al libro Un día de estos (Kálathos ediciones, España, 2022).


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