Karl Krispin / @MBOULTONPHOTO

Por NELSON RIVERA

En la crisis matrimonial que su novela narra, María Silvia y Esteban se reprochan sus modos de pensar. La esfera personal y los asuntos públicos resultan indisociables. ¿Ve a comprar cigarrillos y desaparece es menos una historia de amor y más una novela de fuerte carga política y social?

—Me gusta pensar que la novela plantea un escenario lúdico y el juego de destinos en un trío deconstruible: un hombre atrapado entre dos mujeres, dos mujeres atrapadas en un hombre, una mujer entre un hombre y una mujer, con sus posibles combinaciones que sólo el lector sea capaz de escoger y fijar alternativamente. Ante esa urdimbre personal subyace como telón de fondo una Historia en mayúsculas que inevitablemente no permanece ajena a este escenario y va cobrando lo que de importancia impone en la vida de estos personajes. Parafraseando el conmovedor verso de John Donne: “Nadie duerme en el trayecto que conduce de la cárcel al patíbulo”, nadie permanece indiferente cuando a la Historia se le ocurren sus perfidias y sus miserias. En este sentido, la Historia metabolizada en lo político y en lo social se vuelve implacable y logra que no podamos escapar a ella. No podemos escabullirnos aunque conscientemente nos lo propongamos. De allí, la dialéctica inevitable. Esta misma Historia contempla su azar y el modo en que los personajes sucumben ante él. De modo que la trama está teñida de todos estos elementos que contemplan lo personal como un subproducto de la Historia. Cortázar señalaba que las novelas podían pasar de un nivel estético (la literatura por la literatura), a uno metafísico (la búsqueda del destino del hombre) y de allí a uno histórico (la novela como expresión de la corporeidad del arte en la historia: traduzco a Cortázar). No creo del todo en esto siendo que me gusta aparcarme en la estética pero últimamente creo que esa estética parece indisociable y tributaria de la Historia.

Además de su pulcro lenguaje, la novela está atravesada por una especie de maximalismo verbal. Sus personajes parecen encarnaciones de la polaridad, de la crispación de los tiempos.  

—La crispación forma parte del tiempo en que vivimos. De allí que la vida parece estar en un gerundio permanente donde hay una maximización de las expectativas. El discurso va contándose con el sentido de pensar como señala el epígrafe escogido de La caída de Albert Camus (“Todos somos casos excepcionales. Todos queremos reclamar algo”) de que hay un derecho permanente que se reclama en una clave altisonante. Pero los personajes no se explayan simplemente en reclamos sino que van a encontrarse con lo que les depara ese reclamo.

Uno de sus protagonistas formula mordaces y hasta despectivas opiniones sobre Venezuela y sus realidades. ¿Comparte el malestar de María Silvia hacia el país? 

—Debo comenzar con aquella ingeniosa frase que solía invocar Francisco Herrera Luque: “El autor no se hace responsable de las opiniones emitidas por sus personajes”. Más allá de la recomendable distancia entre el autor, el narrador (que interviene más allá de lo pensado en esta novela) y sus personajes, vivimos en un país que ha instaurado como costumbre la mala noticia y que logra magnificar su propio hundimiento. Ocupamos con alguna comodidad un lugar prominente en todos los sótanos de los indicadores mundiales. De la modernidad nos enviaron a la premodernidad y prometen regresarnos a la edad de piedra. Somos unos auténticos expertos en amanecer cada día peor. Muchos se preguntan cuál es el secreto del país para alcanzar cotidianamente una línea de flotación. Pero, por encima de esa destrucción que nos corroe y nos arrebata la identidad del país que llevamos inscrito, hemos resistido y seguiremos resistiendo. Somos muchos, la mayoría (sin dividir entre los que estamos adentro o afuera. Venezolanos somos todos) que ha optado por permanecer. Comprendo a los personajes como María Silvia: a la vez que la entiendo y me conmueve su ira, me encanta pensar que jamás optaré por otro país que no sea el mío y en ese sentido establezco una distancia con ella. Cuento algo íntimo: hace unos años estuve en trámites para obtener la nacionalidad alemana en virtud de que mi abuelo había decidido ser venezolano renunciando a su nacionalidad de origen. Uno de los requisitos que me exigieron fue renunciar a la nacionalidad venezolana. Les dije que entonces nunca tendría ese pasaporte porque jamás podría darle la espalda a mi país.

Por otra parte, Esteban arremete contra el buenismo, la falsa estilización del lenguaje, la deconstrucción, la cursilería, la relativización y hacia muchas otras cosas. 

—Vivimos un mundo que pretende uniformar el lenguaje para mediocrizarnos y condenar que alguien pueda destacarse. Lo peor a lo que nos enfrentamos son los experimentos de ingeniería social que aspiran a la homogeneidad. El buenismo es una de las grandes y perversas hipocresías de la historia reciente de la civilización que conduce inevitablemente a la decadencia. Me irrita la posibilidad de un mundo uniforme, enmarcado en lo que el escritor español Jaime Verdú llamó el planeta americano. La mundialización en la que creo debe ser con respeto a las particularidades dentro de un idioma global de integración sin imposición. Necesitamos de algunas convicciones para sortear esta sociedad en la que la relativización es elíptica y no termina nunca. El problema con la ilusión de la igualdad es su pretensión de validez universal a la par de relativizar todo. Los promotores del planeta americano, herederos de los hippies de Berkeley, le dictan pautas al mundo de lo que se puede hacer: desde la prohibición de fumar, no usar perfumes, enemistarse con el gluten, la sal y la carne, pensar que toda discrepancia infantil es bullying o confundir machismo con masculino,  mientras celebran el cannabis “recreativo” o que las decenas de géneros sexuales, binarios o no, generen per se privilegios políticos.  Ese proceso es totalizador: desde forzar a la felicidad hasta abolir la competencia, condenar el individualismo o proscribir que haya ganadores. Sin competencia se acabó el progreso, pero es que además también se cuestiona el progreso.  Para eso regresemos a la comodidad de la caverna. No quiero sumarme a la cultura de lo light. Me resisto a la desgracia de un mundo igual e incoloro que constriñe la libertad por la obligación de un manual. Creo que la desigualdad puede ser estimulante en la lucha para superar un entorno. De hecho, en Venezuela la consciencia de la desigualdad política nos persuade a no sucumbir ante la hegemonía que se ha querido imponer. Como liberal  (prefiero el viejo término al de libertario) defiendo la libertad sin tregua y en esto hago causa común por lo menos con Esteban Caledonia Garcés.

En algún momento del capítulo seis, se compara a Venezuela con una sala psiquiátrica. ¿Puede decirse que, en alguna medida, nuestro país está fuera de sus cabales?

—Nuestro país ha estado fuera de sus cabales desde que Simón Bolívar pensó que podíamos ser un quemaíto entre Roma, los Estados Unidos e Inglaterra, cuando se le ocurrió lo de la Ley Boliviana que terminó siendo el detonante por el que Venezuela se separó de Colombia. Bolívar invisibilizó a España y repartió no los bienes de la nación, sino los legítimos bienes de quienes lo adversaban entre los militares venezolanos. Allí comenzó nuestra desgracia y la insostenibilidad de ese derecho humano que es la propiedad en su sentido lockeano. Inventar una república es sucumbir igualmente a su azar. De allí en adelante cada caudillo fantaseó su propia constitución, su propia Cosiata y un país amueblado a su gusto, hasta llegar a nuestros días en que vivimos la eclosión de un populismo-socialismo-autoritarismo que ha minado las bases psíquicas de los habitantes de la nación. Y para más, cada uno de los 30 millones de venezolanos, dentro y fuera de las redes, vive su polarización y está dispuesto a dictar cátedra sobre el país que prefiere. Se trata de una extraordinaria y magnífica sala psiquiátrica donde fingimos cordura pero estamos de atar.  Y en esto consiste la maravilla que significa vivir en Venezuela, a pesar de la exactitud del sótano de los indicadores mundiales a los que nos han condenado el populismo y el socialismo. Pero nadie acepta el récipe de nadie porque somos pacientes y médicos tratantes a la vez. La forma en que conciliamos lo racional con lo irracional hace de este país un lugar fascinante pero con cimientos cada vez menos estables.

De su novela emerge un diagnóstico del estado de cosas en el mundo. Ese diagnóstico, aunque complejo, tiende a ser negativo. ¿Podría compartir su diagnóstico del estado de cosas en el mundo, en estos tiempos de incertidumbre coronavirus?

—No estoy tan seguro de que el diagnóstico del estado de cosas en el mundo en Ve a comprar cigarrillos y desaparece tienda necesariamente a ser negativo. Los personajes se manejan dentro de la disyuntiva permanecer-huir pero aún esto representa una lucha personal de afirmación que tiene por objeto no claudicar, no rendirse, sobreponerse. Nadie se plantea como fin la supervivencia que implique una conformidad. No, los personajes salen a conquistar algún destino personal como defensores de la libertad.

Respecto a la incertidumbre que vivimos en estos tiempos de coronavirus, pienso que es lo más terrible que hemos experimentado en la vida planetaria como la hemos conocido en nuestro tiempo y al mismo tiempo. Sin embargo esa incertidumbre nos ha puesto en relación con un sentido de autocrítica en su mejor acepción. Creíamos tener un mundo que andaba y seguía a pesar de sus tropiezos y ahora no sabemos ni siquiera cuándo regresaremos a ese eufemismo llamado la nueva normalidad. Lo que significa que nuestro diálogo con nosotros mismos ha atisbado que al menos no parecíamos tan seguros de lo que teníamos y cuando volvamos a donde sea, lo haremos con el aprendizaje de esa introspección. El mundo no será peor y mucho menos mejor, pero al menos nos detuvimos a sacar cuentas de nuestro destino.

A lo largo de la novela, son constantes las referencias a escritores y obras, de Homero a Paul Auster. En el capítulo once, se produce un apogeo: se listan los autores favoritos en prosa, en poesía, los compositores, los pintores y más. ¿Son las preferencias de Karl Krispin?

—Tengo preferencias que pueden o no coincidir, a lo mejor hay mayores coincidencias que discrepancias pero lo que traté de realizar en esta novela es que el conocimiento y la literatura puedan convertirse en una de las formas de la felicidad, en una seguridad, en un modo de ser para que podamos entendernos por los libros que visitemos y en los que nos domiciliemos. Que la literatura pueda ser motivo de dicha. Como en la novela, he tenido momentos que recuerdo con nostalgia por los libros que leí, por la vida que pude vivir gracias a ellos. Que no es descabellado pensar en la vida de un hombre por los libros que leyó. De allí el homenaje que plantea la novela a otras novelas como La montaña mágica. El ascenso a la literatura y al conocimiento aspira a la virtud y a la libertad como una emancipación personal.

Por último: en ese listado, aparece un autor por el que siento enorme interés, y que, hasta donde lo recuerdo, no se habla en Venezuela. Julio Camba.  

La primera vez que leí a ese autor entrañable que es Julio Camba fue con La casa de Lúculo, un texto tan impecable como lleno de humor que tiene frases como que “la cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas” o que “la asepsia para los ingleses es la forma civilizada del asco”. Fue autor y periodista en una época de pocos equilibrios posibles, ocurrente y brillante en una generación marcada por la terrible guerra civil en la que hubo gente a la que también admiro como César González Ruano o Manuel Cháves Nogales. He leído casi toda la obra de Camba y entristece pensar lo poco citado y leído que viene siendo. Y que finalmente continúe como “el solitario del hotel Palace”, como lo llamaron en sus últimos años de vida.


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