Por NELSON RIVERA

—Relata Ud. el proceso de conformación de un antihispanismo bolivariano como uno de los factores impulsores de la Emancipación. ¿Ha permanecido como tal hasta nuestro tiempo o ha cambiado a lo largo de dos siglos? ¿Está viva la Leyenda Negra entre nosotros?

—Fue un antihispanismo forzado. Negar el elemento hispánico en nuestro mestizaje es algo contra natura. Por eso, maldecir lo hispánico es, de alguna manera, maldecirnos a nosotros mismos. El antihispanismo no se encuentra en Miranda, quien solo admite luchar contra España por la independencia de América. La valoración de los tres siglos de presencia hispánica está en Bello, en vísperas de la Independencia. No diría que el antihispanismo ha permanecido como tal durante dos siglos. La afirmación de lo propio encontró base, ante la expansión anglosajona que nos despreciaba racial y culturalmente, precisamente por la herencia hispánica. Basta recordar el arielismo de Rodó o la Oda Roosevelt de Rubén Darío. Aunque es verdad que el liberalismo postindependentista, regido por aquellas que Toynbee llama élites herodianas, estuvo nutrido de un complejo de inferioridad y baja autoestima por venir ellas de la España Americana y ser lo hispánico elemento evidente y principal de nuestro mestizaje. La Leyenda Negra perduró en quienes tuvieron como lema desespañolizarnos es progresar. ¿Cuál fue el resultado? Nos desespañolizamos y no progresamos. Y la ruptura con lo que éramos y seguimos siendo (porque nadie puede cancelar, aunque la desconozca, su propia historia) generó una artificial sensación de orfandad y una desorientación histórica tremenda. Solo quienes por fatuidad humana y anemia intelectual confunden la deconstrucción (como destrucción) con la revolución han insistido e insisten en la disgregación y ruptura de los elementos polimórficos de nuestra entidad nacional. Rechazando en bloque lo que fue nuestra colonia, esos resultan la expresión de un neocolonialismo cultural que impone narrativas que concuerdan con la ideología e intereses de quienes las generan, pero que no tienen nada que ver con el desarrollo perfectivo de nuestros pueblos. Baralt, Vallenilla Lanz, González Guinán, Lisandro Alvarado, Parra Pérez, Parra León, Briceño Iragorry, Gil Fortoul, Picón Salas, Mijares, Uslar Pietri, Morón, Díaz Sánchez, Manuel Caballero, Tomás Polanco, Luis Castro Leiva, Ángel Bernardo Viso, para mencionar a voleo algunos de nuestros intelectuales ya fallecidos; o Carrera Damas, Pino Iturrieta, Inés Quintero, Naudy Suárez, Tomás Straka, Carole Leal, Germán Cardozo Galué, Ángel Lombardi, Rafael Arráiz, Aveledo Coll, por mencionar académicos del presente; me parece que en ninguno de ellos está presente el fanatismo negacionista de la Leyenda Negra. Son gente seria. Hoy repiten los clisés de la Leyenda Negra solamente los representantes de la barbarie. Basta conocer la obra de un gran hispanista inglés como Hugh Thomas para estar vacunados contra la pandemia cultural aventada todavía por quienes desearían que estuviéramos siempre avergonzados de nuestra propia historia e injuriando nuestro propio origen. Y a quien no lo hay leído le recomiendo el libro Imperiofobia y leyenda negra, de Elvira Roca Barea.

—Cita a Octavio Paz: “Idealizar a los vencidos no es menos falaz que exaltar a los vencedores”. ¿Se ha construido en nuestra cultura un culto a los vencidos?

—Lo dijo con ocasión del V Centenario del Descubrimiento. Y me parece tiene razón. En el sentido que él lo dijo y en el sentido de su pregunta, puede decirse que tanto vencedores como vencidos forman parte de nuestro mestizaje. El honrar a unos no puede llevar a negar a otros. Quienes han detentado ocasionalmente el poder, han intentado, en diversos momentos, fabricar un culto de los vencidos. Hoy se difunde un indigenismo falaz que no busca la integración de lo indígena en la comprensión de nuestro mestizaje, sino una supuesta afirmación de su identidad que supondría su no integración sino su permanente segregación. Carlos Rangel advirtió contra ese indigenismo de bambalinas, que, en realidad, es falsedad ideológica y justificación de disgregación cultural y humana como supuesto “progresismo” que no busca la integración de nuestros aborígenes, sino condena a nuestro indio a seguir siendo objeto de falsa estima por oligarquías culturales y racistas que nunca nos han valorado como pueblos mestizos. No se dice lo mismo frente a la negritud, porque la mayor parte de quienes impulsan ese falso indigenismo provienen de países que históricamente fueron negreros, impulsores del comercio esclavista. Nuestro mestizaje histórico busca integración; no mentalidad de ghetto.  Indigenismo como antagonismo disgregador es la antítesis de la criollidad. No se ha construido así nuestra cultura, sino nuestra contracultura. Allí está la fuente del hipócrita culto a los vencidos. Si se negaba la base real de nuestro mestizaje, había que fabricar artificialmente uno. Y esa artificialidad ha tenido siempre un tufillo ideológico. Es el antagonismo de quienes niegan la libertad y la democracia. Octavio Paz, en La tradición liberal, afirmó: “Sin libertad la democracia es despotismo, sin democracia la libertad es una quimera”. Quienes niegan la libertad se empeñan en un artificial culto de los vencidos, buscando que la aversión a otros distraiga la atención sobre sus aberraciones. ¿No le parece que tumbar la estatua de Colón, llamar al Ávila, Waraira Repano o a la Autopista Francisco Fajardo, Cacique Guacaipuro es una necia vía de escape? Eso, al igual que, por ejemplo, la pretensión de lapidación histórica de Páez, es reflejo de una incurable ignorancia enciclopédica. Ignorancia de lo que somos. Ignorancia de cómo hemos llegado a ser. Y, por supuesto, ignorancia crasa de qué debemos ser. Andrés Bello, que añoraba epistolarmente desde Chile el ambiente cultural de la Caracas previa a la revolución de independencia, estaría, sin duda, avergonzado de las aberraciones oficialmente impulsadas de este presente trágico. El falso indigenismo de Chávez y seguidores, más que culto a los vencidos, pone de relieve la bajeza ideológica y la nulidad cultural de sus promotores. Llevamos casi un cuarto de siglo padeciendo la anticultura del Lumpenmilitariat. Junto a la reconstrucción material, se impone hoy, sobre todo, la reconstrucción cultural y espiritual de la República.

—Providencialismo y militarismo. ¿Cómo se relacionan estas dos doctrinas o actitudes?

—Fue Augusto Mijares, en La interpretación pesimista de la Sociología Hispanoamericana, quien vio al caudillismo como “subproducto funesto de la lucha emancipadora, un accidente histórico dentro de nuestra verdadera realidad fundamental, que es aquella tradición de la sociedad civil”. Y hablando de la sociedad civil, Luis Castro dijo que era “la manija que da acceso a la idea misma de la Venezuela contemporánea”. Cuando los protagonistas de la vida pública tienen complejo de hombres providenciales estamos en presencia de un fenómeno muy negativo, que pretende sustituir la fortaleza institucional por la anomia caudillista. El providencialista siente que encarna un destino. Un destino que solo podrá hacerse realidad dirigido por él. Se siente el superhombre nietzscheano. El militar forma parte de un estamento necesario en toda sociedad que es por naturaleza, jerárquico, piramidal, obediente y no deliberante. La sociedad civil en su expresión política democrática exige el pluralismo, la mentalidad crítica, el debate, la formulación de alternativas, la participación activa. Formas de ser y de existir que no caben en la vida castrense. El mundo militar y el mundo civil son distintos; se requiere que tengan coexistencia armónica, porque el primero está al servicio del segundo. Las armas son para servir y proteger; no una patente de corso para mandar y abusar. Cuando desde el ámbito castrense surge la ambición de regir lo social con tintes providencialistas estamos en presencia de una paranoia que, como enseña la historia reciente, solo produce monstruos. La arbitrariedad es paranoica. Y no es exclusiva de los militares. Siempre en nuestra historia la paranoia de militares ha contado con la complicidad de civiles que buscaban o buscan la ocasión de sacar vientre de mal año, para decirlo con lenguaje cervantino. La historia de Venezuela está llena de dramas de ese tipo. No hemos aprendido de nuestros descaminos. Y no son solo cosas del ayer. Fue Marx quien dijo que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa. La historia de las últimas décadas es un buen ejemplo de ello.

—Háblenos de Francisco de Vitoria. ¿Cómo es posible que en Venezuela este hombre no ocupe un lugar destacado en la visión historiográfica del país y de América Latina?

—Francisco de Vitoria es la figura central de la llamada Escuela de Salamanca. A Vitoria correspondió la más alta afirmación ante los blancos de la dignidad del indio y también del negro; y la defensa de sus derechos inalienables como personas. Sostuvo, además, la visión de la comunidad política de todos los pueblos de la tierra. Es uno de los padres del Derecho Internacional. Vitoria y la Escuela de Salamanca no solo desarrollaron una teoría de los derechos humanos basada en el derecho natural, sino que adelantaron (cosa sin precedente en su tiempo) tesis abolicionistas y de reintegro como reparación a las personas de derechos vulnerados. Figuran, los integrantes de la Escuela de Salamanca, además, entre los padres de la economía moderna, teorizando sobre la moneda, la inflación, el interés legítimo, la usura. Para ellos, los indígenas del Nuevo Mundo, eran dueños de los territorios descubiertos. En ninguna potencia colonial, excepto en España, se encuentra una doctrina semejante. Domingo de Soto y Melchor Cano aplicaron ese “manifiesto de libertades” y la Junta de Valladolid prohibió, en 1556, las guerras de conquista. Si Vitoria y la Escuela de Salamanca no ha ocupado un lugar destacado en cierta visión historiográfica ello ha sido producto del desconocimiento. Me parece que, cada vez más, Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca están recibiendo el reconocimiento que merecen.

—Sostiene Ud. que la condición venezolana tiene su basamento en el mestizaje. En la Emancipación actuaron fuerzas que se propusieron desconocer esa condición. Y añade: “El antihispanismo bolivariano fue una de las causas de la inautenticidad de los inicios (…) El antihispanismo (…) tuvo como eje la figura descollante de Bolívar”. ¿Podría comentar la cuestión crucial de lo inauténtico y el vínculo de Bolívar con esto?

—La criollidad es mestiza. Cuando España se embarca en la aventura del Mundo Nuevo ya era mestiza: Hispania, Sefarad, Al-Ándalus. Tuvo en su acción virtudes y defectos, heroísmos y crímenes. Como toda gran potencia. Fue la potencia hegemónica durante el siglo XVI. En Venezuela, la realidad del mestizaje fue evidente en la mayoría parda y, a menudo, también en la minoría mantuana, que presumía de limpieza de sangre. Francisco Fajardo era mestizo. También era mestizo Juan Germán Roscio, el gran jurista del 19 de abril y del 5 de julio. Pretender ignorar el mestizaje es no solo desconocer sino atacar nuestra historia. Eso hacen, en alarde de ignorancia, quienes pretenden reinventar la historia y difundir una narrativa cargada de un indigenismo tan artificial como falso. En esa porción de la España Americana que fue la Capitanía tardía creada por Carlos III se dio una tensión social y política entre una élite vasco-castellana y una mayoría de origen canario. Es verdad que los vascos (Compañía Guipuzcoana) fueron claves en la urdimbre institucional que facilitaría luego la madurez republicana. Pero la concentración de privilegios hizo que la mayoría de origen canario (los llamados por los mantuanos blancos de orilla) protagonizara, con Juan Francisco de León, uno de los más importantes movimientos de la pre-independencia. La sociedad colonial fue profundamente estamental. La Revolución de Independencia fue concebida por la intelligentsia e impulsada por los mantuanos. Bolívar nunca ocultó que era mantuano. La Independencia, al comienzo, provocó (por prevención o rechazo al mantuanismo) un lealismo generalizado de la mayoría parda. A Fernando VII no lo conocían, pero a los mantuanos, sí.  Bolívar proclamó un antihispanismo procurando convertir lo que inicialmente era una guerra civil en una guerra internacional. Por eso su antihispanismo inicial fue poco auténtico. Quería fabricar una conciencia nacional que no existía. Luego fue inauténtico porque tuvo como objetivo procurar la no oposición y la colaboración inglesa para la causa republicana. Este va a ser el elemento permanente del antihispanismo bolivariano. Se logró con Morillo la regularización de la guerra no porque hubiera tenido éxito la negación de lo que era y del elemento básico de nuestro mestizaje (Decreto de Guerra a Muerte), sino por la política del Trienio Liberal de la Península respecto a la América española. Desde 1815 (Jamaica) el Libertador procura atraer la benevolencia inglesa a la causa independentista no solo con el antihispanismo, sino esforzándose en mostrarse como radical adversario de la lucha de razas. Boves se había apoyado en ella con éxito frente a los mantuanos. Páez atrae a los llaneros hacia la causa republicana. Bolívar teme a la pardocracia; pero, a la vez, quiere garantizar a los ingleses que la causa independentista no arrojará sobre las posiciones inglesas fenómenos raciales como los de Haití. La inautenticidad del antihispanismo bolivariano radica en el hecho de ser Bolívar la cimera expresión criolla del homo hispanicus.

—Bolívar. ¿Homo hispanicus? ¿Qué papel es atribuible a Bolívar en el fenómeno del personalismo caudillista en Venezuela? ¿Es posible establecer un vínculo entre el caudillismo y el modelo monárquico? ¿La Emancipación constituye el punto de partida del caudillismo en Venezuela?

—Por el mestizaje, todos tenemos algo de homo hispanicus. Unos más y otros menos. Bolívar, mucho. ¿Qué distingue al homo hispanicus? Gran sensibilidad y apasionamiento hasta la violencia. Individualismo fuerte y compromiso radical. A veces, un individualismo casi anárquico. Para él, solo merecen vivirse las causas que ameritan hasta el morir por ellas. Según el hipotético himno de los Tercios, “solo es libre el hombre que no tiene miedo”. La valentía hispánica puede llegar hasta la temeridad. Y su terquedad (tozudez, decía siempre Américo Martín, quien tenía lo hispánico muy cerca) es proverbial. Mezcla de Quijote y Sancho Panza. Del santo y el rufián. Mezcla de lo glorioso y lo ridículo, de lo ideal y lo rupestre, de la finura y la tosquedad, de la mística y la torpeza sensorial.  El homo hispánicus es una mezcla del hidalgo y del gañán. Es Tarik y Pelayo. El Mio Cid y el Empecinado. Juan de Austria y el Tirano Aguirre. San Juan de la Cruz y Picasso. Para hacerse una idea del homo hispanicus basta leer a Cervantes. O a los autores del Siglo de Oro. En el Alcalde de Zalamea: “Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar/ pero la honra es patrimonio del alma / y el alma solo es de Dios”. El Libertador no fue un dios. Fue una persona profundamente humana, con todas esas contradicciones, como podemos tenerlas cualquiera de nosotros. Fue, sin duda, un hombre excepcional y descollante en el proceso independentista. Pero tuvo grandezas y bajezas. Aciertos y desaciertos. Mesuras y desmesuras. Y en todo ello, en su conjunto, reflejó un modo de ser profundamente hispánico. Me parece que es más expresión del homo hispanicus que de nuestro mestizaje. Buscaba la gloria y confundió su gloria personal con la de la Patria. El fin no justifica los medios. No podemos prescindir de lo que somos, ni siquiera en lo genético. Y por eso el antihispanismo bolivariano resulta artificial, paradójico, instrumental, maquiavélico, contradictorio. En la Península Ibérica, se asentaron los vándalos (los más bárbaros entre los bárbaros); y de eso le quedó al hispano (y a quienes tenemos lo hispánico como parte principal de nuestro mestizaje) la tendencia al vandalismo y al anarquismo, junto a una sed insaciable de orden justo. Siempre me llamó la atención que el único sitio donde el anarquismo tuvo más arraigo y extensión que el marxismo, fue en España. La FAI era más fuerte que el PCE. Aquí los anarquistas fueron los jóvenes mantuanos jacobinos amigos de Bolívar, como Coto Paul. Al Libertador lo cura del jacobinismo el horror de la guerra racial impulsada por Boves. El orden colonial, más que por obra de los independentistas, lo destruyeron las hordas de Boves al grito de ¡Viva Fernando VII! La violencia de nuestra independencia no tuvo parangón en ninguna otra parte de la América española. Esa lucha fratricida costó un tercio de nuestra población. Esa carga hereditaria de violencia irracional volverá a aparecer, con acentos de guerra social y racial, en la Guerra Federal. Bolívar sustituyó el mantuanismo por el pretorianismo. Me parece que esa sustitución está clara desde Angostura en adelante. El caudillismo bolivariano fue personalista. Un personalismo bonapartista. ¿Es el homo hispanicus caudillista? Me parece que sí es proclive al personalismo y al caudillismo. Por eso pienso que Bolívar es uno de sus claros exponentes. En la gestación de la Patria Criolla, Bolívar la marcó con dos notas nada buenas: el absolutismo presidencialista y un pretorianismo anudado con un centralismo asfixiante. Los caudillos armados fueron el poder y la norma en los territorios que dominaban. Así se sintieron reyezuelos. Surgió el fenómeno del fernandoseptimismo. Cada caudillo se sentía en su territorio con tanto poder como el Rey Felón. Consideraron que su voluntad era omnipotente porque tenían el poder y lo ejercían con violencia, El Libertador-Presidente buscó siempre un poder sin cortapisas. Toda limitación de su mando no fue nunca vista por él con buenos ojos. Por eso fue siempre partidario del centralismo y de la magnificación del poder ejecutivo (que más allá de sus palabras nunca pensó seriamente en dejar mientras pudiera y viviera). Sí: pienso que abandonado el cauce civil e ilustrado de nuestra intelligentsia (plasmado en la Declaración de Independencia y en la Constitución de 1811), como señaló Mijares, el caudillismo pretoriano resultó un subproducto de la Emancipación. Ha sido el fenómeno más dañino para nuestra vida republicana. Ha cercenado la posibilidad de una madurez política institucional coherente. El caudillismo no ha sido el soporte del Estado, sino de su deformada debilidad. Pretendiendo moldear un Estado a su imagen y semejanza, el caudillismo no generó un Estado sino un estatismo patológico. El Estado fue visto como aparato burocrático dispensador de favores; dependiente, en su entidad y modalidad, de la voluntad, capricho, avaricia o ambición del hegemón de turno. Por eso un ilustrado personaje llegó a sintetizar la ciencia del gobierno en Venezuela como aquella que consistía en abrir dos puertas: la del tesoro para los amigos y la de la cárcel para los enemigos. Y Juan Vicente Gómez, en carta a Castro, en los albores del siglo XX, exclamaba: “Hoy que el triunfo completo es nuestro y que la República entera nos pertenece”, patentizando la degradada pero extendida concepción de la patria como botín del vencedor.

—¿Puede afirmarse que la guerra de Emancipación tuvo la configuración de una guerra civil? Si es así, ¿qué explica los maximalismos o el Decreto de Guerra a Muerte?

—Vallenilla Lanz, con ocasión del centenario de la Independencia, formuló ante la Academia la tesis de la Independencia como Guerra Civil. Sus Crónicas de Sinceridad y Exactitud rompieron con la inercia romántica de la historia oficial. Frente a Vallenilla suele recordarse, como aspecto negativo, su vinculación con el gomecismo y Cesarismo democrático. Se señala que justificó el gendarme necesario. Hay que releer a Vallenilla. También en Cesarismo Democrático hay señalamientos de gran profundidad y análisis. Su postura política es otra cosa. Procurando entenderlo, que no es justificarlo, pienso que vio en Gómez un caudillo que era el fin del caudillismo. Me imagino que pensó que el gomecismo era la escayola que necesitaban las extremidades rotas de nuestra vida republicana. No seré yo quien justifique ni su adhesión al gomecismo ni la tesis del gendarme necesario. Pero sí considero que su obra como historiador es de un gran valor y ayuda a la necesaria revisión crítica de nuestra historia. Los extremismos que marcaron la dimensión bélica del proceso independentista encuentran su fuente en la necesidad de afirmar una conciencia nacional que entonces no existía o no era universal o mayoritariamente compartida. Para mí —ya lo dije— el Decreto de Guerra a Muerte está inspirado en la Guerra a Muerte al francés invasor decretado por la Junta de la España Peninsular. Aplicar ese criterio a la Emancipación me parece que fue un grave error y causa de injustificables hechos de violencia asesina. Además, se aplicó con criterios disímiles. Mi remoto pariente Francisco Iturbe, quien consiguió para Bolívar el salvoconducto que le permite salir rumbo a Cartagena caída la I República, nunca estuvo con la Independencia; siempre fue realista. Cuando le intentaron confiscar sus bienes, Bolívar se opuso y dejó constancia escrita que, si querían quitarle los bienes, él, el Libertador, ponía los suyos. Pero para otros, el decreto de Guerra a Muerte significó la pérdida de la vida, así no fueran beligerantes partidarios de la causa monárquica. Pienso en los degollados en las bóvedas de La Guaira. Aquella orgía de sangre por ambos bandos terminó cuando Morillo, atendiendo a la política americana del Trienio Liberal hispano (1820-1823), acordó la regularización de la guerra y el reconocimiento del estado de beligerancia. Me parece que la revisión crítica de nuestra historia del período de la Guerra de Independencia encuentra en la consideración del proceso histórico-político de la España Peninsular de esa época una rica y necesaria fuente de reflexión. Tomás Polanco, con el estudio de las fuentes hispánicas, impulsó una senda de rica investigación histórica que tenía un remoto precedente en Rafael María Baralt y uno más cercano en Caracciolo Parra Pérez. En esa línea me parece se mueven también Tomás Straka, Ángel Lombardi y muchos de los jóvenes historiadores.

—¿Quedó establecido en el mito de origen de nuestra república el personalismo pretoriano? ¿Seguimos pendientes de la tarea de revisar y debatir la mitografía bolivariana?

—La visión de Bolívar como mito de origen de nuestra conciencia nacional ha estado, lamentablemente, unida en nuestro accidentado proceso histórico republicano al personalismo pretoriano. Nuestra conciencia de nación no puede prescindir de los tres siglos de existencia formando parte del Imperio español. Nuestra entidad territorial, por ejemplo, no puede entenderse y defenderse prescindiendo de la creación tardía de la Capitanía General en 1777 con Carlos III. La presencia americana de los Austrias y Borbones hasta la Independencia forma parte no menor de lo que históricamente es Venezuela. Cuando Carrera Damas publicó El culto a Bolívar mostró con documentación abundante y dolorosa, la utilización del mito de Bolívar en función de la egolatría a menudo deshonesta de quienes han asaltado el poder y han considerado la República como finca o hacienda personal para su explotación y disfrute. Esa obra de fines de los 60 el sigo pasado marcó un antes y un después. Algunos vieron entonces ese libro con enojo. Lo que no fuera alabanza e incienso a Bolívar y el olimpo de los héroes, era recibido con recelo y malestar. Hoy me parece que puede verse, en retrospectiva, como el primer gran aporte liberador de una dudosa historia oficial que no había osado, como tendencia prevalente, mostrar con objetividad y realismo humano, la dimensión histórico política del Libertador y de los héroes de la Independencia. La revisión histórica está avanzada en México (pienso en los excelentes aportes que hiciera para México el profesor de Paris II François-Xavier Guerra; y las visiones de Octavio Paz y Enrique Krauze) y en la Argentina (la formidable obra sobre los caudillos de Félix Luna). En Venezuela me parece que es en la actualidad la tendencia más significativa. Hay países donde esa revisión está por iniciarse. La continuidad en la revisión crítica de Bolívar como mito de origen siempre está abierta a la libre investigación histórica. La revisión crítica es siempre necesaria para evitar que la falacia de la deconstrucción ideologizada llene de falsedades y basuras el imaginario colectivo. Sobre todo, cuando esa malsana siembra es desarrollada, como política de Estado, por los exponentes de la barbarie, que pretenden asegurar, con la ignorancia y la deformación, su poder presente y disminuir (cosa imposible) la censura de sus felonías en el mañana próximo. Más que buscar mitos tutelares hay que trabajar por la reconstrucción de la República. Para lograr ese objetivo, hoy el gran enemigo es el relativismo moral. Contra el vivir en la mentira (como en la actualidad) el único remedio es vivir en la verdad. ¿Y qué es vivir en la verdad? Es rechazar la apariencia, el escapismo, la fatuidad, el escepticismo y la desconfianza. ¿De dónde surge el flagelo extendido de la corrupción, sino de la alergia del bien debido y de la desordenada primacía de las malsanas apetencias personales y de grupo? ¿No son, acaso, la simulación y el fingimiento, impuestos como moldes del comportamiento social, junto con las falacias ideológicas, la fuente y a la vez la coraza protectora de todo tipo de insinceridad, de inautenticidad, de pérdida del sentido moral? ¿No ha generado y genera vivir dentro de la mentira una cadena sin fin de complicidades? Vivir dentro de la verdad es saber que hoy Venezuela está destrozada y que el patriotismo consiste en que cada quien, desde la honestidad de su labor aporte, en la medida de sus posibilidades, a la refundación nacional, porque la barbarie ha buscado, perversamente, la deconstrucción de la República. La Universidad renacida tendrá en esa tarea una función rectora. El hermoso himno de la tricentenaria Universidad de Caracas, la UCV, la Casa que vence la sombra, dice en su última estrofa: “Alma Mater, Abierto Cabildo / dónde el pueblo redime su voz/ nuestro pueblo de amable destino / como el tuyo, empinado hacia Dios”. Vencidas las sombras, el civilismo republicano encontrará, otra vez, en la Universidad, como en 1811, el faro de la luz patriótica para que Venezuela vuelva a ser la hermosa patria de todos —civil, federal y sin complejos— y no el estercolero de los odios, donde la ha rebajado, para su destrucción, la barbarie hecha poder. Lo dijo Péguy y lo repitió Mounier: La revolución será moral, o no será. Hay todo un programa de exigencia personal y de servicio al bien común en los versos limpios de Andrés Eloy Blanco: “Para el bueno, la idea tiene el ancho del mundo / y un pan es del tamaño del hambre del hambriento. / Como si fueras de cristal, / realízate por dentro, / como si un mundo de miradas te estuviera mirando, / como si el pueblo tuyo te tuviera de espejo / para que se peinaran sus hijos / la conciencia mirándote el corazón entero”. De la Universidad volverá a surgir la nueva promoción de la dignidad, que recogerá el legado de los jóvenes mártires. Y recuerdo aquella dedicatoria de Pío Gil: “A los nuevos e incontaminados, el saludo de quienes quizá no vivirán para verlos, pero que sí supieron presentirlos”.

—Por último, si me lo permite, quiero comentarle mi sensación: su libro emana amor y dolor por la patria venezolana. Como si ella fuera para Ud. una herida abierta. ¿Cómo siente a Venezuela desde su exilio?

—Vivir fuera de la patria es una situación que golpea. La incertidumbre del tiempo de la ausencia, la imprecisión sobre el momento del regreso, la carencia de la real expectativa de realizarlo, puede abatir el ánimo con el peso aplastante de lo inasible, de lo que escapa a la previsión y a la decisión personal. La permanencia del anhelo del retorno y la continuada visión del marchitarse de esa esperanza puede terminar por agostar la creencia de que resulta posible imaginar un futuro diferente. Intelectuales y políticos, poetas y luchadores, que han experimentado tal vivencia, han dejado constancia de esa tensión en la cual lo racional y lo afectivo, la comprensión y la emoción, van produciendo un desgaste que hace de la expatriación una circunstancia muy dura. La ausencia es el comején de la esperanza. El exilio resulta, visto así, como un forzoso y doloroso deshacer el nido. Si el propio hogar tiene una dimensión vitalista de nacimiento, crecimiento, decrecimiento y muerte, siguiendo una ley natural de vida, el exilio, en cambio, es visto como la anti natural y no deseada destrucción del gran hogar patrio. La dura realidad del exilio es la evaporación de la casa propia. Atrás quedan, físicamente, distanciados, los espacios, los amigos, el entramado de relaciones que dan fisonomía real, geográfica y humana, a la existencia. La otredad, la compleja y plural otredad, que resulta la expresión del tejido de la vida vivida, de pronto, abruptamente, queda como en suspenso y se presenta la necesaria e ineludible reelaboración de la existencia. Una reelaboración que resulta como una segunda edición de un libro no pensada por su autor. Pero no es retórica pura o simple pensamiento: es vida, vida reelaborada que presenta desafíos nuevos e ineludibles. Es una reelaboración de la existencia, nunca igual a la ya antes vivida, un doloroso rehacerse del cañamazo de la vida, una reconstrucción forzada (y a veces insatisfactoria) de la dimensión dialógica que todo ser humano requiere con sus semejantes, pero entonces resultado o factura de la necesidad, en un medio, en un conjunto humano, que resulta extraño cuando no ajeno, porque no es el propio, naturalmente hablando. Esa es la migración forzada que constituye el exilio, la que deposita en el ánimo del desterrado una insuperable y permanente conciencia de extrañeza. El sino de ser un extraño en una tierra y con una comunidad humana que originariamente no es la suya ni que es, por él, escogida con libertad y espíritu de inclusión. Y ello condiciona, a veces de manera no pequeña, tanto su racionalidad como su voluntariedad. Todo destierro, de alguna manera, supone un vivir de despojos. De los despojos del ayer, que quedó atrás. De los despojos del sueño del mañana, que no se sabe si logrará, en un futuro incierto, concreción real. La voz de los poetas conduce, más allá de las diferencias políticas, a la expresión del sentimiento de una manera que lleva a la identificación en el padecimiento de la pena, la realidad del exilio. Un hombre tan inestable como sensible, que podía ir de la violencia física a la reflexión profunda, un ser tan paradójico como Alfonso Vidal y Planas, anarco-sindicalista, militante de la CNT, llegando en 1939 expatriado a Estados Unidos, donde luego moriría, tocando el timbre de la puerta del exilio forzoso, en su paso por Ellis Island, decía con tono conmovedor: “Enterradme en España cuando muera / (¡por caridad, hermanos, en mi España!) / si herido de su amor, en tierra extraña / desangrado en suspiros, me muriera”. Quienes estamos fuera podemos decir, sin que ello nos avergüence, que hemos leído esos versos —como los de Juan Antonio Pérez Bonalde o los de Andrés Eloy Blanco o los de Francisco Pimentel (Job Pim)— con la vista brumosa de los ojos reblandecidos por el amor sublimado y distante a Venezuela. El exilio lleva a sentir como propio todo dolor de exilio. Durante décadas procuré ser firmemente solidario con el exilio cubano que llenó de bondad nuestra tierra. Así, aunque fuera escrito pensando en la bandera de la estrella solitaria, en el estandarte nacional de Cuba, pienso que no hay venezolano en las rutas del ostracismo que no haya podido recitar con la emoción de lo que atañe a uno mismo, aquellos versos del poema Mi Bandera, de Bonifacio Byrne: “Si desecha en menudos pedazos / llega a ser mi bandera algún día / ¡nuestros muertos, alzando sus brazos / la sabrán defender todavía!”. Al Andrés Eloy Blanco de Giraluna, el del exilio mexicano, lo aprendimos de memoria intentando comprender su agonía, sin saber, en el sentir adolescente, que tendríamos que hacerla nuestra, en la madurez avanzada. Cito, arropando la memoria, aquella explicación de la Patria, que prácticamente no conocían,  a sus hijos (mis primos) entonces de muy corta edad, que dejó en el Canto a los Hijos: “Los cuatro que aquí estamos / nacimos en la pura tierra de Venezuela, / la del signo del Éxodo, la madre de Bolívar/, y de Sucre y de Bello y de Urdaneta / y de Gual y de Vargas y del millón de grandes; / más poblada en  la gloria que en la tierra; / la que algo tiene y nadie sabe dónde; / si en la leche, en la sangre o la placenta / que el hijo vil se le eterniza adentro / y el hijo grande se le muere afuera”. El poeta grande y bueno, que murió en el exilio, nos recordó en sus versos que a ella, a la Patria lejana (“más difícil que un pozo en el desierto / más bella que un amor en primavera”), a Venezuela, “inalcanzable y pura / sabemos ir por el ¡Bendita seas!”. El exiliado requiere de un asilo más espiritual que material, más anímico que territorial, más afectivo que político, más auténtico que formal, más moral que crematístico, más humanamente solidario que fríamente burocrático. Estando ligero de equipaje, para decirlo con el lenguaje poético de Antonio Machado, el exiliado siente, el imperativo interior de dejar testimonio. Puede ser que éste no sea sino un grano de arena en el desierto, pero es su grano: la sequedad lacerada y lacerante de una humana dimensión que exige ser comunicada. De nuevo Andrés Eloy Blanco en su elogio de Pérez Bonalde: “Donde quiera que cayeran a lo largo de América —pueblo de poca gente y hondo mandamiento— el andar y el morir eran vuelta a la Patria”. Le pido a Dios la gracia de poder morir en la Patria; de ver el comienzo del nuevo amanecer.


*Bolívar y la gestación de la patria criolla. Elipse de una contradicción. José Rodríguez Iturbe. Editorial Alfa. Caracas, 2022.


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