"La degradación del lenguaje como herramienta política, incluso, como forma esencial de hacer política, fue fundamental para Chávez"

Por NELSON RIVERA 

-Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para Usted?

Me estimulan y me inquietan a la vez. Solo estoy en Twitter y es para mí como el cigarrillo para un fumador. En todo caso, me sirve para mantenerme informado y opinar sobre cualquier tema, aunque ha provocado una cosa extraña: me ha puesto a pelear con gente «amiga» y me ha hecho más cercano a gente que en realidad no conozco. Twitter también es útil para captar el inconsciente colectivo, el sustrato del mundo opinante de hoy. Pero, si no fuera por los memes y por haber comprobado que a veces con un simple RT he ayudado a que alguien en Venezuela consiga un medicamento, lo dejaría.  

-Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos? 

La degradación del lenguaje como herramienta política, incluso, como forma esencial de hacer política, fue fundamental para Chávez. Trump hace lo mismo pero desde una plataforma mucho más poderosa que un simple programa de televisión: Twitter. Christian Salmon tiene páginas interesantes sobre este tema.

Desde la esfera de la ciudadanía, sucede lo contrario. Hay un hipersensibilidad hacia las palabras. Cualquier cosa que uno diga puede ser usado en nuestra contra. Es la dinámica policial llevada al campo de las relaciones personales e institucionales. Todo nos ofende y en nombre de esa ofensa nos transformamos en soplones para llevar al ofensor de turno a la picota de los linchamientos virtuales. Si hay una degradación del lenguaje no es en términos de vocabulario, como erróneamente se suele pensar, sino en un nivel más profundo. Como si por primera vez nuestra relación con el lenguaje fuera la desconfianza. Como si el lenguaje fuera un ente ajeno a nosotros que nos traicionara.    

-Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

La «corrección política» es la forma más refinada de la censura. Es decir, es una autocensura. Antes la ejercían los gobiernos totalitarios. Hoy se practica y se promueve desde las democracias liberales y circula en los medios como un manual de buen comportamiento. Lo cual ya está produciendo una literatura políticamente correcta, muy modosita, que, en el summum del delirio, se cree además antisistema. Por ejemplo, esas novelitas escritas por los oportunos «compañeros de viaje» del feminismo de hoy, donde los escritores se dan latigazos por su innoble condición de hombres. 

En mi caso, no he sentido ninguna tentación de suavizar una línea temiendo represalias. De todas formas, la inquisición de la bondad siempre va a encontrar algún pecado que señalar: sea gramatical, o de omisión o de pensamiento. 

-Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

Lo único que sé con certeza del cambio climático es, literalmente, el cambio de las estaciones, que vine a experimentar cuando me mudé a Europa. Aunque la ecología es un asunto importante, me parece que es un dilema del primer mundo. Tienes que tener tu hogar bien caliente para luego poder preocuparte por el calentamiento global. Además de que pareciera que algunos bosques arden más que otros. Toda la izquierda internacional se unió para llorar los incendios en la amazonia brasilera y no tardaron en señalar a Bolsonaro. Sin embargo, en Venezuela Nicolás Maduro ha cometido unos de los ecocidios más grotescos de los últimos años en el Arco Minero. Un ecocidio sostenido y a la vista de todos. Y los ecologistas profesionales de izquierda no han dicho una sola palabra al respecto. 

-Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta Usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes? 

Hay una frase de René Girard que lo resume bien: «la solidaridad obligatoria con las víctimas produce nuevas formas de crueldad». Y estamos en una época con una vocación patológica por la victimización. Si en los años 60 la figura del joven se impuso como protagonista de los cambios sociales, ahora vemos que ya no es el joven ni el adolescente sino el niño el modelo a seguir. De allí esa fascinación idiotizante por una figura como Greta Thunberg. Es una sociedad infantilizada, donde todos nos sentimos amenazados y débiles y donde a lo más que se quiere aspirar es a la condición de una víctima. Si mi posición ante el mundo es la de víctima (real, histórica o verbal), esa relación está signada por una deuda que el mundo debe obligatoriamente resarcir. Los deberes, la noción de esfuerzo o sacrificio, la sospecha de que quizás no seamos seres especiales y nada ni nadie nos deba algo, quedan totalmente excluidos de este esquema.   

-Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

Con respecto a la violencia sexual, los abusos y el acoso, parece que ha habido un despertar definitivo. Las mujeres no están dispuestas a tolerar más los abusos y eso es un avance enorme. Que una persona en la calle o en una situación de poder dentro de una empresa, por poner un ejemplo, se lo piense dos veces antes de cometer un abuso de este tipo, es parte del innegable saldo positivo que puede dejar esta nueva ola del feminismo. El problema es cuando se transforma la lucha feminista en la punta de lanza de una nueva utopía social (la misma utopía de siempre, en realidad) que ya sabemos bien cómo termina. De allí propuestas como la que hizo Carmen Calvo en 2018 (para entonces vicepresidenta y ministra de Igualdad del gobierno de Pedro Sánchez) para modificar el Código Penal y darle estatuto de violación a toda relación sexual que no haya estado verificada por un consentimiento verbal expreso. O el programa político-sexual expresado por Paul B. Preciado, un «filósofo» trans totalitario que mezcla, entre otras bondades, la ingeniería social del estalinismo con la biología correctiva del nazismo. Todo esto crea un ambiente de fanatismo globalizado, de mundo embobado por el infierno de las buenas intenciones, que hace a veces irrespirable el ambiente intelectual y el de las relaciones personales.  

-Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

La pérdida de la intimidad implica un gran costo por el nivel de comunicación alcanzado con internet y las redes sociales. Es un show algo vergonzoso en el que todos participamos de una u otra manera. Para mí es un dilema constante. Me encantaría poder sustraerme a esa necesidad compulsiva de que los demás sepan lo bien o lo mal que te sientes. O qué opinas sobre esto y sobre lo otro. El consuelo que me queda es ver cómo en Twitter aflora una máscara que, aún siendo parte de mí, no agota mi individualidad ni mi intimidad. De hecho, desvía la mirada hacia una intimidad un poco fingida para así proteger mejor la verdadera. Y de ahí, de esa reserva de autenticidad, proviene el arte. 

-En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta Usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

Soy un animal de ciudad. Pero, ahora que vivo en Málaga, debo agregar que soy un animal de ciudades pequeñas. Me gustan las comodidades de la ciudades modernas pero ya no me interesan los aglomeramientos. En ese sentido, Málaga es un paraíso. Todas mis diligencias las hago a pie y tengo a diez minutos de paseo el mar. La única «gran ciudad» a la que volvería a vivir sería Caracas. La Caracas del futuro, por supuesto.

-¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

Me da la impresión de que en España la democracia se la da un poco por sentada. Hay escritores que incluso la encuentran aburrida. Y eso es un diagnóstico preocupante. Sin embargo, ese dar por sentado puede traslucir una confianza en el sistema que no es del todo injustificada. España acaba de pasar meses sin un gobierno establecido. Y el país continuó funcionando bastante bien. No había gobierno pero sí había estado. Y esa solidez del estado uno la percibe también como ciudadano en la civilidad del comportamiento de la mayoría de las personas. 

-Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

El mundo actual me gusta en los términos concretos de sus avances tecnológicos y de la calidad de vida. En el área cultural, en cambio, el balance es desesperante. Es un tiempo de mojigatería, superficialidad e hipocresía. Se ha impuesto el tufillo filantrópico a lo Hollywood, pero encarnado por escritores y críticos de segunda. El malestar es la nota constante cuando echo un vistazo en el mundillo literario de hoy. Luego me relajo al recordar que, por fortuna, los escritores cuando asumen una participación pública ya no tienen ninguna incidencia en lo real.  


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