Tres momentos en la controversia de límites de Guayana; Cleveland y la Doctrina Monroe es uno de los libros menos conocidos de Enrique Bernardo Núñez. Con un lugar bastante subordinado en una obra donde destellan novelas del calibre de Cubagua, cabe preguntarse en qué estaba pensando el editor cuando decidió reditarla. Ni el tema del Esequibo preocupa especialmente a los venezolanos en estos momentos de angustia nacional, ni el título se considera un indispensable que el bibliófilo promedio requiera para sus anaqueles. No obstante, y como esperamos demostrar en las siguientes páginas, ambas cosas se deben fundamentalmente al desconocimiento, parcial o total, del texto y de su autor. No solo estamos en trance de lo que pudieran ser definiciones sustanciales en el caso del Esequibo (y definiciones que están llenas de peligros para los intereses de nuestro Estado) sino que el mismo, estudiado en toda su longitud histórica, está lleno de tantas claves para entendernos como nación, que aun aquellos que no tengan un interés particular en el caso hallarán en sus lecturas ideas que le ayudarán a desmadejar ese enigma al que llamamos Venezuela. En segundo lugar, se trata de la reunión de varios reportajes escritos por uno de nuestros mejores novelistas, periodistas y cronistas; es decir, de nuestros mejores escritores del siglo XX. Quien no se anime por el tema histórico, podrá animarse por la lectura de unos textos, como todos los de Núñez, que siempre son un motivo de agradecimiento para el lector.

Brevemente, entonces, veamos un poco de qué trata el tema, por lo general poco conocido, o a veces francamente desconocido por los venezolanos; el autor, cuyas ideas y textos marcan algunos hitos; y esta obra, que esperamos los lectores se animen a leer.

El tema

Para el momento en el que se escriben estas líneas Venezuela y Guyana están a punto de comenzar un nuevo match por la disputa territorial del Esequibo. La Corte Internacional de La Haya ha aceptado mediar entre los dos Estados después del fracaso de la ONU para impulsar un acuerdo. Como siempre ha ocurrido en esta controversia, una combinación de la geopolítica del Caribe con los asuntos internos de cada Estado volverán a medirse, aunque ahora con un nuevo componente que la hace especialmente explosiva: el descubrimiento de enormes yacimientos de petróleo. Aspecto clave de cada cosa que ocurre en Venezuela, menos, hasta el momento, en el asunto esequibano, el petróleo vino a encender otra vez una mecha que parecía apagada. Si descontamos el hecho de que el conflicto resucitó durante la Segunda Guerra Mundial por el tránsito de unos tanqueros, cosa de la que ya hablaremos; y la tesis que después redujo la reclamación venezolana a un simple caso de sub-imperialismo, en el que un rico país petrolero quería arrebatarle más de la mitad del territorio a una joven y más o menos socialista nación bajo la tutela de los Estados Unidos, que en los sesenta y setenta sostuvieron Guyana y líderes caribeños como Eric Williams y Fidel Castro, cada uno con razones distintas tenía motivos para adversar a Venezuela, la aparente ausencia de petróleo en el área le restaba el componente económico que tiene la otra gran controversia limítrofe venezolana, la del Golfo de Venezuela con Colombia. Pero ahora estos yacimientos no solo reviven un asunto en el que pocos pensaban y el régimen de Hugo Chávez había relegado, sino que conspiran para empujar un desenlace final y, si no se echa mano de todos los recursos posibles en la negociación, con probabilidades de ser adverso para Venezuela. Sería muy decidor de nuestro destino que lo que comenzó por nuestro petróleo vaya a terminar por lo mismo.

Veamos los hechos: en 2015 Guyana anunció que la ExxonMobil había hallado un yacimiento de más de mil millones de barriles de petróleo en la plataforma continental del territorio, área que Venezuela considera suya; como paralelamente esta compañía sostenía un litigio con el Estado venezolano por la estatización de sus instalaciones en la Faja del Orinoco, algunos vieron en esto una especie de revancha de la compañía ante la que había que responder. De ese modo, después de dos décadas en la que la reclamación del Esequibo fue acallada por Chávez, que privilegió las alianzas ideológicas con Georgetown y sus aliados caribeños, en especial Cuba; Nicolás Maduro la relanzó, llevando el caso a la ONU. Que de allí haya pasado a La Haya puede considerarse un revés, porque Guyana solicita que se declare al Laudo Arbitral de París 1899, que dejó aquel territorio en manos inglesas, como cosa juzgada; cuando precisamente la ONU había aceptado en 1962 la legitimidad de la reclamación venezolana y cuatro años después, en uno de los más grandes éxitos diplomáticos de Venezuela, el Acuerdo de Ginebra, en el que Gran Bretaña y la Guayana Inglesa próxima a independizarse, aceptan que es necesario ir a negociaciones para buscar una solución. Es decir, reconocían que el Laudo era susceptible de ser revisado.

Como vemos, se trata de una historia de más de un siglo que en beneficio del lector no especializado es necesario resumir. El asunto comienza durante las guerras napoleónicas, cuando en 1814 Gran Bretaña obtiene de Holanda las colonias de Berbice y Demerara, en la orilla oriental del Río Esequibo. En la occidental comenzaba la Provincia de Guayana. Poblada básicamente por grupos aborígenes no colonizados, sin control español ni después grancolombiano ni venezolano, en los siguientes treinta años los ingleses fueron adentrándose al otro lado del río. Para 1841 el geógrafo alemán Robert Schomburgk ya dibujaba en un mapa la llamada Línea Schomburgk, según la cual los límites con Venezuela estaban entre la desembocadura del río Amacuro y el Roraima, en lo que hoy son los estados Delta Amacuro y Bolívar. Esto generó una protesta por la joven república que se prolongará por más de cincuenta años de reclamos y negociaciones.Pero incapaz de hacer demasiado ante la potencia más poderosa del mundo, al final apeló a la Doctrina Monroe y la ambición de los Estados Unidos por convertirse en el protector, en realidad el hegemón, de todo el Caribe. El incidente de 1894 en el que un grupo de colonos ingleses son expulsados del territorio venezolano, donde se habían establecido sin permiso; junto al desembarco británico en el puerto de Corinto, en Nicaragua, fue la gota que colmó la paciencia para unos Estados Unidos que se sentían desafiados en su área de influencia. En consecuencia, el presidente Grover Cleveland decide en 1895 terciar a favor de Venezuela y Nicaragua. En el primer caso, la llamada por la historiografía estadounidense la Venezuelan crisis llega a hacer sonar los tambores de la guerra, pero al final desemboca en un tribunal internacional de arbitraje que se reunió en París y que produjo el Laudo de 1899 que dejó en manos británicas todo el Esequibo, lo que produjo una enorme decepción en Venezuela, pero que las alejó del delta del Orinoco y la zona aurífera de Guayana, lo que no dejó de decepcionar también a los ingleses. Desde la perspectiva en la que los imperios se dividían el mundo entonces, la solución fue salomónica, y hasta más o menos favorable para un país pobre y pequeño que no tenía porqué esperar un trato distinto al de Polonia, Marruecos o Benin. Además, cuando un Estado necesita que un tercero le resuelva sus problemas, no puede hacerse demasiadas ilusiones. Sin embargo, desde la perspectiva del derecho, Gran Bretaña básicamente había legalizado una usurpación.

En los siguientes años Venezuela vive la gran crisis de fin de siglo, con su seguidilla de guerras civiles, colapso económico y la intervención extranjera de 1902, por lo que el asunto tuvo que aguardar a que las cosas cambiaran, para los venezolanos y para el mundo, una generación después. Eso ocurre durante la Segunda Guerra Mundial. En 1942 tropas norteamericanas establecen una base en la Isla de Patos, en el Golfo de Paria, ocupada por Gran Bretaña desde 1902 pero reclamada por el gobierno venezolano. La idea era proteger de los submarinos alemanes el paso de los tanqueros que venían de Venezuela y de Trinidad. Ya habían hecho incursiones en Aruba y Curazao, torpedeado varios barcos norteamericanos que llevaban petróleo –barcos cuyos nombres remiten a Venezuela: Tía JuanaPedernalesSan Rafael– y hundido un vapor venezolano, el Monagas. No es un dato menor que el famoso calipso Rum and Coca Cola, que las Andrew Sisters popularizaron, haya sido compuesto por un marabino avecindado en Trinidad, Lionel Belasco, y se refiera específicamente al modo en el que esos marines estaban influyendo en las muchachas (la traducción española de Billo’s fue muy edulcorada). Pues bien, aunque la presencia norteamericana en la Isla de Patos era comprendida, el hecho de que se hiciera sin siquiera consultar a Venezuela produjo la protesta de la Casa Amarilla. No eran tiempos para tener líos con el segundo productor y primer exportador del petróleo del mundo, por lo que, en un acto de buena voluntad para ganarse la buena voluntad de Venezuela, la isla le es regresada y se firma un tratado de límites con el Reino Unido. Fue el primer triunfo después de una larga historia de pérdidas territoriales y por eso, también, el acicate para ir por más. La devolución de la Isla de Patos planteó en los ciudadanos de a pie la cuestión de porqué Gran Bretaña ocupaba territorio venezolano, con lo que el tema de la delimitación de toda la frontera oriental se puso de nuevo en el tapete. A su vez, con la misma habilidad con la que la administración de Isaías Medina Angarita y su canciller Caracciolo Parra Pérez le estaban sacando provecho a la guerra (lo de la Isla de Patos fue solo un caso), se comenzó a plantear esta discusión, sin que de momento se pudiera ir mucho más allá.

En 1949, por disposición testamentaria de Severo Mallet-Prevost, uno de los abogados estadounidenses que participaron en el Laudo de París, es publicado un memorándum en el que se denuncia las manipulaciones que hubo en el proceso, que al final terminó en una simple repartición de zonas de influencia entre imperios. La aparición de este documento revivió la indignación de los venezolanos y dio la oportunidad de plantear que el Laudo era írrito. En 1962 el presidente Rómulo Betancourt, en otro triunfo diplomático inmenso, logró que la ONU aceptara la causa de la reclamación del territorio, que desde entonces incorporamos a nuestros mapas oficiales coloreado por unas franjas rojas. Para entonces en la Guayana Británica ya se había formado un pueblo que se sentía nación, a pesar de sus grandes divisiones étnicas, y vivía grandes disturbios independentistas. La influencia de los comunistas había hecho que en 1953 la colonia fuera ocupada militarmente y el gobierno autonómico suprimido, pero una década después la inestabilidad permanecía y Londres había decidido darle al país la independencia. Es justo en esta coyuntura que Venezuela logra presionar para que firmara en 1966 el Acuerdo de Ginebra, en el que las partes se comprometían a llegar a un arreglo para el problema de los límites. Con eso, nada menos que Gran Bretaña y la representación autonómica guayanesa aceptaban que el Laudo era al menos susceptible de revisión.

Ginebra fue otro éxito, acaso el más grande de la diplomacia venezolana, pero no la solución definitiva de los problemas. De hecho, a partir de entonces una cadena de sucesos va a ir alejando a la reclamación venezolana de su objetivo. La nueva república de Guyana logrará incluso voltear la tortilla y ahora como la víctima de una pequeña potencia petrolera con ambiciones sub-imperialistas. A su favor, se alinearon todas las islas del Caribe anglófono, uno de cuyos líderes más importantes, el trinitario Eric Williams, se convertiría en el portavoz de la tesis del imperialismo venezolano. Y la Rebelión del Rupununi, en efecto, hizo verosímil su prédica. Dentro del marco de las grandes tensiones étnicas de Guyana en 1969 el Partido Amerindio de Guyana, un grupo separatista del Alto Esequibo, se alzó en armas y declaró la independencia de la “República del Esequibo” y solicitó su incorporación a Venezuela. El movimiento es rápida y ferozmente reprimido por el ejército guyanés, que perpetra una verdadera masacre, pero trajo consecuencias negativas para las negociaciones. Comprobada la participación venezolana en el movimiento, no solo desprestigió nuestra posición, sino que allanó la firma, bajo los buenos oficios de Williams, del Protocolo de Puerto España en 1970, que congeló la reclamación por doce años. Otro que se alineó con Guyana fue Fidel Castro, que después de su fracaso con la guerrilla en Venezuela, vio en el apoyo al gobierno socialista que finalmente se impuso en Georgetown una forma más de combatir su democracia y, a la vez, de conseguir aliados en el Caricom. Así, difundió entre el resto de la izquierda (incluso la venezolana) la idea de que la reclamación era solo un acto de imperialismo, en la que Venezuela actuaba como un peón de los Estados Unidos en la región. Esa alianza de castro con Guyana es clave para entender por qué Chávez eludió sistemáticamente el tema.

Así llegamos adonde estamos hoy, en trance de tener que demostrar en La Haya lo que ya habíamos logrado demostrar en la ONU y en Ginebra. Es casi una vuelta a 1960. Adherido a los mapas oficiales de Venezuela como una especie de apéndice de franjas rojas, además los venezolanos en general desconocemos hoy del Esequibo casi tanto como desconocíamos cuando en 1942. Tenemos esa imagen en la cabeza, sin saber muy bien de qué trata, y en algunos, muy pocos, casos, en nuestra deficientísima formación en historia y geografía de la primaria y el bachillerato oímos algo al respecto. Otra vez, como a finales del siglo XIX, tenemos demasiadas otras cosas en la cabeza para pensar en eso. Si consideramos que “Not a Blade of Grass”, una canción dedicada a la defensa del Esequibo, es el segundo himno de Guyana, en términos de consciencia y de compromiso espiritual, los guyaneses nos llevan una enorme ventaja. Y no es la única que tienen. Eso solo hace que el libro pionero que en 1945 publicó Enrique Bernardo Núñez, para enterar a una población que no sabía nada del tema, tenga ahora tanta vigencia como entonces. Es que en términos de la reclamación estamos casi como en 1945, o en ciertos aspectos incluso peor.

El autor

Enrique Bernardo Núñez fue el mejor escritor de nuestros historiadores. Esto le da al presente texto un valor agregado: el de su calidad como un reportaje muy bien escrito. Y no va la afirmación en desdoro de otros nombres de una historiografía que siempre se preció de la buena escritura –Juan Vicente González, José Gil Fortoul, Laureano Vallenilla-Lanz y en la contemporaneidad Manuel Caballero, Elías Pino Iturrieta e Inés Quintero– pero sí para subrayar que Núñez está en la escala distinta de quien, para analizar la historia, produjo obras literarias de largo alcance. Nos explicamos: en su angustia por entender a Venezuela, Enrique Bernardo Núñez se puso a investigar su historia; por su necesidad de explicarla, creó nuevas formas de expresión. Se trata de un asunto teórico de entidad. Como el tiempo es la dimensión que contiene el pasado en todas las cosas y, al menos en potencia, su futuro, Núñez supo que la historia no es algo dejado atrás sino que subyace en el presente, que es actuante y real. Por eso, una interpretación de la misma que lo separe como una muestra fosilizada no permite comprenderla realmente, sobre todo cuando los vasos comunicantes a través de los que el pasado llega al presente y este regresa hacia él necesitan de algo distinto al racional y esquemático discurso académico. Por eso, mucho antes del boom, de los escritores que fueron superestrellas editoriales, de la era (en realidad ya pasada) de las traducciones a veinte idiomas y de las tesis y coloquios en los departamentos de estudios latinoamericanos, Núñez ya había creado el realismo mágico, la ruptura de planos temporales y la novela total.

Pero hay que insistir en que nada de eso ocurrió como parte de un proyecto literario sino de uno historiográfico. Si hay consenso en que la historia es sobre todo un discurso, y que por lo tanto el modo de decir las cosas –de tramarlas– es tan importante como las cosas que se dicen en sí, Núñez es uno de los ejemplos más acabados de eso. Esto no significa que los historiadores deban meterse a novelistas, o que las monografías con aparataje metodológico o los ensayos hayan dejado de ser los caminos del discurso histórico; ni, mucho menos, que leyendo novelas se logrará una mejor formación histórica. Lo que se quiere resaltar es que la escritura es una protagonista fundamental en el discurso histórico y que en el caso de Núñez, por su capacidad y su vocación, eso llevó a propuestas literarias de ruptura. Sus dos grandes novelas, por ejemplo, Cubagua (1931) y La galera de Tiberio (1938), recurren a las innovaciones estéticas y a lo fantástico, porque son formas de llegar con más certeza a la comprensión de la vida venezolana. Si los personajes del presente y del pasado se confunden en Cubagua, si la realidad termina poblada de fantasmas, si no sabemos si estamos en la actualidad (aquella actualidad de los años treinta) o cuatrocientos años atrás, es porque la Venezuela petrolera, de riqueza fácil, de control extranjero sobre la economía, de pícaros y de explotados es la Venezuela primera de Cubagua y sus destinos se confunden en uno solo. O no se confunden: son uno solo. La isla que una vez fue rica y que yerma por la explotación irracional de un recurso, por las locuras de la riqueza fácil, por las injusticias sinnúmero, no es solo una metáfora, es una forma de ser y actuar que sigue adentro de nosotros, esperando la irrigación necesaria para volver a florecer. Hoy, en la enorme crisis de esta segunda década del siglo XXI, vemos hasta dónde se cumplió lo que parecía un vaticinio fatalista, pero que en el fondo era algo más. Era el pasado, el presente de 1930 y el futuro (hoy) contenidos en uno solo; el hecho de que somos fantasmas que saltamos de un momento a otro sin darnos cuenta. Llevamos dentro a los fantasmas del ayer y seremos los fantasmas del futuro.

La galera de Tiberio, con un ensamblaje menos logrado según la crítica, recurre nuevamente a lo fantástico y lo fantasmagórico para hacer uno de los retratos más descarnados de la venezolanidad de cuantos se han hecho. Inserta dentro del género de las novelas del canal, retrata a la colonia de venezolanos en Panamá –la que hubo en los años treinta del siglo pasado– como un muestrario de nuestras miserias grandes y pequeñas. El líder democrático en el exilio que infla su épica, el otro que simplemente es un pillo, la muchacha venezolana que se prostituye y consume cocaína, el diplomático gomecista que hace negocios y bebe whisky, mucho whisky, el policía panameño que le vende drogas a los presos, la gringa que se hace rica en medio de todo aquello y se va cuando ya no hay más nada que sacar, el fantasma de la Galera de Tiberio. “Nada tan plácido y absurdo a la vez como el entendimiento de los que reducen las posibilidades de la existencia –la realidad de las cosas– a hechos puramente experimentales…”, dice en la primera línea de la novela. Es su manifiesto epistemológico. Y de repente, ya al final de la novela, un relato fantástico sobre una ciudad en decadencia, Cirene, que solo se regodea en el recuerdo de sus héroes del pasado: “el criterio cirenés era inmutable. Corrían los otros pueblos hacia el porvenir, ocurrían en el mundo las mayores transformaciones sin que Cirene se diese por aludida”. Así, hasta que “llegó un día en que Ciriene, el jardín y la perla de la tierra, desapareció”. Germán Carrera Damas no dudó en incorporar este cuento a su clásica antología de Historia de la historiografía venezolana. Ahora sí que se trataba de una metáfora de Venezuela y los males que cierta forma del culto a Bolívar acarrea.

Ahora bien, si fue en su novelística donde mejor expresó sus reflexiones sobre la historia, eso no significa que no haya escrito obras historiográficas propiamente dichas. En realidad, eran largos reportajes o crónicas, porque en su caso, como suele ocurrir, todo comenzó por el periodismo. El joven con ansias de escritor y con pasión de político, que debe dejar los estudios por falta de dinero y que empezó a ganarse la vida (el dinero siguió siendo esquivo: “quien escribe para comer, ni come ni escribe”, se dice que dijo) escribiendo todo lo que pudiera, le dedicó cuarenta y siete años, desde 1917 hasta su muerte en 1964, al periodismo. Crónicas, reportajes, cuentos, folletones, artículos de opinión, de todo produjo en ese periplo vital. Interesado por comprender al país y su historia, hace narraciones de vocación naturalista, acaso en tributo a José Rafael Pocaterra, donde retrata a los nuevos ricos, a los pobres, a las cosas de la Caracas de los años veinte. No alcanzan el aliento de las grandes novelas y hoy son tema solo para especialistas. Como es un apasionado por la historia, comienza a escribir cuentos (los reunidos en Don Pablos en América, de 1932, y algunos más) y hasta una novela (Después de Ayacucho, 1922), que son más bien ensayos novelados. Pero será el reportaje y la crónica los que lo pusieron propiamente en el camino de la historiografía. Quien marcó un hito con sus trabajos sobre el mundo petrolero (Mechurrio-Lagunillas de Agua, 1940) y sobre los Estados Unidos (recogidos en 1954 en Viaje al país de las máquinas), publicó en 1943 una biografía sobre Cipriano Castro, El hombre de la levita gris: los años de la restauración liberal. Nuevamente la historia era traída para llevar agua al molino de los problemas actuales, porque el tema del bloqueo de 1902 revelaba su actualidad para un hombre decididamente antimperialista y nacionalista, que se ha comprometido con las ideas de una revolución democrática que se impulsan entonces. Fue siempre muy cercano a Rómulo Betancourt. Es en este empeño y bajo estos criterios que decidió publicar un conjunto de reportajes sobre el Esequibo.

El libro

Atento a los hechos noticiosos y como ya se dijo, nacionalista, antimperialista y estudioso de la historia, Núñez vio la oportunidad de concientizar a los venezolanos de algo que la mayor parte ignoraba o sabía muy fragmentariamente. De ese modo aparece un conjunto de reportajes en El Nacional entre 1944 y 1945, y que después recogió en Tres momentos en la controversia de límites de Guayana; Cleveland y la Doctrina Monroe (1945). Constituyen una gran crónica sobre el proceso de penetración inglesa en el Esequibo hasta lo que entonces parecía su desenlace final, el Laudo de París. El punto es que estos reportajes y después el libro fueron la primera noticia sistematizada y global que muchos venezolanos adquirieron sobre la disputa del Esequibo, cumpliendo un rol clave en generar consciencia sobre la misma y en sentar las bases de la reclamación que se inició tan pronto salió a la luz el Memorando Mallet-Prevost. Tal vez en términos del mundo académico del día de hoy, dicen cosas ya sabidas y profundizadas por abundante documentación, pero para el público general, hoy en ocasiones tan ignorante como en 1944, siguen siendo útiles. Además, son una obra clásica, que jugó un papel clave en la creación de la consciencia sobre el problema y que además están muy bien escritos. Como siempre con los clásicos, es bueno volver a ellos.

La investigación sobre el Esequibo lleva a Núñez hacia las raíces de la penetración británica en la Orinoquia y nuevamente al pasado fantástico y colonial que ya lo había fascinado en Cubagua. Como aquella isla perlera era una sola historia con la Venezuela petrolera; las aventuras de Walter Raleigh lo eran con la amputación territorial. Así, publica en 1946 Orinoco (capítulo en la historia de un río). En adelante Núñez se adentra cada vez más en la historia. Cronista de la ciudad de Caracas desde 1945 e Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia desde 1948, hará en lo subsiguiente investigaciones documentales muy importantes, como la edición de las Actas del Cabildo de Caracas y las de los documentos de la Cancillería, Anales diplomáticos (1951-1961), y ensayos y crónicas, como su famosísima La ciudad de los techos rojos (1947), una colección de animadas y a la vez documentadísimas historias de la ciudad. Es una lástima que no volviera a experimentar con otra novela, donde su capacidad para pensar y escribir la historia adquiría pleno vuelo, pero ese medio siglo de escritura que fue su vida joven y toda su adultez y corta vejez, es constituye una obra sólida y sugerente.

Escribimos a la espera de lo que pase, si es que llega a pasar algo, en La Haya; pero con la esperanza de que hoy, como setenta años atrás, estos textos contribuyan a la memoria histórica de un tema que sigue siendo vigente e importante. Tal vez es el guiño de Cubagua que nos demuestra otra vez que en la historia la ruptura entre el pasado, el presente y el futuro no existe en realidad, que somos también los fantasmas que nos pueblan y que el futuro está contenido en nosotros, en varias opciones posibles, que se activarán según lo que decidamos o podamos hacer. Son las cosas que solo un historiador que se exprese como escritor puede insinuar. Como hemos visto, en el lapso de 1942 a 1966 Venezuela tuvo todo a su favor: su importancia geoestratégica durante la Segunda Guerra Mundial y después la Guerra Fría, su prosperidad y modernización crecientes, la institucionalización de su diplomacia y finalmente las administraciones democráticas de Betancourt, que logra abrir el caso en la ONU, y de Raúl Leoni, que alcanzó el triunfo de Ginebra, quienes convocaron a todos los talentos disponibles, desde el medinista Caracciolo Parra Pérez, al famoso antiadeco P. Hermann González Oropeza, sj, para hacer del Esequibo una causa nacional. Eso ya no es más así. Hoy somos un país empobrecido, problemático para la región y con un gobierno cuya legitimidad cuestionan muchos de los Estados más influyentes del mundo. Por si fuera poco, la Commonwealth ya ha dicho que está dispuesta a apoyar a Guyana en el caso de cualquier “agresión” –esa es la palabra que usaron– de Venezuela. Ir así a La Haya es, cuando menos, cuesta arriba. Casi pareciera que en esto –¡en esto también!– hemos vuelto a ser la nación pobre, dividida y turbulenta que en el siglo XIX pudo hacer poco para contener el avance del Imperio más poderoso del mundo en su frontera oriental. Como se dijo más arriba, casi tenemos que volver a demostrar lo que ya habíamos demostrado en 1962 y que informar a la gente con un abaché del tema como ya lo había hecho Núñez en 1945.

El libro que el lector tiene ante sí ayudó a las dos cosas en su momento y ojalá pueda ayudar a hacerlo otra vez.

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Tres momentos en la controversia de límites de Guayana; Cleveland y la Doctrina Monroe

Enrique Bernardo Núñez

Editorial Dahbar

Caracas, 2018


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