Teatro de operaciones

Ahí viene el enjambre de vagos. Decía don Atilano viendo la camioneta de la Guardia Nacional acercándose al negocio mientras él se iba. Esconde los dólares, dijo. Tuve tiempo de meter la mano en la caja y llevarla a mi pantalón, ese día no traía puesto bóxer, con tres semanas sin agua, sostenerme la naturaleza no era una prioridad. Eric, mi hermano, me había enseñado cómo introducirme los billetes en el cuerpo después de que unos policías lo asaltaran en la madrugada caminando tacones al hombro regreso a casa. Ciudadano, estamos en semana radical, dijo el primero que se acercó a la ventanilla enrejada que me separaba de la calle, este miniabasto es de mi papá, señor, tengo permiso para abrir en la mañana, respondí. Bueno, sirve unos jugos ahí, dijo el segundo con acento cubano y que parecía de mayor rango que el primero. Comieron lo suficiente sin pagar y dijeron que cerrara el negocio porque necesitaban tomar unas fotos mientras yo bajaba la santamaría. Agachándome, tuve que contraer con mucha fuerza los esfínteres, no quería que los seis billetes rodaran por mi pantalón hasta el suelo. Cuando entraron en la patrulla dijeron que podía abrir otra vez, eso hice. Abrí todo.

Xenia Guerra


Veintitrés

Este campo en abandono ha sido testigo de tanto tiro suelto: a manera de celebración, o cuando hay una disputa entre dos bandos. En los noventa te pegaban un pepazo por un par de zapatos. Ahora usan armas en defensa de unos ideales, “una revolución”. Los días de elecciones muchos se levantan con el toque de diana.

Acompañé a Juan, el padre de mis hermanos, en muchas ocasiones a Catia, para comprar repuestos o a mandar a reparar una caja en el 23, recorrimos muchas veces este centro del laberinto en el oeste, con su tranquilidad tensa, en silencio.

Ahora la cancha está desolada y la reja medio caída. Amanece, la luz busca tocar todo. Los edificios son testigos de cuanto ocurre y nadie dice nada. En este día en la calle de enfrente, lanzaron unos plomazos al cielo para ahuyentar a unos ilusos soñadores, quienes creían en otras fronteras muy distantes. Jamás entenderán el funcionamiento de un sitio donde la calma es tan frágil.

Me instalo un instante a disfrutar de la eternidad por poco tiempo.

Omar Salas


Vejez perdida

Es quincena y a lo largo de la Avenida Francisco de Miranda, así como en casi todas las agencias estatales en la ciudad, observo el triste espectáculo de los pensionados haciendo largas filas para retirar una suma que podría equivaler a entre dos a cinco dólares, dependiendo del cambio del día. Se trata de una humillación a la que son sometidas miles de personas de la llamada edad de oro. Tomo algunas fotos desde la distancia. Es mi testimonio gráfico personal del colapso. He tomado fotos de gente comiendo de la basura, de niños deambulando en las calles, de personas arrastrando recipientes de agua. Siempre trato de que sean de espalda, que no se vean los rostros, respetando la intimidad sagrada de la desgracia. De tantas imágenes guardadas, las que más me causan tristeza son las de las filas de hombres y mujeres perseverantes durante horas ante un banco, sin escapatoria, el paisaje teñido de cabellos blancos, grises, algunos disimulados con tinte. Son los pensionados con sus poses de resignación encorvada, rostros incrédulos y abatidos. La edad de oro convertida en cáscara de huevo.

Pedro Plaza Salvati


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