Música y dinosaurios

Apenas presintió la llegada del gran destructor, el protector del sistema se preparó para lo peor. Su filosofía de vida era la adaptación a cualquier precio: lo único importante era sobrevivir. “Cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada”, agregaba el joven auxiliar, canturreando la canción: “Los amigos del barrio pueden desaparecer, los cantores de radio pueden desaparecer, los que están en los diarios pueden desaparecer, la persona que amas puede desaparecer, pero los dinosaurios van a desaparecer”. Dinosaurios eran todos los que no entendían el arte y su misión sagrada, que justificaba cualquier acción para salvarla de su destrucción, sin importar que eso implicara su posterior manipulación y sometimiento a causas peores. “Puede no haber mundo y la música seguirá existiendo”, decía el protector con su voz pausada. “La música prescinde del mundo. Ya lo dijo Schopenhauer”. Pero el tsunami de la revolución arrasó con todo. De aquella institución solo quedó un carapacho vacío. Los instrumentos sonaron huecos, ejecutados por almas secuestradas, como las demás. Algunas notas rebeldes lograron escapar del beso mortal del gran destructor y de la conchabanza de los gerifaltes del sistema. En ese pentagrama se seguirá escribiendo la historia cuando todo esto acabe, porque también acabará.

Alfredo Sánchez


Nervios en ruinas

No soy psicólogo, ni psiquiatra, ni psicoanalista, pero no me cabe la menor duda de que los últimos veintidós años han servido, entre otras cosas, para pulverizar nuestros nervios. ¿Somos ciudadanos o pacientes? Nuestros niveles de angustia nos desquiciaron. El exilio y el insilio ocasionaron irreparables destrozos. La paranoia se convirtió en nuestra condición natural. El acostumbramiento al fracaso, la subordinación prolongada, la exposición al cinismo, el dolor y el miedo nos hicieron añicos. Y también están quienes, a pesar de todo, preservan la alegría. ¿Negación o auto protección? Somos los pacientes recluidos en un enorme psiquiátrico dominado por siniestros médicos crueles. O al menos eso parece decirnos Luis Enrique Belmonte en su última novela, Archeus, en la que explora desde el absurdo y el nonsense (de la mano de Carroll y Bulgákov) una delirante sociedad de enfermos mentales sometidos a los caprichos de unos especialistas desalmados y omnipotentes. Metáfora: trasplante de una herida colectiva a un territorio imaginario. Creo que uno de los grandes desafíos del futuro será reconstruir los equilibrios psíquicos, la confianza y el amor propio, pisoteados durante tanto tiempo. Aceptar nuestros nervios en ruinas quizás sea un buen primer paso. Y desde ese hundimiento enderezar la salud mental. No sé cuándo, quizás nunca, quizás estaremos muertos o sonámbulos para ese entonces, esperando, con esa fe vencida que todavía arrastramos, con esa paciencia que hemos alimentado a costa de nuestros corazones, una rebelión en la granja. O al menos un poco de paz.

Gustavo Valle


Nuestra oscuridad

Hubo un momento, no tengo clara la fecha, en que la ciudad se empezó a oscurecer. No recuerdo tampoco cómo me di cuenta. Pero sí está en mi memoria la vez en que regresé a la plaza Bolívar. Oscuridad y militares, militares y tipos con wookie tookies mirándote con sospecha, y así otros tantos sitios. Las Mercedes, Chacao, La California, Catia, de extremo a extremo, calles oscuras de las que podía salir algún animal de ojos brillantes. Algún alma en pena. Vivo en una ciudad sin noche salvo para algunos privilegiados, los de los carros enormes que ocupan grandes espacios en las aceras, esos que siempre tienen los vidrios abajo y andan sin placa. Pero a diario me pregunto en qué momento los lobos se apoderaron de las calles y no logro recordarlo. Pienso: ¿fue después de 2014, 2015, 2016, 2017, 2018…? ¿Fuimos nosotros? ¿Es, acaso, un castigo divino? ¿Le abrimos las puertas al diablo? ¿Fue alguien más? Al final solo nos queda la nostalgia de la ciudad que tuvimos, las fotos y videos que publican en Internet para recordar nuestra pretendida grandeza. Toca esperar.

Isaac González Mendoza


Papel carbón

Esta técnica se vale de un mineral que parece un antojo del fuego y así debe reconocerse. El roce y el soporte animan su registro. La herramienta nos permite escribir con una ceniza puntual, controlada. Esta hechura también padece fatiga, puesto que las cosas que dicen se cansan de decir. No hay excepciones. Por ejemplo, la historia, hecha toda de un calco. Como si el legislador tomara notas sucesivas del desvarío y luego esa acumulación se hiciera ley, mandato.  La dicción falla cuando el papel se corre o el original se mueve. Entonces aparece el manchón como un discurso abrasivo, excluyente. La maniobra se interrumpe como un paisaje cuando se percata de su retrato. Porque imitamos la pose y la pose a las repeticiones. Como la impresión de un rostro contra la máscara de yeso. Cavidades, pronunciamientos, gestos inconclusos, pasan a ser líneas de un mapa. Pero basta de salidas abstractas. El mapa que nos habita desconoce en todos los términos los límites de su borde. Basta de suponer a la línea como una vía de consuelo, o un filtro. El rayón de la réplica surca y con ello dice. Salta, se arruga. Termina con nosotros.

Juan Luis Landaeta


Navegaremos hacia el sol

No reiteraré lo que muchos expresarán al enumerar las ruinas y escombros que van mostrándose a lo largo de las geografías física y humana del país venezolano que fue alguna vez obligada referencia de vida y de cierta resonancia y esplendor.

¡No lo haré!

Prefiero destacar algo singularmente patético y estremecedor: hemos perdido la alegría de vivir y con ella la capacidad que antes me mantenía en el cielo de todos mis afectos y amores: verme en tus ojos, abrazarme al ser que pasa junto a mí y decirle que somos bellos con solo acostar mi mirada en la suya y tomar exacta medida de la alegría que palpitaba en su corazón.

Es mi mayor carencia; mi mayor desgracia y desamparo, pero me anima la certeza de que cuando volvamos a mirarnos y abrazarnos con los ojos, juntos, tú y yo, ¡navegaremos hacia el sol!

Rodolfo Izaguirre


Sin biblioteca

(domingo 3 de enero de 2021). No ayuda mucho leer algunas líneas de J.T. sobre su biblioteca personal. No me ayuda porque me hace extrañar mi biblioteca de Valencia. Intenté crear una en Bogotá, pero se esfumó (y veo improbable que me devuelvan esos libros). Extraño mi biblioteca como si extrañara a una persona. Pudiera iniciar otra en Cali, quizás si tuviese más plata compraría al menos tres libros mensuales. Pero no se trata de comprar libros como si comprara una silla. Mis libros de Venezuela representan un punto fijo al cual volver. Volver a ellos sería como volver a casa. Aquí los libros no funcionan así, no parecen libros porque siempre está la tentativa de la mudanza (¡ese gran poema de Fabio Morábito sobre las mudanzas!). Así no es posible crear ni creer. Es complicado siquiera pensar en todo esto. Me siento afectado porque sin duda va más allá del libro como objeto, como posesión o acumulación compulsiva. Veo los pocos libros que tengo a la mano, los poquísimos que he comprado (no llegan a 5) y los que nos han regalado (quizás unos 20). Los veo y no veo libros sino lomos, únicamente lomos, otros objetos.

Néstor Mendoza


Silencio

¿Qué le ofrece el silencio a la sociedad? En el canto III de la Ilíada los aqueos marchan silenciosamente “respirando valor”, prestos a ayudarse entre sí.  En un poema, Borges, el lector, desestima sus escritos ante las silenciosas noches “llenas de Virgilio”. Ambos reciben las dádivas del silencio: valor, hermandad, voces que emanan de la lectura, olvido y experiencia.

Afirma Peter Sloterdijk que “el no entusiasmado es alguien que simplemente no ha entendido dónde está él con relación a sí mismo y a todo”. Una sociedad carente de silencio pierde la orientación y solo puede escuchar el violento ruido de sus palabras atropellándose unas contra otras en las redes y los medios. No hay solidaridad ni reconocimiento mutuo. El entusiasmo desaparece. Sin orientación no hay otro, tampoco sí mismo. La sociedad deviene en un todos contra todos incomprensible.

La escandalosa conmoción de un país en ruinas le pertenece al alma y al paisaje, pues lo externo se alimenta de lo interno. Y aunque para algunos la palabra desmedida, vil y socarrona continúa siendo un “poderoso soberano”, en realidad “Solo se desplazan en el interior de un sueño para evitar que el silencio les hable”, como en Certamen de Rafael Cadenas

Humberto Valdivieso


¿Qué se siembra?

¿Qué había detrás de aquel titular de Arturo Uslar Pietri “Sembrar el Petróleo” que marcó al país desde 1936?

Una sencilla creencia que se mantuvo vigente durante décadas: el petróleo venezolano se acabaría muy pronto. Por lo tanto, aquellos royalties dolarizados que recibía el Estado Venezolano por el petróleo debían invertirse en el agro, en la industria, futuros pilares de nuestra economía.

Hoy sabemos que en el subsuelo hay más petróleo que el que nunca imaginamos tener.

Entonces, el dilema hoy es otro, ¿quiénes y cómo lo van a hacer? Ya no están aquí las empresas anglo-holandesas y americanas que lo produjeron durante 60 años. La empresa Pdvsa, que para finales de siglo XX producía 3.500.000 barriles diarios, desapareció. Fue sustituida a principios del siglo XXI por otra, roja-rojita, convertida luego en caja negra. ¿Qué sabemos de ella? Muy poco, se dice que la producción venezolana ronda hoy los 500.000 barriles diarios, la misma cantidad que cuando gobernaba López Contreras a finales de los años treinta.

Cuando el general Gómez mandaba desde Maracay, el salario de un campesino con alpargatas rotas era de un bolívar diario, unos 10 dólares al mes. Hoy, un siglo más tarde, el país con las reservas de petróleo pesado más grande del mundo cuenta con un salario mínimo mensual de uno o quizás dos dólares.

¿Y qué se siembra?  ¿Bodegones?

Carlos Oteyza


Razones para maldecir

No hay agua, no hay luz, no hay gas, no hay medicinas, no hay gasolina, no he comido carne en tres meses, gano menos de dos dólares al mes, las remesas no alcanzan, el bolívar no existe, Bolívar no existe, estoy solito en esta casa, llevo cinco años sin ver a mis muchachitos, mi familia es WhatsApp; caminé kilómetros para ¿salvarme?, crucé trochas, no tengo pasaporte, mi título es inútil, ahora trabajo de cualquier cosa, no pude despedirme de mi abuela, no pude ir al entierro de mi papá; están presos los que tuitean, presos los que escriben, presos los que hablan, presos los que hacen, presos los que piensan, presos todos los que publiquemos hoy; murieron los que iban en el peñero hacia Trinidad, murieron los que atravesaron el desierto de Chile, murió una chamita que comió yuca amarga, murió mi profe de un balazo, murieron los jóvenes que marchaban, se me murió mi mamá en un hospital, se me murió el carajito de hambre, se están muriendo demasiados por el Covid, todos estamos muertos, nadie salió ileso de estos años, los que estamos adentro y los que vivimos afuera estamos igual de jodidos, por eso todos mentamos madre, por eso todos tenemos razones para maldecir, los maldecimos en cada oración, aunque nos acusen de sembrar odio, ¿quién inició el odio?

Mireya Tabuas


Papeles rodantes

Falta un papel, el nombre está incompleto, la naturalización parece una parodia ardua del nacer. Por eso se le da largas, ¿no fue suficiente con la versión original? Un miedo se incuba en soledad: al trámite, al portazo de la ley, a la razón de Estado. Después de varios años de adaptación pseudo-uterina en el país extranjero, sin embargo, hay que aprender a nacer y aprender a parodiarse. El nuevo, al cabo deseado nacimiento legal exige comprobar el ombligo legal anterior. Se procede con tiento casi renacentista, se busca un consulado. Pero el consulado ya no existe: la casa sigue ahí, no sus funciones. Nadie atiende el teléfono fijo ni el WhatsApp. Se contempla una ruina invisible, antes operativa que arquitectónica. El efecto por algún motivo no es de sorpresa sino de reconocimiento, la insinuación de una ciudadanía fantasmagórica. Nuestros papeles ruedan como la cabeza del Berlioz de Bulgákov en Moscú.

Leonardo Rodríguez


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