El espacio

Hubiera querido seguir en el mapa el recorrido del carro porque no se podía imaginar el territorio en el que se estaban adentrando. En el aire flotaba el negro de las partículas de monóxido o de una lluvia a punto de caer. Los árboles criaban barbas. Las curvas estaban cuarteadas. El asfalto, un pergamino. Una sucesión de puestos de comida cerrados la sorprendió en un descampado. Tenían las paredes tiznadas porque en su momento habían albergado una hoguera, un fogón donde daban vuelta muslos, arepas, cachapas. Ahora, nada. Un niño a lo lejos golpeaba una lata. Una selva repentina cerró nuevamente la visión. Una radio sin estaciones. Apenas algunos letreros. Fotos de concejales en campaña. Muy poco tránsito.

Hubiera querido activar el GPS, pero ahorraba energía. Además, la densidad de la maleza formaba una coraza que imposibilitaba toda señal satelital. El espacio era verdaderamente inasible como lo fue para los trazadores de mapas de siglos pasados. Una barbarie verde y abandonada, atravesada por el carro Golem, siempre hacia adelante, que a veces se cruzaba con otro carro también rearmado y humeante.

El espacio era más espacio. Sin señales, ni marcas, ni reglas, ni rastros. Todopoderoso como un dios que se sabe intocable.

Liliana Lara


El olor del periódico impreso

La tecnología ha permitido el acceso a la prensa digitaliza; nadie niega el avance; pero, en esta Venezuela destruida, ¡perdimos el placer del olor de la prensa impresa! No hay escogencia. Si quieres leer un periódico, debe estar digitalizado y eso solo lo pueden hacer quienes tienen el privilegio de usar Internet.

Sentarte un domingo en la mañana, con un humeante café recién colado, y varios ejemplares de la prensa, consistía en una de esas horas placenteras que desapareció de nuestro horizonte. Ya no hay ese peculiar aroma a tinta —ya la tecnología lo había ido suprimiendo—, no se nos manchan las manos; ¡no luchamos porque el doblez no queda igual! Perdimos la visión total del periódico, desde su Editorial, hasta los clasificados; visión que nos brindaba una idea bastante aproximada de lo importante. Ya no disfrutamos de la sección de “Sociales” en el diario El Nacional, porque tampoco tenemos libre la pluma (el teclado) del insigne Roland Carreño.

El periódico impreso huele; se le puede sentir; lo podemos arrugar, apretar, ¡hasta enrollar para espantar un insecto volador! El contacto con el papel permite interactuar con la prensa. Definitivamente, sufro de “bibliosmia”, acertadísimo término acuñado por un blog para definir el olor a un buen libro.

Corina Yoris-Villasana


El baño de Motatán

Uno de los grandes placeres de mi infancia era ir los fines de semana con mi familia al baño de Motatán, es decir, al hermoso y enigmático hotel que tenía una piscina de agua termal que manaba de una roca enorme; aguas que han fluido durante miles de años. El sitio estaba muy bien cuidado y era óptimo para comidas y paseos familiares. De todo lo que allí había —la piscina, el restaurante, las zonas boscosas aledañas— lo que más nos gustaba a nosotros los niños era la pecera gigante que presidía la recepción del hotel: colocada en medio del hall, se podían contemplar por los cuatro costados peces multicolores y de diferentes tamaños: era como entrar en otro mundo dentro de ese cosmos mágico que eran las agua termales. Estoy seguro de que si Thomas Mann hubiera nacido en Chejendé habría ambientado allí La montaña mágica, pero la habría titulado Los peces mágicos. Y puede que hubiera visto a Settembrini y Hans Castorp sentados sobre la roca que escupía agua caliente. Muchos años después llevé a mi esposa española de paseo a ese hotel, con la esperanza de recuperar con ella algo de esa época dorada, pero el hotel era una especie de burdel para delincuentes, todo olía a excrementos y la pecera había desaparecido. Tuvimos que huir al Hotel Trujillo, a pasar el susto. Sin embargo, el agua termal, milenaria, seguía su curso, como lo hará, espero, cuando ya ninguno de nosotros esté aquí y el mal haya desaparecido de la Tierra.

Juan Carlos Chirinos


El exilio interior

Cuando comencé a escribir este diario, cuyas páginas me resultan a veces desagradables, llegué a un punto en que las palabras comenzaron a detenerse lentamente. No sé si llamar a esta situación, con propiedad, un bloqueo inconsciente, o quizá se trate de un mecanismo de escape, un deseo irreprimible de contener las náuseas. De cualquier manera, algo era evidente: las ganas de vomitar me dominaban lanzándome hacia una especie de oscuridad voraz y melancólica.

Siempre quise convencerme de que, en efecto, me había ido de este país devastado por el odio y la miseria. Solía imaginarme en otros lugares, entre otros seres que, desde luego, pronto aprendería a querer. Nada de todo ello, es evidente, pasó y en vez de haber escapado en silencio, decidí exiliarme en el baño de mi casa. No recuerdo con exacta fidelidad el día o la hora en que este extraño hecho ocurrió. Solo tengo un súbito recuerdo de aquella extraña noche en la cual subí las escaleras, me abotoné la camisa y entré a mi baño. No he vuelto a salir de él y sospecho que no lo haré jamás. Si otros se fueron, yo me fugué a mi baño. En vano me llaman. La policía me busca. He desaparecido en la estricta soledad de los sumideros.

Juan Carlos Santaella


El sonido de la música y los perros

Antes uno caminaba por las urbanizaciones de Caracas y el espíritu del trópico se dejaba colar a través de la música que se oía de las casas junto a la algarabía de la gente y el ladrido de los perros, que no perdían oportunidad de ladrar cuando un extraño caminaba por la acera. Pasan cisternas de agua. Las casas están vaciadas de personas que se han ido, el deterioro de las fachadas las delata. Las que siguen aquí, al menos la mitad, parece que las ha abandonado el espíritu, que es otra forma de estar ausente. Los perros han desaparecido: ¿cuánto cuesta mantener a una mascota que es como un hijo? Hasta el tiempo se nubla más de lo normal. Se impone un silencio suizo que rasga el corazón, casi da escalofríos cuando se avanza por tantas calles de urbanizaciones que antes eran un esplendor de alegría y ganas de vivir. Caminar por las urbanizaciones de Caracas es un ejercicio de quietud, pasearse por cementerios en vida, los que se fueron, los que se quedaron, los perros que ya no están.

Pedro Plaza Salvati


Emprendedores

En la entrada de la talabartería han colocado unos cajones con frutas. Se mantiene el registro comercial del negocio pero nadie encarga carteras, pide hacer arreglos o comprar algún género de cuero. Lo mismo ocurre en la tienda de insumos para bicicletas: varios guacales exhiben plátanos, yucas, aguacates en tanto las llantas, los manubrios, las bombas de aire yacen al fondo como sombras de una época antigua.

Librerías, atelieres, comercios de ropa interior han improvisado mostradores y estantes para vender comestibles de rápida cocción y relativo bajo precio. A veces incluyen huevos y —sin refrigerar— embutidos y quesos, y desde el inicio de la cuarentena por covid-19 tapabocas y guantes confeccionados con retales.

En la venta de muebles pueden comprarse buenas papas; en la oficina de administración de condominios, tomates baratos y regios. Los jóvenes que suelen atender estos “emprendimientos” no tienen idea de que hace dos décadas los vecinos conversaban sobre marroquinerías y persianas, sobre sastres y autoperiquitos. Se trata de chicos de entre diecisiete y veinte años que viven el mundo de la posverdad o del apocalipsis sin saberlo: creen que la serie descatalogada de sus smarphones les da un toque moderno.

“En el restaurante chino hay lentejas y azúcar”, grita una mujer que sostiene a un niño. El sexagenario agradece el reporte y enfila hacia el arruinado dragón donde un pequeño grupo coteja el montante del dólar.

Carlos Sandoval


Emergencia Humanitaria Compleja (EHC)

Su concepto incorpora la multiplicidad de amenazas a la seguridad humana. Estas crisis pueden afectar el suministro y acceso a alimentos y servicios sociales básicos que pueden convertirse en instrumentos de políticas de poder. No resultan de un desastre natural o conflicto armado, surgen de la pérdida de rectoría institucional, falta de oportunidades de financiamiento, hiperinflación, caída de los salarios reales, un deterioro catastrófico de los servicios públicos (electricidad, gas, agua, etc.), y otras condiciones que definen el estado de bienestar, la calidad de vida en un país y el ejercicio de los derechos de sus ciudadanos. Venezuela pasa por una EHC desde 2015 que compromete severamente el derecho humano a la alimentación, especialmente de las poblaciones y comunidades en extrema pobreza por los efectos del hambre y la desnutrición. Servicios públicos como el suministro de agua potable, electricidad y gas doméstico comprometen la conservación y preparación de los alimentos; la escasez de gasolina y gasoil limita la producción, distribución y consumo de alimentos; la hiperinflación limita el acceso económico y físico a los mismos. Las enfermedades de origen alimentario han aumentado su incidencia. La pandemia de COVID-19 empeora todo. Duro aprendizaje de un término de destrucción multifactorial.

Pablo Hernández, Andrés Carmona, María S. Tapia y Siloyde Rivas


Fundarte roja

En 1975, Diego Arria, entonces gobernador de Caracas, creó Fundarte. Tulio Hernández apunta que fue la primera fundación creada para la gestión cultural local de una ciudad. El trabajo de Fundarte honró esa visión pionera. Dejó huella en todas las disciplinas artísticas: danza, teatro, artes plásticas, literatura, y también en la actividad cultural de las comunidades: San Bernardino, El Valle, Catia, 23 de Enero, La Pastora… A veces con más recursos o más creatividad, pero siempre con resultados dignos e interesantes. Hasta que llegó la revolución y sus rojos hechizos avanzaron, poco a poco, pero con firmeza, borrando todo.

El 9 de marzo de 2015 ardió el Pent House del edificio Tajamar, la sede de Fundarte. Todo lo que quedaba se volvió ceniza: las obras de arte, los libros, los archivos… ¿Cómo explicar que tal dramático final haya pasado desapercibido? ¿Tal vez porque solo es una gota en un mar amargo?

Como siempre, sobreviven los libros, pero no en un catálogo de la institución, sino en las bibliografías, en las bibliotecas y en las librerías… Me dirán que Fundarte vive. Sí. Tiene una vida diferente, bajo la sombra de su nuevo logotipo: una alegre estrella roja.

Blanca Strepponi


Garitero

Ser denominado garitero es una deshonra en la jerga malandra. Decirle al hampa: “¡Garitea ahí!”, puede ser suficiente para que te otorguen el cese. Según la RAE el término tiene tres acepciones, la primera refiere al encargado de un garito (una casa de apuestas clandestina), la segunda al jugador de garitos y la tercera es “encubridor de ladrones”. Sin embargo, el ser-garitero, en la jerga venezolana, va un paso atrás a dichas nociones. Es un término carcelario que toma como referencia la garita, ese lugar desde donde se vigila con resguardo, y la transforma en sustantivo antropomórfico, que refiere a alguien que vigila de incógnito para contribuir —casi indirectamente— en alguna actividad ilegal.

En la entrada de cada barrio hay un fulano que ya no sabe dormir, respira piedra y recortes de otras drogas mientras vigila con los ojos como taparas vacías, pero siempre atentas. Tan delgado que pasa inadvertido ante los ojos viciosos que se encumbran sobre escaleras espontáneas. Notifica las entradas y salidas del barrio, vela el acceso de los conejos y la culebra a la plaza, es parte de una industria engrasada con coágulos de sangre. Al ajustar cuentas la primera víctima es, siempre, el garitero, la alarma insomne.

E. Bautista Espejo


Fisura

La fisura se fue progresivamente abriendo en la pared de nuestra columna vertebral y nuestros tejidos afectuosos. La recuerdo tímida, casi imperceptible, en el muro de mi niñez. La primera vez que la noté fue el día que mi padre salió en la lista de despedidos de Pdvsa. Recuerdos vagos, una cadena nacional, un presidente abusando de su poder, jugando a ser árbitro de un juego sin reglas. Mi padre y sus compañeros siendo llamados golpistas.

La grieta se fue haciendo agujero negro, presencia innegable, futuro aspirado. 23 años de continuos esfuerzos para borrar lo que las generaciones precedentes habían construido. No la mía. La grieta se hizo trocha, camino, ruta para más de 5 millones de venezolanos desarraigados y los otros millones que sufren exilio-raíces-atadas.

Bibliotecas, escuelas, universidades, hospitales, museos, la industria nacional, los sueños, los derechos humanos, los líderes sociales, las heroínas anónimas. Entre las ruinas, los testigos incesantes, los que siempre creen, los que continúan en la obstinada tarea de hacer memoria de nuestra pérdida. Y los hacedores, a quienes observo de lejos surgir de la fisura, aquí y allá, convertidos en caballeros andantes de un país que se aferra a su memoria mientras el presente le clava su daga.

Camila Ríos Armas


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