Morella Muñoz y Caupolicán Ovalles | Vasco Szinetar

Por ISABEL PALACIOS

La concha dice en el mar:

Yo mantengo una riqueza,

Una prenda de belleza

Con un brillo natural.

 Si le preguntan al director de un ensamble vocal cuáles son las características que debería reunir un grupo ideal, pienso que, al rompe, respondería que todos sus integrantes deberían tener excelente preparación musical, ser estudiosos, saber decir  los textos, brillar y sobresalir en los solos, y saber disfrutar y esconderse en los momentos de acompañamiento, además de mucha presencia escénica. El grupo también debería tener una soprano de voz cristalina, afinada, que sepa frasear con igual maestría notas largas y cortas; un tenor portentoso, de voz vibrante y gran personalidad, capaz de llevar en su instrumento la energía de cada canción; un bajo seguro, absolutamente confiable, porque sobre él descansa todo el edificio armónico y rítmico del grupo y, finalmente, una mezzo-soprano carismática que amalgame y cubra con ese sonido suyo, inmensamente bello y pastoso, los armónicos de todas las voces sin llegar a taparles nunca.

Pero, obviamente, de ser posible, lo verdaderamente ideal exige que quien les dirija esté siempre allí, presente y activo en la escena, transmitiéndoles lo que desea, ya con un instrumento, con su voz o ambos a la vez. Todo eso junto, todo eso fue, es y seguirá siendo siempre nuestro Quinteto Contrapunto. Y aún quiero resaltar algo más como parte de esas cosas maravillosas suyas: el respeto, el conocimiento y el amor absoluto e incondicional por la música que hacían, esa música nuestra que, hasta su llegada, estaba como arrinconada y era como un simple “saludo a la bandera” al final del concierto, algo que respondía a un “tenemos que hacer algo venezolano” y no al “queremos hacer algo venezolano”.

Nuestro folklore, en la década de los sesenta, era un territorio para eruditos o especialistas, tanto en su estudio como en su ejecución; con esto quiero decir, por ejemplo, que a ningún intérprete se le ocurría incluir en su programa una fulía o la Bella del tamunangue. Esa música quedaba circunscrita al ámbito del folklore y los cantores populares, y estaba cada vez más arrinconada en sus legítimos fueros. La música de esta tierra se desvirtuaba día a día, sus auténticos intérpretes escaseaban y prosperaba la mala calidad, y a quienes la apreciábamos teniendo una formación académica nos avergonzaba hacerla, pues sentíamos que seguramente la haríamos mal. Por otra parte, pesaba sobre ella cierto desprecio del mundo intelectual y un cosmopolitismo mal entendido la tildaba incluso, y dicho en criollo, de «pavosa”.

Fue entonces cuando las cosas comenzaron a cambiar. Fueron Luis Laffer y Oswaldo Lares quienes, con un hoy prehistórico grabador Nagra, la registraron; Juan Liscano y Abel Vallmitjana la vincularon con otros ámbitos de la cultura, a la vez que Isabel Aretz, Alvaro Fernaud y Luis Felipe Ramón y Rivera nos la transcribieron y explicaron, como quien nos cuenta una leyenda.

Fue entonces cuando se puso de manifiesto el papel simultáneamente fundador y transformador que desempeñó el maestro Vicente Emilio Sojo en nuestro movimiento musical. Recuérdese tan solo cómo su incesante trabajo de recopilación y apreciación de la música tradicional venezolana se articulaba con la formación de los  músicos a través de su extraordinaria cátedra de composición, para traducirse y divulgarse de inmediato, no solo en composiciones originales y en la producción de un  repertorio madrigalístico, sin precedentes en el ámbito latinoamericano, sino en los estupendos arreglos que, a diario, se incorporaban al repertorio del Orfeón Lamas. El   milagro se va a prolongar y se consolidará con el Orfeón Universitario que, bajo las batutas sucesivas de Evencio Castellanos, Antonio Estévez y Vinicio Adames mantiene  la voz del folklore venezolano en su repertorio, y en especial con la Coral Venezuela y  los hermosos arreglos que hace su director, el maestro Ángel Sauce. Será desde allí de donde vendrá la idea de Contrapunto: su director, Rafael «Fucho» Suárez, nos llegará de la Coral y todas sus otras voces del Orfeón Universitario.

Yo valgo más que el coral,

Que el diamante y que el rubí,

Yo no me cambio por ti

Morella Muñoz representaba dentro de Contrapunto un caso especial pues, aunque ya era ella una reconocida cantante lírica, en más de una ocasión la mezzo solía cerrar un exquisito recital de lieder cantando como bis una fulía. La recuerdo como si fuera ayer diciéndome con su inconfundible voz: “Mira, muchachita, cuando yo no puedo cantar Hugo Wolf, porque no hay un piano o alguien que me pueda acompañar, yo agarro mi cuatro y canto Arrequinta Juan Jiménez con la misma pasión”. Y de esa manera, tan genuina y tan natural, ella tendía un puente de plata entre lo académico y lo folklórico, haciendo que fuera absolutamente conmovedor verla y escucharla en cualquiera de esos terrenos.

Hoy en día, no me cabe la menor duda, los arreglos de Rafael Suárez, deberían   estudiarse a fondo. A Dios gracias, César Alejandro Carrillo ya ha abonado el terreno, cuando dice en su artículo “Pájaro Tilín: itinerario y trascendencia del Quinteto Contrapunto”: la música tradicional venezolana nunca había tenido un tratamiento como el que Suárez le imprimió en sus arreglos… Y agrega que, por primera vez, se vestía de pantalones largos y accedía a escenarios que antes le eran ajenos.

Creo, sin embargo, que para ahondar verdaderamente en su esencia tendríamos que conocer la sencilla y franca personalidad de Fucho, tal como la describe su gran amigo y fundador del quinteto, Domingo Mendoza, en su libro Cuentos y recuerdos, a partir justamente del momento en que él le propuso la creación del quinteto:

—Vengo a proponerte seriamente que hagamos un quinteto, compai, y no puedes decirme que no (…) Fucho se me quedó mirando, se sentó en la acera, y masticando el último bostezo, ensayó una sonrisa, y la alegría de su cara redonda de guaiquerí iluminó la respuesta:

—¡Cómo no, compaíto! ¡Cuenta conmigo!

En los arreglos de Fucho, los “chacurrucuchá”, los “pon, pon” y los “tiplín” crecen, se expanden, se desdoblan hasta encontrarse con otras palabras entrecortadas que él va empleando para completar las voces acompañantes. Son arreglos difíciles de cantar, con ritmos enrevesados y tesituras extremas, y es que él sabía bien para quiénes escribía esos arreglos y conocía la enorme capacidad de sus posibilidades musicales y vocales. A la vez, sus armonías, siempre francas y transparentes, dejaban brillar la riqueza de las canciones que arreglaba porque se trata de una música que se engalana, justamente, gracias a su sencillez. Añádase a ello la forma como él los acompañaba con su cuatro: sin alardear. Fucho nunca tuvo necesidad alguna de demostrar su maestría con el instrumento. No alardeaba, repito, porque sabía, porque sentía, que no era ese y nunca ha sido ese el asunto para acompañar a un «conjunto». Él, sutilmente, tocaba el acorde que hacía falta en el momento en que hacía falta.

Esta profunda autenticidad y sobriedad de las ejecuciones y presentaciones es  algo esencial para valorar plenamente la significación del Quinteto Contrapunto, en el  rescate y difusión de nuestra música y nuestra tradición. El resto ya está dicho y es historia. En su ya mencionado trabajo, el maestro César Alejandro Carrillo dice: “Muchas canciones del repertorio de Contrapunto se escuchaban por primera vez fuera del contexto donde se originaron. Y muy probablemente tal cancionero hubiese caído en el pozo del olvido, de no ser por la importante labor de rescate y difusión que enarbolaron como bandera Suárez y Mendoza desde el primer momento.

Pues yo valgo donde quiera,

Y en regiones extranjeras

Allí me aprecian a mí.

No es el asunto de este escrito contar la historia de Contrapunto, pero aún si lo fuera, creo que obviaría las fechas equivocadas o dudosas que hasta ahora circulan de su breve pero imborrable paso por el mundo de la música venezolana, así como de su trayectoria de éxitos fuera del país. Gracias a sus inmortales grabaciones y arreglos  hay mucho que se sabe sobre su música, pero también sucede que hay mucho, y muchas experiencias valiosas, de las que no quedaron testimonios. De esta parte de la historia solo puedo estar segura de algo: fui privilegiada por haber participado en algunos de esos momentos.

 

Cuánto desearía ser escritora para poder describir aquella mañana del 15 de diciembre de 1963: yo tenía 13 años y como de costumbre trabajaba de voluntaria en   la Feria de Navidad del Museo de Bellas Artes empaquetando regalos. Ferias inolvidables para quienes las conocieron desde sus inicios en 1959, ferias donde el talento y el genio de nuestros artistas plásticos se volcaban generosos para recabar fondos para el Museo a través de su Sociedad de Amigos: desde tablas coloniales, grabados de Elisa Elvira Zuloaga o Guevara Moreno, cerámicas de Seka o Tecla Tofano, hasta cajas de fósforos, marca libros, porta-vasos o papagayos hechos y firmados por Alejandro Otero, Humberto Jaimes Sánchez, Angel Hurtado o Jacobo Borges, por ejemplo, junto a las célebres muñecas de trapo de María Valencia… pero aquel diciembre recuerdo cómo, de pronto, nos dicen en el mostrador : “Por un rato no van  a tener trabajo porque van a presentarse, por primera vez en la feria, un grupo que canta música venezolana».

Pensé que era un buen momento para irme a un cafetín, cuando de repente sonó el “Pájaro tilín” y, en verdad, aquello fue un tilín tilín… un llamado. Cuando Contrapunto terminó de cantar, en menos de una hora envolví más de cien discos, pero esa mañana no se trataba solamente del triunfo de ese grupo o de ese disco. Ahora sé que algo pasó allí, que algo estaba pasando y que la música venezolana cambió… es justo como si en ese momento estuvieran comenzando a gestarse los futuros Gurrufíos y Cuartetos, los Convenezuelas y los Vasallos o los Pueblos solos… A partir de ese día con cada nota que cantó el quinteto se abrió la puerta grande de la música venezolana y el Canchunchú de Luis Mariano Rivera floreció para el mundo entero.

Escuché tantas veces ese disco de fondo negro con el vitral de Ligia Olivieri, que   en una semana estaba rayado. Leí cada línea de su corto escrito explicativo titulado La Música: “Esta grabación contiene canciones populares y folclóricas de Venezuela. Una de las cuales, la fulía ‘se fue volando’, cantada sin acompañamiento por Morella Muñoz, otra pieza ‘Setoconao’, interpretada a dúo por ella y Domingo Mendoza. Las diez restantes fueron arregladas para el quinteto por su director…”. Me aprendí todas las voces de “guataca”, como decimos nosotros, ya que las partituras eran clandestinas y, sin duda, por mucho tiempo fueron un secreto muy bien guardado. Canté todas las líneas de Morella tratando de imitarla, tanto, que en 1968 recibí la llamada de Domingo Mendoza invitándome a ser la mezzo del grupo. Lamentablemente, yo era menor de edad y mis padres no me lo permitieron —y lloré a mares—… El resto, ya se sabe, algunos años después Contrapunto se disolvió, mi vida musical se definió de otra   manera, tomé otros rumbos, pero hoy celebro la oportunidad que esta edición especial me ha ofrecido para dejar este breve testimonio de gratitud y eterno amor al Quinteto Contrapunto.


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