LUCY FARIÑA MATHEUS, POR MAYERLIN MATHEUS HIDALGO

Por LUCY FARIÑA MATHEUS

En mi vida he tenido muchas pasiones, en el sentido de aficiones, que me han movido y motivado a crecer en todos los aspectos, pero le debo mi más grande crecimiento a mi pasión por aprender y, como consecuencia, a mi pasión por la búsqueda de la Verdad.

Desde que era pequeña se me aupó a aprender lo que fuese, a leer, a absorber información y aprehenderla. También se me inculcó, como le sucede a la gran mayoría de las personas, una religión: en este caso, el catolicismo. En su momento, y hasta hace poco, no veía la relación que existe entre ambas cosas.

Así como expresa Antony Flew repetidas veces en su libro Dios Existe: “Seguir la argumentación hasta dondequiera que lleve”, citando a Sócrates y a C. S. Lewis, quien se refirió a esa frase en la primera edición del Socratic Digest (2), siempre fui adepta a la razón y a los argumentos racionales. Allí a donde me lleven, iré.

Por supuesto, habiéndoseme inculcado el catolicismo de nacimiento, era natural creer en él. Fui una verdadera creyente durante mi infancia y preadolescencia. Leía la Biblia para niños casi todos los días, fascinada por las historias de Abraham, Moisés, Ruth y demás personajes; pero más fascinada aún por la grandeza de Dios. Para mí, Dios era un Padre, en el sentido paterno, amoroso y protector. Veía en su actuar reflejado en dicha Biblia una intención de resguardar y beneficiar a quienes le fueran obedientes, ya que Él sabía qué era lo realmente Bueno. No veía de una manera esclavizante o denigrante la obediencia, sino como el camino hacia lo Bueno.

Recuerdo, sí, una vez, estando yo pequeña, que mi abuelo me preguntó si temía a Dios, a lo que yo le respondí con mucha convicción y feliz, creyendo tener la respuesta correcta: “No”. Su cara se arrugó con desaprobación y me dijo que a Dios había que temerle. Yo me preguntaba, y lo hice durante mucho tiempo: ¿por qué? ¿Por qué hay que temerle a un Dios que te ama, si no me haría nada realmente malo? Y si lo hace, sería por mi bien, por lo que no sería algo malo realmente. Más tarde entendí que este temor está lejos del pavor o miedo, sino que se relaciona con el respeto a algo Superior.

Ese dilema, durante el tiempo que lo tuve, se sentía como una espina que no me dejaba en paz. Fue una primera estocada a mi fe, basada en nada más que una mera confusión semántica a mi corta edad. Sin embargo, por mucho tiempo más seguí leyendo con gran encanto y admiración los textos bíblicos infantiles y llevando mi crucifijo siempre en el pecho.

No fue sino hasta que cumplí alrededor de 11 años que mi fe se desmoronó. No fue por vivir tiempos difíciles, que los experimenté, sino por una conversación con un tío ateo, dando las últimas estocadas, quien me planteó los argumentos básicos del ateísmo: “Si Dios existe, ¿por qué existe el mal?”, “nadie ha podido comprobar la existencia de Dios por métodos empíricos”, “si Dios es omnipotente, podría mover un objeto inamovible?”, entre otras cosas.

Al principio de la conversación, yo insistía con vehemencia y lo sentía un hereje, pero no duró mucho ese ímpetu de defensa. Sus argumentos racionalistas terminaron por convencerme, porque los argumentos eran en realidad problemas filosóficos que mi joven mente no podía procesar desde una perspectiva metafísica. Solo podía comprenderlo de una manera literal. Y así fue como comenzó mi etapa atea, que se extendió a lo largo de mi adolescencia hasta casi mi adultez. Me despojé totalmente de aquello que tanto había venerado y amado, embelesada por una ilusión de sabiduría y razón.

No me arrepiento ni reniego de esa etapa. Lo veo como un viaje en busca de la Verdad y, en su momento, a esa conclusión me llevaron los argumentos. Además, me permitió ejercer la práctica del debate, siendo adolescente, con profesores y compañeros creyentes. Descubrí por mí misma el método socrático y aprendí la importancia de tener un argumento completo, similar al método que implementó Flew a lo largo de su vida en cuanto a la argumentación: sin descalificaciones contra el adversario, plantear dentro del argumento cuáles pueden ser las posibles falencias de este y contemplar todas las preguntas posibles para responderlas.

A medida que fui madurando, me replanteé mi posición y, sobre todo, mi soberbia. Sí, fui de aquellos ateos que, si bien no atacaba durante el debate, me creía superior y más sabia por no creer. No solo en ese plano reflexioné sobre mi soberbia, sino que me pregunté: ¿quién soy yo para afirmar que no existe un Dios, aunque no haya sido comprobado? La respuesta a aquello es “nadie”. Entonces comenzó mi etapa agnóstica, pero agnóstica teísta.

No sabía si existía un Dios, pero creía que era posible. Mis argumentos en este caso eran menos que los que sostuve mientras fui atea. Me refugiaba en que no podíamos demostrar que no existía, así como tampoco que sí, y que creía que era un Dios abstracto. Esta creencia mutó en una especie de deísmo, que identifiqué así posteriormente a esa época, donde creía entonces que existía un Dios, pero que no era como lo predican las principales religiones monoteístas, sino que hizo la Creación y obra de maneras misteriosas, alejadas del plan de la humanidad.

Para mí, la religión dejó de ser un tema relevante durante mucho tiempo, desde que comencé a ser agnóstica. Muy a pesar de que seguía actuando bajo los valores católicos y que, en momentos de desesperación, le pedía a un Dios que tuviera piedad.

Recientemente se despertó en mí una inquietud, no dejaba de rondar mi cabeza la idea de que Dios existe. Hasta el sol de hoy no sé por qué emergió con tanta intensidad esa posibilidad en mí. Dios sabrá por qué. Si bien es cierto que desde hace mucho tiempo uno de mis tíos (no el ateo) ha hablado de las virtudes del catolicismo y cristianismo, así como también de la Iglesia Católica, no fue sino hasta hace poco que esta interrogante irrumpió violentamente en mi mente. No digo que no tengan relación, pero es curioso que haya sucedido ahora.

Y debo reconocer que, luego de retomar mi camino creyente, ha tenido un gran impacto positivo en mí el que mi tío comparta felizmente sus creencias, sabiduría y libros conmigo, de donde he obtenido tanto conocimiento sobre la Iglesia Católica, la fe y la razón (las cuales no son incompatibles, por cierto).

El papa Juan Pablo II, en una de sus encíclicas (3), dijo: «El hombre deseoso de conocer lo verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe la posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida, siguiendo el camino de la verdad». Eso fue lo que sucedió conmigo.

En la misma encíclica planteó: «El Apóstol (San Pablo) pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios». Y es que, durante todo el tiempo en que no me adherí a una creencia, me sentía sin rumbo, perdida y sin propósitos, más que los efímeros que pudieran suscitar de cualquier capricho propio; así como surgían, también se desvanecían. Sufría más de lo necesario. No lo sabía, pero tenía la necesidad de creer.

Por supuesto que, siguiendo la máxima de Sócrates y Flew, no podía asumir la creencia sin tener argumentos “racionales”. Necesitaba saber por qué, más allá de la fe, debía creer en Dios. Eso me llevó a leer el libro antes mencionado de Antony Flew, Dios Existe, que me condujo a acercarme de aquella manera en la que no pude a los problemas metafísicos que alguna vez me planteó mi tío, y entendí que hay cosas que la mera ciencia no puede explicar.

El libro plantea filosóficamente preguntas y respuestas que llevaron a Flew, el exateo más conocido del siglo XX, finalmente a rendirse ante el teísmo. No entraré en cada uno de los argumentos, porque eso daría para otro texto, pero debo decir que el libro es tan interesante y conciso como su título. Gracias a él, suscribo la frase que en su momento dijo santo Tomás de Aquino: «La razón humana puede llegar a conocer la existencia de Dios por medio de la Creación”.

Mi preocupación principal era basarme solo en la fe (la cual es vital y no tiene nada de ingenuidad o falsedad) para afirmar la existencia de Dios. Como planteó Aquino y leyéndolo de una manera literal, creo fielmente que la existencia de Dios se refleja en su Creación. Así plantea Flew en el libro, y lo reafirmo totalmente: las leyes de la naturaleza, el ADN y su proceso, la ínfima probabilidad que venció la primera señal de vida; todo eso demuestra y lleva a la conclusión de un Creador inteligente.

Quisiera decir que es “bien sabido”, pero lo cierto es que la creencia popular es todo lo contrario: muchos científicos brillantes e importantes han reconocido creer. Sea mediante el deísmo o el teísmo, los científicos se apoyan en la configuración racional y constante del universo para alegar que debe existir un ser último con inteligencia. Stephen Hawking es uno de los científicos de renombre que manifestó numerosas veces la posibilidad de que exista un Dios, al igual que Albert Einstein, Max Planck, e incluso el mismísimo Charles Darwin, quien se denominó a sí mismo teísta.

Finalmente, podría decir que mi viaje a través de la creencia ha terminado luego de haber arribado de nuevo al puerto del catolicismo, pero lo cierto es que apenas comienza. Desde que volví a creer, no es que los pesares hayan desaparecido, para nada, pero tengo un sosiego espiritual que solo he sentido creyendo. Todavía me falta mucho para ser una ávida creyente, sigo avanzando poco a poco en el camino de la Verdad. Siento que tengo un propósito y que Dios está ahí, acompañándome y amparándome mientras me acerco.

Cerraré con la siguiente cita:

Para el autor sagrado, el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de la dificultad que supone enfrentarse con los límites de la razón. Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las que el Libro de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de comprender los misteriosos designios de Dios (cf. 30, 1.6). Sin embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La fuerza para continuar su camino hacia la Verdad le viene de la certeza de que Dios lo ha creado como un «explorador» (cf. Qo 1, 13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero (4).


*Lucy Fariña Matheus, venezolano-española, es estudiante de Derecho en la Universidad Argentina de la Empresa.

Notas

1 Carta encíclica Fides et Ratio del sumo pontífice Juan Pablo II a los obispos de la Iglesia Católica sobre las relaciones entre fe y razón.

2 Revista bimestral publicada en Oxford, Inglaterra, entre 1943 y 1952, fundada por el teólogo anglicano C.S. Lewis.

3 Carta encíclica Fides et Ratio del sumo pontífice Juan Pablo II a los obispos de la Iglesia Católica sobre las relaciones entre fe y razón.

4 Ibídem.


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