Elena Block| Paul Smith

Por NELSON RIVERA 

Sostiene usted que el discurso predominante de la democracia carece de fuerza. ¿Podría explicar en qué consiste la debilidad?

Esta pregunta es complicada y mi respuesta va a ser mixta. Por un lado, si analizamos la democracia desde un punto de vista normativo, idealista, racional, los discursos democráticos no deberían carecer de fuerza; y me refiero a ellos en plural porque son varios, dependiendo de los distintos pensadores y tendencias filosóficas (individualista, colectivista, contractualista, etc.) que los inspiraron en cada país o nación. Los discursos democráticos emanados de las ideas de la Ilustración, los cuales fueron después ajustados, aplicados y consolidados al finalizar la Segunda Guerra Mundial, son, o deberían ser, discursos intrínseca y potencialmente poderosos. Los discursos de la democracia están basados en atributos como la separación de poderes, el respeto a las libertades civiles, los derechos humanos y políticos, el Estado de derecho, la justicia social, el derecho al voto, el respeto a las minorías, el debate plural y la búsqueda de consensos. Estos son discursos que tienen una gran fuerza. Pero el mundo, sus habitantes y sus acciones no funcionan tan racionalmente como los pensadores de la democracia los concibieron. Sociedades caracterizadas por sus sistemas políticos, económicos y sociales asimétricos se fueron convirtiendo en hervideros de descontento. La ‘emocionalización’ de la política se hizo dominante. En consecuencia, y aquí la segunda parte de mi respuesta, a pesar de su fortaleza y potencial, los discursos de la democracia moderna y convencional se han ido desactualizando, se han hecho obsoletos y han sido sustituidos en muchos casos por discursos extremos, divisorios, intolerantes, discursos que no dan cabida a zonas medias, áreas para construir el consenso. Fue precisamente mi observación de ese debilitamiento democrático y de la popularización del discurso populista, así como de la posible conexión entre ambos fenómenos, lo que me movió a hacer el trabajo de investigación en el que se basa mi segundo libro, Disrupción discursiva, comunicación populista y democracia: los casos de Hugo Chávez y Donald J. Trump, editado por Routledge Nueva York en inglés.

Este proceso de debilitamiento no es nuevo y no lo digo o estudio yo solamente; lo han estado indicando los resultados de estudios de investigación realizados anualmente por importantes instituciones internacionales dedicadas a ranquear el estado y las categorías de la democracia a nivel global y por país. A pesar de que estos estudios se basan en categorías o atributos que caracterizan principalmente a la democracia liberal occidental, sus resultados indican un patrón consistente. Organizaciones como IDEA, Freedom House y el Economist Intelligence Unit, entre otros, han estudiado el estado de la democracia y sus patrones por décadas. Sus resultados coinciden con los resultados de un estudio comparativo llamado ‘Regímenes del Mundo’, desarrollado por un grupo de académicos liderado por Anna Lührmann en 2018. En su conjunto, los resultados de estas investigaciones cuantitativas revelan algunos patrones fundamentales: (a) El mundo se ha vuelto menos democrático, (b) las autocracias se han incrementado mientras, y (c) la democracia, sus valores y la importancia de sus atributos se encuentran en declive, independientemente de cómo se midan.  En consecuencia, estamos presenciando el socavamiento de valores democráticos asociados con el respeto de libertades civiles y políticas, del Estado de derecho, y de los derechos humanos fundamentales, entre otras categorías.

Este proceso no es nuevo. Por ejemplo, en los años 90, Russell Hanson, en un ensayo de historia intelectual, habló sobre los cambios que ya se habían producido para entonces en el concepto de Democracia. Hanson recordó que, desde los años 50, nos acostumbramos a vivir en un mundo que coincidía “en la importancia y conveniencia de la democracia”, mencionando una declaración de la Unesco de 1951 exaltando la aceptación del ideal democrático como “la forma más alta de organización política o social”. Sin embargo, Hanson también recordó que aquellas certezas de los años 50 sobre las virtudes de la Democracia moderna se tambalearon en la década de los 60, cuando el concepto comenzó a perder su asociación con los importantes problemas socioeconómicos, culturales y políticos, y cuando las estructuras que habían dado forma por excelencia a la idea y el significado de la Democracia se habían ya comenzado a debilitar. En las primeras décadas del siglo XXI se ha observado un proceso similar: los discursos democráticos no se han ajustado a los eventos, temas y problemas más importantes y urgentes de nuestro tiempo. Este debilitamiento democrático coincidió con la popularización y normalización de los discursos populistas en el mundo. Líderes populistas comenzaron a ganar elecciones no solo en Latinoamérica, culturalmente acostumbrada al populismo y al caudillismo, pero también en países industrializados, como el Reino Unido y Estados Unidos.

Entonces, desde mi punto de vista, el problema reside en que gobiernos, partidos, líderes y medios de comunicación que se consideran ‘democráticos’ no se dedicaron, o no se dedican lo suficiente a repensar y a adaptar instituciones, procesos y, sobre todo, el lenguaje de la democracia a temas emergentes y urgentes (como el cambio climático y la diversidad), y a las necesidades de ciudadanos que viven en un mundo cada vez  más complicado. No se han adaptado tampoco a las perspectivas y necesidades de los llamados mileniales y miembros de la Generación Z, quienes han demostrado una gran habilidad para dominar las agendas mediáticas. Parte del problema reside, sin querer generalizar, en el pensamiento político democrático parece haberse quedado en el siglo XX. Se ha avanzado tecnológica y digitalmente, pero las perspectivas y sobre todo el lenguaje de la democracia no han avanzado al mismo ritmo. Las élites políticas y periodísticas que tradicionalmente manejaron los procesos de la comunicación política en democracia fueron en muchos casos desplazadas y el rol que jugaban en el desarrollo de un debate racional y civil, y en denunciar los abusos de poder en la llamada esfera pública ha cambiado. La política y el periodismo democráticos han sido sustituidos por la retórica polarizante, punzante, divisoria, muchas veces insultante y permanentemente antagónica de hoy; una retórica que, además, ‘es noticia’, produce clickbait y, por tanto, es amplificada algorítmicamente a través de plataformas sociales igualmente polarizadas.

Vivimos una experiencia babeliana: mucho ruido, mucha pelea, mucha opinión, mucha teoría de la conspiración, mucho ‘fake’ pero pocos hechos, pocas decisiones. ¿Cuál es el resultado? No nos estamos escuchando. La negociación democrática y la búsqueda de consensos entre los contrarios se ve con cinismo, como negociación de cúpulas o élites políticas. Las posturas extremas y la intolerancia hacia los que piensan diferente no sólo se ha generalizado y normalizado, sino que se celebra. Esta confrontación permanente caracterizada por la intolerancia hacia ‘el otro’ impide el debate democrático racional. Los actores extremos, especialmente los actores populistas, cultivan el antagonismo permanente porque se nutren política y mediáticamente de la diatriba, de lo que llamo en mi libro la disrupción discursiva, que se ha convertido en norma, “the new normal”.

Como sugirió Sartori en los años 90, la comprensión del pluralismo implica “una comprensión de la tolerancia, el consenso, la disidencia y la conflicto”. El objetivo no debería ser la totalidad, el odio o anulación frente al otro, sino la comunicación. Repensar y relanzar el lenguaje democrático y la necesidad de tener espacios comunes para la discusión y el consenso se han convertido en una necesidad política vital si no queremos un mundo dominado por líderes o grupos autoritarios, o por una anarquía y una distopía disruptivas.  Espacios comunes que en el pasado eran ocupados por los medios de comunicación de masas con programas noticiosos vistos por la mayoría, ahora sustituidos por redes sociales polarizadas a través de las cuales los miembros de cada grupo extremo solo se oyen a sí mismos y a los que piensan como ellos. No quiero simplificar este tema, porque no es sencillo, pero tendemos a escuchar o dar credibilidad a aquellos mensajes que resuenan con nuestras creencias y cultura política. El resultado redunda en ese debilitamiento de discursos democráticos, los cuales son ahora percibidos como obsoletos, suaves, sin ningún atractivo. Un grupo significativo de ciudadanos a nivel global prefiere discursos fuertes y claros, sin importar su credibilidad, basamento y racionalidad.

¿Puede concluirse de lo anterior que la política democrática ha perdido la capacidad de conectar con el tipo de discurso que espera o prefiere escuchar la mayoría? ¿Esta pérdida de fuerza es históricamente reciente? 

No creo que los discursos democráticos hayan perdido completa o definitivamente esa capacidad, creo que todavía la tienen. Sin embargo, es evidente que los discursos de la democracia, concebido en otros tiempos, necesitan ser repensados y ajustados a los problemas de hoy, una tarea que debe ser compartida por los políticos en posiciones de poder, por los periodistas de medios democráticos, por académicos y, sobre todo, por representantes de los ciudadanos de a pie.

Vivimos en un mundo ‘oximonórico’ donde, paradójicamente, se observa una coexistencia entre ideas que promueven la diversidad y la multiculturalidad, con la polarización entre posiciones extremas y antagónicas.

El mundo pasó por fases de autocratización en la década de los 30 y nuevamente en las décadas de los 60 y 70, cuando la gente luchó para cambiar el rumbo y logró llevar los derechos democráticos hasta alturas sin precedentes. Podemos hacer lo mismo otra vez. Sin embargo, a veces me pregunto si los discursos democráticos fueron alguna vez realmente atractivos, o si, por el contrario, fueron solo un paréntesis o notas de pie de página impulsados por necesidades o momentos específicos  -como los temores e incertidumbres de la postguerra, o el fin de dictaduras, como pasó en Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez y el surgimiento del ‘puntofijismo’-. Vivimos en un mundo que más bien, históricamente, ha parecido olvidar los demonios de la guerra o de la dictadura, y en muchos casos ha preferido retornar a gobiernos autoritarios y liderazgos personalistas o autocráticos. Los movimientos neonazis son una demostración.

Los políticos, gobiernos e incluso los medios de comunicación democráticos parecen haber dado por sentado los procesos e instituciones democráticas y, lo que es más grave, dieron por sentado a los ciudadanos de a pie. En una esquina están los grupos tradicionalistas o conservadores, quienes se han sentido amenazados por los logros que han tenido los miembros del otro grupo, los progresistas que ahora peyorativamente llaman ‘woke’, en materia de derechos civiles y políticos. Estos grupos han obtenido logros en temas de género, raza, inmigración y ciudadanía, derecho al aborto, representación política, etcétera.

Sin embargo, a pesar de sus diferencias en materia de creencia, ambos grupos se sienten mal representados, privados de sus derechos y de su voz, insatisfechos, políticamente desencantados. Estos grupos están atrincherados en sus posiciones, en un proceso parecido a lo que Gramsci llamó la guerra de posiciones, donde cada grupo, hegemónico o contra hegemónico, se prepara con argumentos para vencer o, más bien, aplastar al otro, sin tratar de buscar espacios para el diálogo y el consenso. Esta escisión lleva a que la comunicación política se interrumpa y en muchos casos se pare o cierre por completo.

Por ejemplo, el instituto IDEA, con sede en Estocolmo, indicó que para finales de 2021, la mitad de los 173 países que ellos evaluaron estaban experimentando disminución o debilitamiento de al menos un atributo o categoría de la democracia. En Europa, casi la mitad de todas sus democracias, un total de 17 países, sufrió erosión democrática en los últimos cinco años. Estos descensos, según IDEA, afectan a 46% de las democracias. La profesora Pippa Norris sugirió en 2016 que, aunque muchas sociedades occidentales se han vuelto más liberales con respecto a  muchos temas sociales, esto representó una amenaza a los valores y modos de vida tradicionales. La misma Norris agregó que entre las generaciones más jóvenes hay una preferencia creciente por líderes autoritarios que vociferan su rebeldía a rendir cuentas a instituciones democráticas. En Estados Unidos, para 2016, cuando fue elegido Trump, el 44% de los graduados no universitarios veían positivamente la posibilidad de elegir un líder fuerte capaz de evadir o no sujetarse al control del Congreso o la Constitución.

Este análisis es consistente con los resultados del estudio de 38 naciones entregado por el Pew Research Centre en 2017, que sugirió que, aunque en más de la mitad en cada una de las naciones estudiadas, existe un amplio apoyo tanto a la democracia representativa como a la directa, todavía son “muchos dispuestos a apoyar alternativas no democráticas”. Estos resultados sugieren que ya para ese tiempo, cuando Trump fue elegido o cuando Brexit triunfó en el Reino Unido, presentaba una atracción hacia los líderes autoritarios y un “compromiso superficial” con formas democráticas representativas/liberales de gobierno, en países industrializados avanzados.

El Pew Research Centre indicó en 2017 que en 20 países, una cuarta parte o más de los encuestados apoyaría que un sistema en el que un líder fuerte pudiera tomar decisiones sin la interferencia del Parlamento o de los tribunales, y que ese modelo es una buena forma de gobierno.

Háblenos, por favor, de las principales características de la retórica populista. Y de una cuestión que es central en su libro, la afirmación según la cual la disrupción es discursiva.

Defino el populismo como un estilo de comunicación política que es contrario al diálogo y al pluralismo, propenso a ser autoritario, antipolítico e intolerante hacia las opiniones diferentes y contrarias. El populismo utiliza de manera efectiva y afectiva el lenguaje de la confrontación permanente, las políticas de identidad, los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales para conectarse, movilizar, y mimetizarse con sus audiencias: el llamado ‘pueblo’, formado por grupos heterogéneos que, sin embargo, coinciden en sentirse alienados, insatisfechos, olvidados, afectados porque sus quejas y necesidades no han sido escuchadas por la política democrática tradicional o convencional.

En mi estudio encontré cuatro estrategias claves que son típicas de la comunicación populista: (1) el uso y abuso del lenguaje antagonista e insultante; (2) la manipulación de la identidad y de la cultura; (3) el uso astuto de los medios tradicionales y sociales, y de una relación permanentemente conflictiva con esos medios y sus periodistas para crear diatriba y dominar la agenda, y (4) el carácter antidemocrático del discurso populista, del baipaseo de la Constitución y el Estado de derecho,  derechos electorales, libertades civiles y Derechos Humanos.  Por esto he propuesto que, de la misma manera que en los años 20, Román Jakobson representó estilo de la poesía como «violencia organizada cometida en el habla ordinaria», el estilo de comunicación populista es, en esencia, violencia discursiva ejercida sobre la comunicación política democrática. El liderazgo populista tiende a socavar la democracia actuando dentro de la misma democracia.

Mi trabajo demuestra que el lenguaje divisivo y abrasivo es un rasgo fundamental del populismo. Los actores populistas usan herramientas como el habla, la identidad, los medios, y una ideología anti-democrática (no importa si de derecha o izquierda) como parte de un discurso destinado a construir y a mantener el poder.

Usted estudia los casos de Chávez y Trump. ¿Hay elementos comunes en la retórica de ambos? ¿Y elementos diferenciadores?

Cuando empecé a observar la campaña de Trump de los años 2015 y 2016, comencé a sentir eso que llaman deja vù y decidí investigar esta situación más de cerca.  A pesar de que Trump y el difunto Chávez son diferentes en ideologías, culturas y antecedentes, comparten algunos rasgos comunicacionales y estilísticos, sobre todo en la manera como (a) han usado el lenguaje para conectarse con la identidad de sus audiencias; (b) han comunicado sus políticas en términos divisivos, agresivos, y antagónicos; (c) llegaron al poder como outsiders antipolíticos, críticos del establecimiento y de la democracia, pero dentro de la democracia; (d) usaron los medios con astucia para causar controversia y dominar al agenda mediática, y (e) se caracterizaron por ser disruptores de los discursos de la democracia durante sus períodos de gobierno.

Tanto Chávez  como Trump manifestaron profundo rechazo o desprecio por la separación de poderes y el Estado de derecho; el diálogo plural y racional; y el respeto a procesos electorales y sus resultados, e incluso por la Constitución que les permitió ser presidentes. Por eso he definido a la comunicación populista como violencia perpetrada contra el lenguaje de la democracia plural. Ambos coincidieron en ser expertos en “juegos de lenguaje”, como los llamó Wittgenstein, destinados a construir y mantener el poder. El concepto de disrupción discursiva que propone mi libro engloba tanto una preocupación como una crítica sobre la forma en que los jugadores populistas diseñan estrategias de comunicación y lenguaje antidialógicos que son muy poderosos.

¿Puede afirmarse que la retórica populista es una técnica? ¿Una forma de comunicación política o de mercadotecnia política y electoral?

La retórica populista es una forma de comunicación política que ha resultado ser exitosa en manos de lideres que se han presentado como ‘outsiders’, como la voz del anti establecimiento, la voz contra las élites políticas, económicas y mediáticas. Uno de los rasgos principales y más evidentes de los estilos populistas de comunicación de Chávez y Trump es el controvertido uso de un lenguaje insultante que polariza a las audiencias, construye vínculos con sus electores leales, y exacerba las diferencias con sus oponentes y, a menudo, con «enemigos» construidos a la medida.

La explotación de los imaginarios bolivarianos de Chávez, y el discurso ultra conservador, anti derechos civiles y xenófobo del “Make America Great Again” de Trump, son históricamente distintos en esencia pero, si se observan de cerca, tienen muchos elementos similares que tiene que ver con la cultura, identidad, injusticias sociales y temas del poder en sus países respectivos. Los imaginarios nacionalistas y patrióticos constituyen una parte importante de los discursos identitarios. Tanto Chávez como Trump manipularon temas relacionados con la identidad a su antojo en la construcción y mantenimiento de su poder. Me refiero a temas como la pobreza y la marginalidad social; sentimientos antisistema; desencanto y alienación vis-à-vis las élites políticas y mediáticas; prejuicios religiosos y culturales.

¿Es cuestionable, desde la perspectiva moral o político-moral, el uso de la retórica populista? ¿La retórica populista es, en esencia, una forma de violencia? ¿Alienta el odio, la exclusión, la negación del Otro?

El lenguaje ha sido visto como el lazo o vínculo común que mantiene unida a la sociedad, a la comunidad. Esto se aplica especialmente al lenguaje político y democrático. Si ese lenguaje democrático común se tambalea, la sociedad también se tambalea. No soy experta en Ética, y estoy muy lejos de ser moralista. Mi trabajo se ha centrado en el estudio de la comunicación política desde una perspectiva crítica. Y en el centro o corazón de mi investigación está mi preocupación académica y humana por el lenguaje moral de la comunicación política y, sobre todo, del estilo de comunicación populista. En países como Venezuela el estilo de comunicación populista ha causado una ruptura que ha afectado no solo el sistema democrático: ha destruido lo que quedaba de los partidos que fundaron la democracia, después de un período de dictaduras y caudillos. Una ruptura ha llevado a que los ciudadanos venezolanos vivan en constante desasosiego, confusión, incertidumbre y desconfianza hacia la política. Una ciudadanía que ha emigrado en masa porque las condiciones económicas y sociales han incrementado la pobreza y la marginalidad y acabaron con la clase media. Una ciudadanía dividida, frustrada y desconfiada se convirtió en ganancia para el hegemón chavista (el ‘divide y vencerás’ se aplica en este caso a la perfección y los grupos de oposición, con intención o sin ella, se han prestado a ese juego).

Esta división y desconfianza, exacerbadas continuamente por el estilo de comunicación del populismo chavista, plantean importantes cuestiones o preguntas de corte ético y moral, porque nos han llevado a vivir mal, no a vivir bien en comunidad, como fue concebido el ideal político por los griegos. En el caso de Trump, su presidencia logró crear rupturas y desconfianzas que aún se mantienen y continúan socavando  la democracia estadounidense, la cual muchos creían estable y completamente consolidada. Si Trump hubiese logrado su reelección, en este momento estaría tratando de modificar la Constitución de los Estados Unidos, una Constitución que él sintió y siente como freno a sus ambiciones autocráticas de sembrarse en el poder.


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