Elías alimentado por El Cuervo / Giovanni Lanfranco

Por LAURA CRACCO

El cuervo del poema de Emily Dickinson es más sabio que muchos poetas, pasa de largo por la mesa donde se sirve fama, ficklefood, alimento voluble que no sacia a nadie, y enfila hacia el maíz del granjero. El aedo (compositor y cantante de epopeyas) homérico es esencialmente anónimo en cuanto se diluye en una tradición oral que reelabora y prolonga, aunque ostente el nombre de Demódoco o Femio; sus palabras son “aladas”, regalo de las Musas, y pueden inmortalizar héroes y gestas (tanto como se pueda hablar de inmortalidad en la Grecia antigua) al grabarlos en la memoria y dispensarles fama (kleós) entre los hombres.

También Píndaro, por ejemplo, se precia de ser un dispensador de fama. Sin embargo, todavía falta para que aparezca el poeta que reclame para sí la fama y, más aún, para que aspire a la inmortalidad como privilegio último de su poesía, sea el Exeguimonumentum de Horacio o los reclamos en el mismo sentido de Ovidio y Propercio. Entre Píndaro y Propercio están los alejandrinos. Está Calímaco con su ideal de leptós (delicado, fino, pequeño); sus himnos religiosos carentes de sentimiento religioso; su encumbramiento de la poesía a fin en sí misma y del poeta, por supuesto, a un estatus en que, si bien acaba en cenizas, no muere del todo gracias a su obra.

Alto. Esto no va de filología. Es algo más parecido al cuervo de Emily. Tiene que ver con la duda sobre cuándo la poesía ha perdido su parte de poiesis y el autor se exime de la responsabilidad ligada a la condición de autor (auctor: responsable). La duda sobre cuándo la lírica deja de lado totalmente ritmo y música, que según Aristóteles hace que el elemento lírico en la tragedia la convierta en el género superior a los demás, y se reduce a salvaje balbuceo onanista. Tiene que ver con aquello de lo que el zapatero nunca puede prescindir: oficio, técnica, y el poeta aparentemente sí. Atañe más bien a qué separa las líneas de un tuit o confesión de estado en Facebook de los versos capaces de sostener un edificio (Willa Cather). ¿Será que la economía de medios para componer un poema produce la falsa convicción de que es mero asunto de inspiración porque el airees gratis? —algunos poetas aún escriben con lápices (vg. Rafael Cadenas) y los primeros aedos ni siquiera con eso: la memoria bastaba—.

Al recurrir a un zapatero solemos valorar la calidad del cuero que emplea y la maestría de sus acabados más que su inspiración, ¿o no?

Volvamos a la primera duda, la parte amputada de la poesía. Poiesis es creación, “hacer que algo que no es sea”, e implica trabajo, techné. Un poema logrado condensa, fragua conexiones, sin explayarse en la prosa que sacrifica la simultaneidad, y suprime los andamios. Platón afirma que la forma más elevada de buscar la inmortalidad —la más expedita es procrear sexualmente— es la poiesis que ocurre en el ámbito del alma. Una lectura más pedestre sería que lo que anima al hombre a crear es el afán de perdurar. Estos lo logran teniendo hijos; aquellos a través del conocimiento y la virtud. El poeta hace que algo que no era sea a través del poema. De ahí, supongo, mientras más cultivada sea el alma de ese poeta (conocimiento de la herencia literaria, por ejemplo) más chance de que sea mejor lo que produzca. Esto último quizá no calce muy bien con la idea de la inspiración arrolladora y de un yo tan genial que se autoabastece y no necesita aprender de otros. Shakespeare solo conoció a los autores latinos, en particular Séneca, imaginemos que hubiera leído a Esquilo y Sófocles. Claro, pero era Shakespeare.

La palabra autor viene de auctor, el responsable, dijimos. En su Epístola, Horacio recomienda al poeta ponderar sus capacidades y que deseche el peso que sus hombros no puedan soportar, entre muchos otros consejos; pero sobre todo recuerda la importancia del arsy que las palabras son un bien precioso y como tal deben ser tratadas: In uerbisetiamtenuiscautusqueserendisdixeris egregie, notum si callidauerbumreddideritiuncturanouum. La excelencia es convertir la palabra trillada en una nueva por la hábil combinación que extrae un nuevo brillo al carbón. El poeta es responsable del logro o fracaso de su obra, también de revigorizar la lengua o perpetuar las frases hechas y marchitarla.

La emoción que precede al poema es importante, pero es una parte. La ausencia de métrica y rima no significa el sacrificio de la música. Cesaire habla del ritmo como emoción primigenia. Audazmente propongo “música del pensamiento”. Se llame como se llame, es el trabajo, la techné, lo que hace ser lo que no es. Estamos saturados de una poesía que, en nombre de la lírica, vomita el alimento sin digerir. Estamos saturados de afirmaciones del yo, de poiesis tan prolíficas como conejos en las redes. Quizá el nuevo canon estético acabe siendo el límite de caracteres de estas y tuits y similares serán flamantes epigramas o haikus. Lo breve de Calímaco no como ideal que se alcanza con arte, sino lo breve y crudo por flojera.

Retomemos el poema de Emily. ¿Por qué el poeta pareciera preferir el “voluble alimento” de la fama al maíz del granjero? En algún momento del pasado, la poesía contenía la memoria de un pueblo; en otros, la poesía tenía poderes sanadores; en la Roma augustea se le exige a los poetas que sean portavoces de restitución de las costumbres y valores ancestrales; en otros, la poesía reafirma a Dios; durante el estalinismo debía celebrar al hombre nuevo. En fin, la poesía era útil y así el poeta; la poesía era valorada y así el poeta.

El poeta moderno reconoce su inutilidad, lo intangible e innecesario de una obra que, sin embargo, le ha costado horas de trabajo, de lecturas, de espera por el signo de que el poema condensará el agua en una gota y, quizás, es la fama lo único que puede saciar y calmar la agonía de tantas jornadas de duda sobre si lo que está escribiendo es realmente poesía. El maíz satisface el hambre física, el hambre del poeta es de elogio y aprobación. Y sí, también hay poetas cuya hambre es de saber y ser, como aquel hacedor platónico que cultiva su alma; para quienes la poesía es una forma de pensar y estar: el mundo en mí más que yo en el mundo, repito lo dicho en el artículo “El buen poeta es ante todo un buen oyente”. Esto último exige mucho oficio y la humildad del aprendizaje.


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