Miguel Otero Silva / Archivo El Nacional

Por MARIO MORENZA

En las primeras páginas de Fiebre, notamos la maestría estilística de Miguel Otero Silva y la tendencia ideológica de sus personajes: «Oigo discutir a mis cuatro amigos. Hay dos con fe y dos sin ella. Morín, voluntarioso y vehemente, cree en la revolución, en nosotros mismos, en los demás. Robledillo, no obstante su incurable frivolidad, deja traslucir un sentimiento que está muy lejos del derrotismo. Saldaña, en cambio, no cree en nadie y expresa su opinión con la corrosiva ironía que usa para mirar todas las cosas».

Los amigos de Vidal Rojas radiografían la situación del país, de cómo son percibidos los estudiantes, de cómo sopesan la sociedad en la que viven, sufren o, en el caso de algunos pocos, se benefician, ya que sus padres se reparten una porción del saqueo. Cada uno esboza su opinión, no sin dejar escapar contradicciones. Avanzada la novela, estas discusiones se realizarán en el encierro.

Fiebre no está libre de los desmanes de la dictadura y de su increíble talento para perfeccionar procedimientos de tortura. En el capítulo vi leemos: «Todo estaba quieto, lastimosamente quieto. La palabra protesta era un muñón sangrante. La cárcel significaba cementerio», y más adelante: «Y una mañana la vieja Universidad nos vio salir en largas hileras. La ciudad entera se echó a las calles para vernos pasar. Y fuimos entrando, uno a uno, por el portal enmarcado de bayoneta y rostros torvos, en voluntaria marcha hacia la entraña misma del terror». Se revela la hostil realidad carcelaria que ya se asomaba en Puros hombres, de Antonio Arráiz (1938), que ya se asomaba en La carretera, de Nelson Himiob (1937). La entraña misma del terror se configura de este modo: «El fantasma del hombre a quien los mil latigazos convirtieron en masa deforme y ensangrentada. El que recibió la ración de arsénico en la escudilla de café».

La universidad fue trasladada a la cárcel. Así se abre el capítulo iv, las escenas habituales de la universidad se escenifican en la cárcel sin que aquella pierda su cualidad académica.

En «Montonera» se cuenta el trayecto de Vidal Rojas a caballo hasta un punto determinado en el que se encontrará con Anselmo y ambos continuarán hasta el campamento del general Urrutia, en el que también está Ceballos, que ya es coronel. Durante este viaje, Vidal Rojas debate consigo mismo y piensa sobre su rol en esta nueva etapa de su vida combatiente. Ya en el campamento, Ceballos, que está afinado en roles militares, le ordena a un soldado que entrene a Vidal Rojas en los manejos del fusil. «Montonera» gravita sobre la pesadumbre: los desmanes padecidos por los reclusos en Palenque. Se cuentan tres historias enlazadas por un síntoma común: la enfermedad de los presos; tres historias trágicas, absurdas e irónicas. La primera, refiere las vicisitudes de tres franceses. La segunda, es la historia del indio y su serpiente doméstica, que amenaza el sueño de los otros. La tercera, narra la historia de Belisario y su disentería. El sargento lo insta a ponerse de pie y trabajar bajo el sol abrasivo. Belisario muere y el sargento lo diagnóstica con cínico ojo clínico: dice que fue a causa de la flojera.

Y así llegamos a la tercera parte, «Fiebre», donde Vidal Rojas observa que una docena de presos políticos ha llegado procedente de los calabozos de La Rotunda. Entre ellos atisba, con emoción, pues ya empezaba a enloquecer de soledad, a Robledillo y a Figueras. Robledillo le cuenta que los esbirros de Gómez lo involucraban con unos panfletos antigobierno y sospechaban que él era el redactor. Cuando allanaron la casa no encontraron nada que lo vinculara a esos panfletos, pero sí cinco revólveres. En el caso de Figueras, lo han acusado de ser el organizador de una red clandestina que distribuía panfletos. A Figueras siempre le parecieron más efectivas este tipo de acciones que las mismas bombas. Aquí la narración se articula hacia su desenlace.

Pese a todo, Vidal Rojas, aquel estudiante que se nos presenta de este modo: «Tengo veinticuatro años, estudio medicina y diseco cadáveres…», aún alberga una incuestionable y sólida fe. Ha cambiado, sí, porque la cárcel transforma, cataliza, desmenuza la vida de los hombres. Y en Fiebre detallamos con crudeza los abusos de la dictadura. Y cómo los presos políticos tienden a cambiar su forma de sentir y pensar el mundo, pensarse a sí mismos desde la hacinada objetividad del encierro. Pero la fe de Vidal persiste, incorruptible, pese a residir en las «entrañas del horror».


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