Julián Padrón / Wikipedia

Por MARIO MORENZA

Julián Padrón publicó La guaricha en 1934, novela que, si bien transita los terrenos del criollismo, se detectan, entre las nuevas formas de la vanguardia, exagerados contenidos de realismo social. Mariano Picón Salas ubica a Padrón en un contexto arduo y hostil, que pese a su prematura muerte fue capaz de captar la cosmogonía de su tiempo: «Hacerse una cultura entre los tabús y las represiones del medio fue el signo angustioso de esa generación», escribe.

Desde la «Primera sugerencia de la montaña» se nos describen las faenas de los campesinos, sus exangües riquezas, los dominios de un patrón que representan un nervio tan intolerable como invisible. Todo esto desencadena el espasmo de una revolución social que jamás se cristaliza por la simple razón de que no hay mucho interés en gestarla y que Angarita Arvelo la define como un sistema de meros «tableros ideológicos», y sostiene que La guaricha no es una novela contemplativa, sino un libro «preocupado, adjetivo y subjetivo, indagación amorosa y patriótica de los estratos más escondidos e intactos de la montaña. Sus referencias y descripciones tienen notable valor documental». Sin embargo, concluye que la novela, a medida que avanza, desdibuja su estructura, como si la montaña, además de condicionar la vida de los personajes, también hubiera desarticulado la trama.

En el capítulo «La llamada del monte», José Mayo abandona su rancho para construir otro en la loma. Se demora quince madrugadas y quince soles. A su regreso, lo espera Tilde, su compañera. Pasan la noche y, a la mañana siguiente, van a asentarse en el nuevo rancho. La frase: «El mundo gira alrededor del rancho. El mundo de aquel campo, de aquel hombre, de aquella mujer» resume la existencia de la pareja. De allí, pasamos a «La loma de la virgen», capítulo de transición, de composición sencilla, desprovisto de la carga imaginativa y simbólica del anterior. «Antonio Ramón Guardajumo» se enfoca en el carácter y travesuras del personaje homónimo. Primero, su fama como diablillo; segundo, el incidente con la niña Cometierra (esto da un toque humorístico, lo que refresca los lapsos soporíferos de la lectura). Seguidamente, en «La pesadilla» se espera una lluvia cruel y espesa. Las mujeres invocan a Santa Bárbara bendita, y entre otras supersticiones, el ambiente que preludia un intenso aguacero también trae consigo la sensación de que algo malo va a pasar. Se habla de desaparecidos. Se habla de hombres que han salido a bregar y no han vuelto. Tiempos de guerra se avecinan, dicen, como si la naturaleza cifrara el porvenir en su comportamiento meteorológico.

En «Entonces las morocotas eran redondas y rodaban» se produce un flashback y se enfoca en las aventuras y desventuras de la juventud de José Mayo, sus peleas y pesares junto a sus cinco hermanos, sus inicios en la ludopatía, su incipiente relación con Tilde y aquel accidente a caballo que casi le cuesta la vida. Después de este punto, la calma reinante se desvanece y la narración adquiere un matiz de lucha armada y barbarie. Se instaura un nuevo Gobierno que trastorna todos los ejes de la sociedad. Estos cambios llegan acompañados de terror y, por añadidura, funcionarios crueles como Cancio Guarisma, especialista en abusos de poder y vejaciones, condiciona la tranquilidad del pueblo.

«Tirano paludismo» es desolador: «Deshilvanar pensamientos aquí, mientras se camina por la llanura sin matas de sombra. El Llano, donde las fuerzas humanas ejercidas sobre los elementos mantienen al hombre vertical. Vertical sobre el caballo y la tierra. Vertical sobre el horizonte» (p. 131). Esta ecuación en el plano cartesiano de la llanura será drásticamente revertida. Llega el paludismo y se expande negativamente dejando una estela de muerte: «Es que el paludismo está en el aire del Llano. Viene uno a caballo, le ataca el frío y se cae de la bestia. Y al que le da primera fiebre, se queda para siempre en el Llano» (p. 35). «La voz llevaba el rumbo de la costa» es un episodio inquietante. Junto a sus hombres, José Mayo se refugia monte adentro en la montaña. Repentinamente, se descubren cercados de pura y espesa selva: un presidio vegetal, con la incertidumbre de qué habrá más allá, de qué se van a encontrar en la batalla. José Mayo teme, duda. Y así llegamos a «Sangredrago» y su desenlace entre sangre y fuego, el caos vaticinado: el holocausto signado por el clima. Ese porvenir gris y letal que se congestionaba en la línea del horizonte.


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