Yolanda Pantin / Vasco Szinetar©

Por VERÓNICA JAFFÉ

En su libro llamado Contestaciones, publicado por Visor en 2018, Rafael Cadenas le contesta a la célebre pregunta de Hölderlin: “¿Para qué poetas en tiempos de penuria? Pues para ver qué se puede hacer con ella” (p.23) (Höld, Ged. p.55).

Pensé en un primer momento que la lectura que sigue, de poemarios recientes o inéditos de 4 poetas venezolanas, eran simplemente ejemplos de ello: de lo que puede hacerse con la penuria contemporánea, de lo que puede decirse en poesía como respuesta y reflexión sobre la penuria de estos tiempos. Y como respuesta, en forma y contenido a estos tiempos, serían manifestaciones poéticas perfectamente apegadas a las formas de la modernidad de Hölderlin y la contemporaneidad de Cadenas: con reflexiones llenas de dudas y preguntas y no respuestas, casi nunca respuestas.

Pero luego, releyendo a Cadenas, encontré por casualidad una imagen que creo concentra una característica más propia y más particular de la poesía de estas poetas venezolanas contemporáneas.

En el último poema de Falsas Maniobras, de 1965, Rafael Cadenas habla de un día “tembloroso como un pájaro mosca” y pide una “clave”, “la clave orgánica, fogosa, primaria”, que le abra paso a una voz poética “oscura, humilde y quieta”. (Obra entera, México 2000, p. 134). Hasta aquí, creo entender, se trata de un clásico tema cadeniano, de una metáfora iluminadora para una subjetividad cual “bajel azotado”, paciente, humilde, oscura, iluminada por instantes de revelación en lo orgánico, fogoso y primario de una playa, de un ave.

Pero el pájaro mosca me dice más, otras cosas.

Quizás porque me hizo recordar un verso de Yolanda Pantin, recientísima y muy merecida ganadora del premio García Lorca que le habla a un pájaro pequeño: “Pajarita: tú entendiste que escribir era con piedras”. (Pajarita: tu entendiste que escribir era con piedras, 2019, inédito, p. 69).

Quiero pensar que esa pajarita de arduo, de duro escribir, es un ave muy pequeña, es decir, una especie de pájaro mosca, también llamado zunzuncito, endémico de Cuba, en particular de su infame Isla de Pinos (infame porque allí se encontraba el Presidio Modelo, un conjunto de cárceles panópticas, es decir, edificios redondos con una torre de guardia en el centro, que albergó tanto a los hermanos Castro como después a Huber Matos o Armando Valladares).

El zunzuncito no pesa más de dos gramos pero puede dar entre ochenta y doscientos  golpes de ala por segundo. En verdad, una impensable, una inalcanzable hazaña, para cualquier empresa, cualquier maniobra humana.

Para la subjetividad oscura, humilde y quieta que Cadenas evoca, esa que se libera de las maniobras falsas, enceguecedoras, soberbias, escandalosas, ese temblor imperceptible a simple vista del ave más pequeña del mundo quiero leerla ahora como clave vital, “orgánica”, “primaria”. Una clave para leer también, creo yo, la poesía venezolana reciente en boca de algunas de sus poetas más destacadas. Por ejemplo, la poesía de Gabriela Kizer.

Gabriela Kizer | Vasco Szinetar

Kizer está por publicar un libro titulado En Falso, cuarto título en la colección de poesía venezolana coeditado por la Fundación de la Cultura Urbana y la editorial Visor coordinada por la escritora y excelente editora Marina Gasparini.

Pero estas “falsedades” creo que son más rudas y más generales. Dice por ejemplo:

“Estas no son las aguas de los Mares del Sur —pensé— ni el instante es el pez ni el pez es el plomo ni el plomo la cuerda enredada en el ala del pelícano que flota, herido, sobre las aguas del Mar Caribe con un pez adentro, con dos anzuelos adentro, con el ala enredada en el plomo”.

Peces, plomos, pelícanos son imágenes de agonía, desolación, ciertamente. Y más que sujetos poéticos conscientes de sus escisiones y penurias existenciales, son imágenes que hablan de dolencias muy profundas:

“¿Si dijéramos desolación

procacidad desasosiego humareda demencia ruindad

se levantaría ante nosotros la ciudad? ¿Le haríamos justicia? ¿Volverían a ladrar sus perros famélicos? ¿Dejaríamos de ser

para las hienas que pululan incesante carroña?”

Ya no solo las maniobras, ahora hasta los mares y ciudades, los posibles pasos y caminos, son falsos. Después del fracaso y la derrota de un país y una cultura, de sus tantas falsas maniobras, Kizer quiere hablar mas bien “en falso”, es decir, hablar de la falsedad como tal, de la falsedad propia y ajena, de la íntima y la circundante, en una poesía que recoge lo que ella llama “escombros de desatino”, en comentarios sobre su impresionante libro Tribu del 2007 (en: La Cámara Escrita. Colección 5 en 5, serie 1, concepción editorial de Lisbeth Salas publicada en Caracas en el 2011).

No se refiere solamente a lo que los tres antólogos de la muy completa compilación de poesía venezolana del siglo 20 llamada Rasgos comunes, publicada en Pre-Textos en 2019, describen como “líneas de la modernidad poética”, líneas que estarían presentes en Venezuela como en tantos otros países, a saber, “la muerte del sujeto, el feroz escepticismo, la decadencia de los legados y de la memoria, el interés por la desnudez más pura, más desgarrada, por el fin de todos los mitos,…”. Añaden los antólogos, para el caso venezolano, “la agonía misma del proyecto nacional”.

Quizás se trate más bien de una “contra-épica de lo cotidiano”, de la cual habla la poeta y traductora Gina Saraceni en su antología titulada En-Obra que recoge muestras de la producción de poetas venezolanos nacidos entre1960 y 1980 (Editorial Equinoccio, Caracas 2008) y que marca clara distancia frente a una “épica mínima” que, según Saraceni, una generación anterior habría cultivado. Esta es una contra-épica que Kizer dibuja con ironía feroz:

“Yo también detesto los temas femeninos, pero se trata de la base que prefiero y del rímel que no me produce alergia. Por lo demás, reconozco que ha llegado la hora de prescindir del argumento y de fijarse un poco más en la función de los intransitivos. Prometo que lo haré. Asimismo, intentaré deshacerme del sujeto y de todos sus determinantes. En el lugar de nosotros habitaría el poema. Sería un fenómeno casi natural, casi sin máscara. Pero no siempre se puede usar Lancôme”.

Este magistral juego con citas y referencias, a poemas, a canciones, en diversas lenguas y culturas, tan presente en Tribu, ese libro “imposible de canto, cuento y drama” colectivos, tampoco en el inédito En Falso, se conforma con la constatación de falsedades, penurias y sufrimientos:

“Que este poema no te dé por perdido. Que no justifique la desdicha. Que tú seas quién eres.

Que no haya otro fantasma que el del sueño libre y cansado cada noche.

O bien que sea el sino, la zampoña, el deseo del dios (su risa hueca, macerada, hostil)

en que naufraga la belleza del mundo que trajiste:

apenas liquen, cascajo, grava rota, palabra ardiente”.

Esos “legados profundos de la pena” que Kizer trae a su escritura, si también matizados, y disimulados en máscaras y erudiciones, brindan, como dice ella, “revelaciones difíciles y angustiosas”, aunque sea en burlas sobre sí misma. Y también burlas a posiciones feministas más tradicionales. Cito del poema Pedicure:

“Podría darte ahora por confesar que a veces has deseado parecerte a San Agustín: tener su don retórico y especulativo, dejarte arrastrar por la sensualidad en Cartago sin abandonar el estudio ni el escepticismo y luego en Hipona escribir: al final de esta frase se desvanecieron todas las sombras de duda.

Pero a la poesía no le agradan las confesiones.

Resultaría mejor una disertación en torno al río heracliteano que terminara celebrando la piel de tu amante. O viceversa. Basta con que recuerdes que ni la filosofía ni el amor son objeto de la poesía, etc. Puedes tomarte una pausa esporádicamente. Ningún poema se molesta cuando te tardas, ni le pone reglas al juego, ni te advierte: por aquí no van los tiros, corazón” (p.58).

Un poco antes, en otro poema titulado “Ríos”, dice:

“Que lo que hubo fue lenguaje cenagoso, ríos sin nombre en los que se pegaban los corronchos de las piernas o amenazaban con eso y daba espanto.

Y cómo somos y no somos los mismos” (p.47).

Lenguaje cenagoso, ríos sin nombre, ser y no ser lo mismo, o lo distinto, de los otros o de nosotros mismos. Ya no hay en Kizer sino lo que llama “míseras palabras que no alcanzan”, revelaciones que son angustias, no coros, cacofonías de voces, y sobre todo, y siempre otra vez: preguntas, y mas preguntas, y, como cita Kizer en En Falso a José Balza hablando de las crónicas de ese ícono de la literatura venezolana que es Elisa Lerner, “palabras como dolencias”.

Pero creo que no es eso lo más interesante en esta poesía. O no solo eso. Ciertamente Kizer, como otras poetas venezolanas se ubica, si es que lo hace, en un “espacio menor”, en una escritura de la ajenidad, marginalidad, lateralidad, barbaridad, de las que hablan Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres en su crucial antología de escritoras venezolanas del siglo XX llamada El Hilo de la Voz, publicada en Caracas por la Fundación Polar y Editorial Angria en 2003.

Sí, claro. Como tantos otros, las poetas venezolanas forman parte de esa poesía moderna que cuestiona al sujeto, que diagnostica los males del colectivo, que sabe de la quiebra de los sentidos y las tradiciones. Pues en el caso venezolano, lo que los antólogos de Rasgos Comunes han llamado la “muerte del proyecto nacional” obliga a trascender dolencias y sufrimientos, penurias e incertidumbres.

Porque, como sabe Kizer, “En arte todo es mímesis. Y la fábula —para que sea bella— invariablemente ha sido simple y ha pasado de la dicha a la desdicha… a la poesía no le agradan las confesiones”. Por lo cual puede concluir en su así llamada Filosofía de la composición, del 2014 (p. 68):

“Que el fin último de la poesía nada tiene que ver con la consecución de la verdad. Que las exigencias de la verdad no son las exigencias de la belleza. Que, al igual que un lirio se ve reflejado en un lago, la belleza creada resulta ser una fuente de deleite duplicada. Que una intensa melancolía aflora, forzosamente, a la superficie de todos los lagos. Que ese dejo de tristeza (no se sabe cómo ni por qué) está vinculado con la manifestación más elevada de la belleza”.

Kizer, como sus contemporáneos, es consciente de todas esas limitaciones. Sabe que es dura y complicada la tarea, dice:

“Aunque se nos quede la lengua en agua de borrajas, ¿cómo dar forma a nuestros vínculos, a nuestra pertenencia al país, a los afectos, a la tierra, a las lecturas, a las tradiciones, a unos ancestros, al misterio sustancial e irreal, sombrío y sutil que nos sustrae y sostiene? ¿Cómo darle alguna intimidad, alguna belleza, algún sentido a ese estar en la vida y con el otro que, pese a la violencia demoledora de la historia, pide ser reverenciado y rememorado? La percepción del tiempo puede llegarnos como una revelación difícil, angustiosa, hasta que se va transformando en incipiente imagen, incipiente conciencia” (p. 2).

Así terminan sus reflexiones en el prefacio de este hermoso libro En Falso.

Porque también es necesaria esa otra contraparte de la violencia de los tiempos:

“Atesora esa voz, el esplendor del mediodía, su penumbrosa manera de limpiar en un instante el aire bochornoso, irrespirable de estos días;

atesora su gracia, su exigencia: la vida, aún”.

Por lo cual yo quiero divertir el camino hacia otra pregunta, otras metáforas. Ya en Tribu Kizer mencionaba, creo, esa otra ruta. Dice ahí, o más bien pregunta, bastante al final y poco antes de citar a Rilke:

“Mas quién sabe/cómo secretamente crece el animal en el interior de una cáscara cerrada”. (p. 48)

Acá encuentro con más precisión lo que Kizer llama “incipiente imagen”, que es a su vez “incipiente conciencia”.

Porque ya se sabe. Son los animales, según el Rilke de la Octava Elegía de Duino, los que “miran lo abierto con todos los ojos”. Y “sabemos lo que es abierto y profundo por un rostro animal”.

Un pájaro mosca, es decir, un zunzuncito, propongo aquí, es el que con precisión y rapidez imperceptible puede dar un instante de sentido. Por ejemplo, cuando escribe “con piedras”. Como escriben los judíos que recuerdan a sus muertos al colocar pequeñas piedras en las tumbas, porque la palabra “piedrita” también significa en hebreo “lazo y vínculo”, y con el gesto rezan por incluir al muerto en ese gran enlace que es la vida.

Pues más allá de todas las penurias, las infamias, las cárceles y presidios de estos tiempos, las pajaritas escriben, siguen escribiendo.

Lo hace Blanca Elena Pantin en un precioso libro, titulado Estructura/Venado en fuga, publicado en Caracas en 2019 por una admirable empresa editorial llamada DCir que lleva la incansable Edda Armas. En realidad son dos libros, que desembocan en tres fotografías de dos venados, que representan el “lugar de exilio”. Explica Blanca Elena en una coda que el libro abarca diez años, 2004 a 2014, de una escritura que es “crónica de un acto oficial” en un comienzo, pero luego diálogo y conversación íntima con amigas y la hermana Yolanda.

Blanca Elena Pantin / Autorretrato

Y aunque ciertamente también guardan entre sus líneas “reservas de verdad y de historia”, como opina la escritora argentina Laura Estrin, (p.4) en el prólogo, y el “saber del fragor de las olas” se deje escuchar como constante ruido de fondo, en este poemario todo sucede

“En la levedad de la noche o en los sueños. Lo cierto /o la duda/ o el miedo” (p. 32).

Dice Blanca Elena que a los tiempos de penuria, al horror y la “oscura sombra” del país, a la “asfixia”, le hablan muy breves poemas, pocos versos, que son, aquí también, “el paso de la reinita, ave diminuta, los refugios” (p.46).

Es cierto, la reinita no es exactamente un zunzuncito, o un pájaro mosca, pero igual, quiero leerla como “incipiente imagen, incipiente conciencia”, y como imagen que es conciencia, verla como un instante de “luz en la sombra”, como “una pequeña paz”, “un insecto extraviado frágil, agotado”. O como “una luciérnaga” que “repliega sus alas/y descansa de su largo viaje, o ardillas muertas protegidas por piedras:

“La gracia de las criaturas

epifanía de la infancia. Pero esa noche algo que no sabemos ocurrió y las encontré al amanecer cuando todo era luz una, junto a otra, las ardillas muertas. Entonces las tomé con las manos y las sepulté, una junto a otra en el jardín, al lado del árbol, protegidas por las piedras, las ardillas” (p. 23).

Epifanías, o espejos, imagen, comprensión del animal como alter ego:

“Un extraño titular casi de crónica roja en la prensa leído «Venado en fuga» (*esto es tomado de un titular del periódico O Globo). ¿A qué bosque huido? Atento al más mínimo respiro a la pólvora en el aire

tu salto en el descampado es el mío” (p.25).

Pero también, como en la poesía de Kizer, hay momentos de compañía, de sosiego momentáneo por gracia de la belleza:

“Nos saludó desde el horizonte dorado y nos acompañó largo rato con sus saltos su gracia desde el pastizal –el prado–la liebre” (p. 25).

Y siempre también, en sus minúsculos gestos de contradicción al poder, a la violencia, al “paisaje verde de estética castrense”, al “rugido de la tropa”, la poesía de Blanca Elena es diálogo, y es conversación, con la poeta argentina Claudia Schvartz, por ejemplo, o con Yolanda Pantin, su hermana:

“Es un poema triste’, me dice /o me advierte. Sabe que este, su poema triste, /es también el nuestro y nuestro el mismo paraíso. Una vez me habló, o me dijo, o escribió, del vocerío. En esa amenaza aparecía –como un Ángel de la Guarda– /la intimidad de la casa, siempre nombrada. Sus jardines, quiero decir, los jardines, o el jardín del poema” (p.33).

Así conversan estos pajaritos poemas, desde el jardín, que, como sabe Blanca Elena, es la parte más íntima de la casa, del paraíso de la infancia, donde se dan los instantes de luz, las imágenes apenas perceptibles, apenas visibles de las epifanías compartidas, las guardadas bajo las piedras protectoras de la escritura, en las conversaciones fraternas de la poesía.

En “anotaciones, fragmentos”, como dice Blanca Elena, en lo breve, en lo pequeño, casi mínimo, reflexiona, conversa también Yolanda Pantin en su bello libro inédito, Pajarita: tu entendiste que escribir era con piedras.

Piedras, que como en todo haiku, pesan en palabras exactas, versos breves, imágenes fugaces, gestos inciertos. Dice en uno de sus haikus: “Taparas. Trazas / de escritura con virutas”. Pero también dice: “El anillo se forja/en la imagen”. O “La poesía mueve y conmueve/cerros de desaliento” (p.59). Y resume, en un ars poética, lo que todas estas poetas guardan como oblicua, sinestésica, incipiente conciencia. El poema se titula “La poesía”:

¿Cuál es la idea/ de esta pieza

//que he tallado/ porque sí?

//¿Estos cortes/en el fruto

//a punta / de cuchillo?

//¿Las horas sin saber/ del tiempo

//que ha pasado?

//¿Cuántos días,/ con un lápiz,

//el pote de betún,/la pulitura?

//Lo sé ahora/ al escribirlo:

//Es un vaso

//que no se puede/ llenar.

(p. 2-3)

Y naturalmente, más importante que las definiciones o las sinestesias, es la conciencia de la brevedad, pequeñez, la necesaria pobreza del espacio del poema:

“Lear

Se escriben estos versos/mientras caen las virutas,/se escriben por su cuenta/mientras busco el equilibrio./ Este plato, aquel platillo,/ los pocillos, y la copa  / en la mesa de un rey / desposeído (p. 5).

Nuevamente, pues, acá se asoman, discretas, fugaces, incipientes imágenes, incipientes conciencias, y también contra-épicas, oposiciones, tercas contradicciones a los heroicos discursos, las pomposas y opresivas verdades, las trágicas penurias, y, por supuesto, desde el jardín:

“Todas las puertas / se han ido cerrando. //Una voluntad /que no cede /y busca / descuidos/ de los carceleros.// Las puertas de los cuartos,/ las del patio,/ las puertas de las neveras,/ la puerta que comunica/ una casa con la otra.// Todas cerradas con candado, // salvo la puerta que abre/ al jardín” (8).

De lo abierto, permanece lo natural. De lo pasado y perdido, lo compartido. De lo difícil e incomprensible, la certeza de los lazos, los vínculos, o también, los sentidos de un límite, de un vallado:

“Por esas partes/ de la casa,/ ese atrás/ abandonado, /sus costados, /el frente/ hacia el jardín, / alrededor,/ dos veces, / tres,/ del vallado,/ vamos/ las hermanas/ sin/ reconocer” (p.11).

Consuelan ciertas certezas: “Sé que hay un río/ que pasa por debajo.// Un caudal //que no se agota,/ ni se cansa./  Todo alrededor / son hilos” (p. 29).

O alivian las “correspondencias”, a pesar de todo:

“Quien recibe el mandato/ no está perdido.//Todo alrededor/ son hilos.// El árbol/ cargado de mangos// y el derrumbe (31).

Y la conciencia de los lazos, de los vínculos, las hermandades, nuevamente sentidas: “La hermandad // es un nudo / felino. //No pueden /separarse / los hermanos.// Descoser / esa juntura // de pieles/ y huesitos // sería // darse / en la herida” (p. 67).

Como las revelaciones poéticas, rápidas como los zunzuncitos y pequeñas como los pájaros mosca, así son en este poemario de Yolanda Pantin las afinidades:

“Mi amiga/ es un pájaro //con don/ de lenguas.// Desde donde/ me siento// la miro.// Ella me cuida./ Yo solo// puedo / escucharla// por intermediación/ de la poesía” (p. 64).

Para concluir, quiero imaginar que una gran amiga de Yolanda, otra poeta que asume en forma exacta y precisa el arduo oficio de escribir con piedras y enfrentar los tiempos de penuria, recoge sabiamente todos los vuelos de estas pajaritas y zunzuncitos.

En sus extraordinarias Crónicas Budistas, publicado en el 2016, también por Dcir ediciones, Blanca Strepponi, poeta, escritora, editora argentino-venezolana, escribe, como explica en un breve epígrafe, ya no sólo con imágenes, como piedras, sino explícitamente como “108 reverencias”, es decir, gestos de devoción “para entender que mi vida es el movimiento de mi alma” (p.3).

Se trata, según Alejandro Mendez, autor del texto en la contraportada, de una escritura asumida como plegaria, como ejercicio y respiración, de un “juego intercambiable de ausencias y presencias”, entre las dos patrias, entre los sentimientos encontrados, entre las polaridades y contradicciones de los sentimientos”. Se trata de un “yo poético oficiando de traductor, agenciando un trafico constante de emociones y significantes”.

En esta contemplación serena de “odios, desconfianzas, guerras, resentimientos, iras, vergüenzas”, las imágenes cada vez más contundentes conducen sí al silencio meditativo, pero también a la serena consciencia de la mirada poética. Casi al final del libro Strepponi escribe también de un jardín, desde un jardín, del “jardín del templo”. Aunque es un poco más largo, lo voy a leer entero:

El jardín del templo

 

Es verano y ha llovido durante días enteros

la hierba está altísima

plantas flores árboles frutos

parecen crecer minuto a minuto

 

Tal vez se sienten libres

pues no hay humanos

en estos días de vacaciones

salvo cuando llego por las tardes

para alimentar al gato del templo

 

Hoy encuentro que un arbusto ha extendido sus ramas hacia el sendero reservado a las personas

como diciendo: esto ya no es vuestro

 

La higuera está cargada de frutas

y son tantos los pájaros que llegan a alimentarse

 

Las pequeñas cotorras bulliciosas e incluso un colibrí

de asombrosa y diminuta belleza

 

Cuando llego se escucha un poderoso aleteo

son los pájaros que abandonan el jardín de mala gana

 

También cientos de abejas y avispas han tomado parte del jardín

Esto ha sucedido en apenas unos días

 

He comprendido la lección de la naturaleza”.

 

Reaparece mi guia, mi zunzuncito, mi pájaro mosca, aquí es un “colibrí de asombrosa y diminuta belleza”, acompañado de cotorras y muchos otros pájaros, junto con plantas y flores y árboles y frutos y arbustos. Es el quien marca la pauta y muestra el camino y da la lección.

 

Si es cierto. Incipientes son las imágenes, limitadas las miradas, muy breves los poemas, fugaces las intuiciones. Y las incipientes conciencias revelan, en la asombrosa y diminuta belleza del colibrí, lo que la poesía de estas poetas venezolanas le regala a sus lectores: intuiciones, instantes de alegre comprensión.

 

Porque, como enseña el último poema de estas crónicas dolidas en tiempos de penuria, a veces no está demás saber y estar consciente del tamaño del lugar que ocupamos en esta vida, tal como concluye el libro de Blanca Strepponi:

 

“Dice Ho Jun Jang

 

Estuve de pie junto a esos cactus gigantes

están allí hace quinientos años

 

He sentido el deseo de reencarnar en un cactus

 

Ser humano es muy difícil” (p. 46).

 

Se pregunta Rafael Cadenas, como siempre lúcido y preciso en su libro En torno a Basho y otros asuntos, publicado por Pre-textos también en 2016:

 

“¿Por qué no viste el pájaro

que volaba

en tus ojos? (p.25)

 

Estas poetas, creo yo, lo han visto, por instantes, y era un zunzuncito.


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