El papa Francisco durante una audiencia privada transmitida en vivo desde la biblioteca del Palacio Apostólico del Vaticano / AFP

Por ASDRÚBAL AGUIAR 

Impuesta la parálisis abrupta del acontecer humano por la pandemia del coronavirus que ya afecta a 1,6 millones de víctimas y 95.000 fallecidos en el mundo, la realidad habla por sí sola. Reclama enmiendas, mejor aún la forja de un orden nuevo global y muy viejo fundado sobre lo que nos une en esta hora en que el hilo entre la vida y la muerte no discrimina, a saber, la dimensión universal de la solidaridad.

Quedan atrás como resabios de un gran engaño que le abre compuertas al caos, dentro de esa larga transición treintañera que se inicia en 1989 y debilita los lazos comunes que nos deja el Holocausto, el choque de civilizaciones descrito por Samuel Huntington (1993) y la Alianza de Civilizaciones propuesta ante la ONU por la izquierda española (2004), inspirada por Irán (1998).

Las civilizaciones siguen en pie, sin matizaciones, cuando menos la islámica y la confucionista. La cristiana, la de los universales, decidió acompañar al progresismo relativista en boga. Se neutralizó para no empañar su adjetiva tolerancia, avergonzándose de su legado milenario. Incluso la misma Iglesia romana anda en búsqueda de “rostros amazónicos” y en procura de un mundo de particulares.

La experiencia de la pandemia ocurre, paradójicamente, al cerrarse el ciclo histórico señalado que se inaugura con el fracaso del socialismo real y la caída del muro de Berlín. Entonces se predica el final de la historia y la Humanidad ingresa a la sociedad de la información, quedando bajo dominio del ecosistema digital.

Las gentes del Oriente de las luces y del Occidente de las leyes, las del Norte vikingo e industrializado como las del Sur de las civilizaciones materialmente empobrecidas, todas a una se repliegan. Viven hoy el Gran Frenazo. Se recogen en sus “cuevas” y se miran en sus sombras obligadas por una cuarentena que no discrimina entre credos, religiones, confesiones, ideologías, sexos, tampoco entre “civilizaciones”.

Como si no hubiesen dejado ejemplaridad alguna, los hitos cuyas escalas previas acontecen de modo igual cada treinta años son vistos como piezas de museo.  La aparición de Estados Unidos en la escena mundial una vez concluida la guerra hispano-estadunidense en el diciembre anterior a 1899. La Gran Depresión de 1929. La conquista del Espacio y en América Latina la insurgencia de la experiencia democrática representativa con sus principios de alternabilidad y primacía de los derechos humanos, a partir de 1959.

El reduccionismo también hace de las suyas hasta ayer, como el acusado final del comunismo y la victoria del liberalismo, y la reacción de los huérfanos de aquel endosándole a este y al capitalismo las responsabilidades por los males de la Tierra. A la vez repetimos hasta el cansancio la desaparición de las referencias geográficas y temporales en beneficio de la realidad instantánea y virtual, en la política y en la cultura, incluso en la religión.

Aherrojados en la circunstancia por el coronavirus, fijados en los espacios lugareños y hogareños, desgranando los días y las horas que nos mantienen en la incertidumbre a todos, cabe, pues, que revisemos los fenómenos característicos del siglo corriente que aún nos interpelan, sin que encuentren respuestas.

(a) La incapacidad del Estado soberano y sus instituciones constitucionales para asumir, por sí solos, los ingentes desafíos y conjurar los peligros propios de la deriva tecnológica cuando deja de ser medio y se hace finalidad.

(b) De suyo, la inutilidad de las organizaciones multilaterales que forman los Estados y aún conjugan en clave gubernativa, a pesar de la premisa prohombre que consagra la Segunda Gran Guerra del siglo XX y es norma de orden público internacional.

(c) La fractura del tejido social y la segmentación de las poblaciones (originarios, afrodescendientes, musulmanes, LGBT, ambientalistas, abortistas, tribus urbanas, etc.), apalancadas sobre el derecho a la diferencia y la subyugación de los distintos.

(d) La transnacionalización de la criminalidad organizada (terrorismo, narcotráfico, lavado de dineros ilícitos o producto de la corrupción) y el asalto por sus actores de los restos del Estado moderno, transformándolo en nicho de impunidad.

(e) La relativización de los comportamientos humanos al relajarse los códigos o sólidos de la moral universal y romperse la línea que separa al bien del mal, lo decente de lo indecente, la legalidad de la ilegalidad, la verdad de la mentira.

(f) La emergencia de una economía virtual, comercial y financiera, fundada en técnicas para la destrucción (TpD) que se niegan a la lealtad en la competencia.

(g) La pugna entre un desbordado antropocentrismo que intenta crear vida y manipular al genoma humano ajeno a los meros fines terapéuticos, y un bio-centrismo marxista que se propone fundir al hombre con la tierra, sobreponiéndole a la Diosa y Madre naturaleza por creadora de todo.

Sujetos a los embates de una aceleración que nos ha impedido mirar a quienes ahora nos acompañan en nuestros refugios, sin tiempo para contemplar a las alturas mientras observamos hacia abajo, pero no a la tierra que nos sostiene sino a nuestros celulares, apreciamos esta vez, forzados, que sólo nos queda el saldo de lo evidente: no nos salvan de la pandemia las redes, ni el partido ni la misma ONU.

Hasta pierden su sentido los caminos transitados desde 1989, a saber:

 

(a) El camino de la posdemocracia, que ha sido ausencia de mediaciones institucionales y la disolución de los espacios de intimidad transformados en plazas públicas.

(b) El camino de la posverdad a cuyo tenor cada individuo forja sus narrativas libre de ataduras culturales y las vincula a su arbitrio con los pedazos de la realidad que le acomodan, o los que forja al detal con apariencia de verdades sobre las autopistas de la información.

(c) El camino de la posmodernidad, pues habrían cedido los sólidos culturales milenarios con el paso hacia la modernidad de líquidos y en movimiento constante e informe que nos señala Zigmunt Bauman, y que acepta el papa Francisco al concluir 2019: “Los cambios no son más lineales…; constituyen elecciones que transforman velozmente el modo de vivir, de interactuar, de comunicar y elaborar el pensamiento… No estamos más en la cristiandad”, afirma.

Entre tanto, a la fractura de los sólidos y símbolos del capitalismo —las torres gemelas de Nueva York (2001)— se le agrega luego la de los sólidos romanos. El ahogado grito o inmenso vacío que se desprende desde la solitaria plaza de San Pedro durante el Urbi et Orbi más reciente a propósito de la pandemia se vuelve reflejo de la misma orfandad que acusa ahora el mundo. Medramos aislados los unos de los otros en nuestras respectivas cuevas neoplatónicas, aprendiendo todos a uno con agónico sacrificio para enfrentar el porvenir e inundados, como en el medievo, de miedos resurrectos.

Por lo visto, habrán de regresar por sus fueros los universales (universale ante rem) que nos enseña Aristóteles. Esos que por naturaleza están ordenados y nos son comunes, como nuestra común fragilidad que concita en buena lid el llamado urgente a la solidaridad en todas sus dimensiones.

“Buscar al hombre que sufre, yendo en pos de él más allá de las fronteras de las naciones y de los continentes”, marca la medida de lo universal. Al caso y por serlo no se limita a la superación “de algunas fronteras, fórmulas políticas o sistemas” para que la solidaridad, el “abrirse al otro”, ser cercano a los otros, abrirnos todos a todos en la actualidad pues todos somos potenciales víctimas del mal que a todos aqueja, sea eso, un estándar universal.

Es lo que enseña exactamente Juan Pablo II.  Ya que la apertura siendo universal no se niega a los particulares sino que éstos se justifican en aquella. Se concreta en “ámbitos de necesidades humanas perentorias” —las zonas particulares de solidaridad— e implica, necesariamente, la idea de la transparencia, del servicio a la verdad en modo de que se salvaguarde al necesitado de las manipulaciones de los egoístas.

Salvo bajo realidades conocidas y sometidas a regímenes despóticos, la lucha contra la pandemia del coronavirus ha tenido un manifiesto sentido democratizador, sustantivo, igualitario. Intenta alcanzar a todos, horizontalmente, contar con todos para derrotarla. Deja que la experiencia guíe y participe con prioridad, anulando las tentaciones populistas.

Lejos de la globalización digital y de la inutilidad de los Estados-alcabala ante el desafío, ante la deficiente y explicable acción internacional por la pandemia, los gobiernos han tenido que confiar más en las localidades y comunidades para que sus medidas alcancen aceptación general y se hagan efectivas. Se está practicando, así, la subsidiariedad.

En suma, la universalidad, la solidaridad, la transparencia, la democratización, la subsidiaridad sin perjuicio de las innovaciones constitucionales y orgánicas que reclamará el orden global pendiente y sus concreciones domésticas, habrán de estar presentes como principios superiores en todos los planos de la experiencia humana, la personal, la social, la cultural y la política.

Dichos principios, por fundarse en la premisa citada y de larga tradición milenaria pro homine et libertatis, expresan de conjunto y en su plenitud la idea de la justicia. Han de sujetar, por ende, la relación legitimadora entre medios —como el ecosistema digital contemporáneo— y fines hasta alcanzar se restablezcan los equilibrios perdidos durante la transición que llega a su final.


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