Elisabetta Balasso | ©Inger Pedreañez

Por ELEONORA REQUENA

Hola, socia, ¿cómo estás?, y el fondo sonoro a la par de su: bien, ¿qué cuentas? se abre a un pasadizo entrañable, el canto de los grillos y sapitos de la noche caraqueña ambientan el lugar donde la conversación se distiende, otros ruidos se escuchan al fondo, el tropiezo de la loza en el fregadero, un graznar inaudito y lejano o los maullidos de la camada reclamando por comida. Disfruto mucho estas charlas nocturnas con Elisabetta, siempre hilamos en la rueca alguna idea que da forma a algún proyecto conjunto, posible o imposible de realizar. Les advierto que seguramente me iré por las ramas al comentar su libro, los árboles son nuestro punto de encuentro más extenso, varias veces nos juntamos y desarrollamos una acción poética que nos llevó a rastrear con mapa y brújula en mano las calles con nombres de árboles de Caracas. Una vez en la calle hallada, el situacionismo arbóreo generaba una dinámica inesperada y fructífera, hablábamos con los vecinos o transeúntes, explorábamos y hacíamos un levantamiento fotográfico del lugar, buscábamos los árboles que signaban el nombre de la calle, si los hubiere, y entonces se daba la alquimia, creábamos un breve poema a cuatro manos, que luego quedaba escrito en la acera, al pie de un árbol, o de su ausencia, como el efímero testimonio de nuestro paso por ahí.

Ahora leo el poemario La fuerza de las cosas, y sus palabras tupidas y exuberantes van regándose como una hiedra, cundiendo con su luz y su verdor el recuerdo de los espacios de esa casa a la que fui varias veces. Estos poemas pintan un paisaje interior desplegando una taxonomía íntima que describe los movimientos de la luz sobre los muebles, el cuchicheo vegetal o el canto imprevisto de las aves van armando un ambiente multisensorial, cinestésico: “Vuelve la hora perfecta y fugaz/ en que las sombras se alargan/ sobre la mesa de la cocina/ el verde se estira hacia la ventana/ dos limones son esculturas/ la tetera contiene la respiración/ suspendida en el aire amarillo/ los ruidos se amortiguan/ en la melaza de la tarde”.

Entre los años 1843 y 1845, el pintor alemán Ferdinand Bellermann detalló la geografía y la vegetación venezolana de manera minuciosa en su diario de viajes, donde tomaba apuntes y hacía dibujos de rigurosa precisión botánica que luego le servirían para realizar sus impresionantes paisajes de las diversas regiones y parajes del país, haciendo una representación siempre sublime de la naturaleza intocable, virgen y salvaje. Quienes conocemos las Cuevas del Guácharo aplaudimos sus cuadros sobre ese lugar, un detallado trazo da resolución a un paisaje, magnificente, pero veraz. Detallista sin caer en excesos, la pincelada de Bellermann expresa su vital mirada, pero también la escuela paisajista alemana a la que presta rédito, pero con su estilo tan particular. Aprecio reconocer el paisaje pintado en un cuadro de Bellermann, pero también me cautiva el extrañamiento que me produce el ver ese paisaje recordado a través de su mirada y de su trazo. Cosa similar siento al leer los textos de Elisabetta, estos renombran para mí un espacio atesorado y atizado ahora por sus palabras. En el lenguaje de La fuerza de las cosas hay un acento y un ritmo sensual y melodioso, depurado e insistente en la contemplación de la belleza natural, que cunde todo a su paso y se extiende como una enredadera bellermiana: “Oigo el rascar vegetal/ levanto la mirada/ en la agitación descubro el elegante/ paso a paso con cuidado la primera / sobre la nervadura central/ levantando bien las patas. / La segunda guacharaca me escudriña/ con su órbita de gallina sabia/ salta grave y pesada/ de una hoja de palma a otra”.

Si algo hila este poemario es su pertinaz repicar en la descripción lirica de lo que va viendo, bien sea desde la ventana de la cocina, desde el balanceo del chinchorro o en la vía hacia oriente. Hay una insistencia en marcar los detalles que dan cuenta de la trama de las horas, las señales inequívocas de su paso se urden entre las ramas de los árboles. Los poemas de La fuerza de las cosas son pequeños tratados sobre la naturaleza del tiempo, las dinámicas casi imperceptibles de los insectos, el cíclico ritmo de las floraciones, la aparición de un brote, la caída de las hojas, el limo asentado de la descomposición, son textos que condensan un tiempo vegetal que gravita en el ritual de libación de la luz en “la hora de la brisa de la tarde”.

Pienso de nuevo en el pintor alemán y su reiterado motivo de representación, sus pinturas de paisajes venezolanos se repiten a lo largo de su vida, ya instalado en Alemania, siguió recreando esa geografía tropical, dejó inconcluso un “Atardecer en el Orinoco” al morir.  Se vio cautivado por un paisaje esencial que lo prendó en su imaginario pictórico, insertado en un espacio mítico, arraigado a la luz y las formas de lo que vio en Venezuela. En El orden de las cosas, por su parte, una lengua verde matiza vaporosamente la penumbra con sus humedades, nos acerca al chasquido del racimo que cae, lo verde oloroso esparcido, el jerez resbaloso de la luz de la tarde decembrina untando sus fragores. La paleta de este poemario se explaya en ornamentales metáforas y cornucopias, reconcentra un murmullo que hace serie, texto tras texto, con la idea de lo permanente y lo mutable, paisaje tras paisaje, poema tras poema, con la atención puesta en la hoja caída, en los nuevos brotes o los pocitos de agua entre las hojas de las bromelias.

La casa es el bastión, desde la casa Emily Dickinson plantó silenciosamente textos adentro de las macetas de los libros de su biblioteca. Pero la casa es casa porque existe el afuera que la delimita o que la acecha. Desde ese lugar, otro lenguaje comienza a brotar a lo largo del libro, haciendo taima con la paz. Es una voz que echa mano del fraseo lúdico y de las palabras de la tradición oral y de los juegos de la infancia para hablarnos de lo que acontece en ese violento afuera, ¡ah!, el del país: “Escribiré sin vacilar coronada/ la ere de la palabra/ un dos tres por derecho/ quince noventa y nueve cien/ gárgaro malojo/ la palabra mágica que advierte/ la persecución ha comenzado/ calambur de la paloma/ punto y coma cambur/ pintón hipócrita”.

Ahora vamos despidiéndonos, vamos bajando del árbol y cortando la llamada, Eli, se nos hizo tarde, como siempre, es la hora del bostezo, del hasta luego, socia, ¿cuándo vienes? ¿Viste la foto que subí en mi Instagram de la mata de cambur cargada en pleno Parque Chacabuco?, estos exotismos de la primavera porteña.


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