José Ledezma | ©Vasco Szinetar

Por ROSA MARÍA RAPPA

Grandotote. Nadie apostó que quien fuera defensa en la selección nacional de basket-ball en los Panamericanos de 1951, y trabajara como químico industrial en una fábrica de cauchos, se fuera a dedicar al mundo de la danza contemporánea, de por vida. Sobre todo en la provinciana mentalidad de 1959, cuando él vio un espectáculo de Grisshka Holguin, pionero de pioneros, y decidió que eso le gustaba. Antes había pintado, porque ya el mundo artístico y la cosmopolita Caracas lo habían atrapado, negándole el retorno a la natal Maracay. Desde entonces, pasados 33 años, el «Negro» Ledezma ha echado raíces y levantado columnas en el movimiento dancístico nacional, con una compañía estable de 18 años, cerca de 50 coreógrafos y la responsabilidad de haber formado 95 por ciento de los bailarines que actualmente se debaten en la escena. Todo él solito.

Terco y radical

Algunos lo llaman tirano y otros han estado a punto de odiarlo por el resto de sus vidas. Son célebres las frases con que desanima a cualquier joven que se acerca por el Pent-house de Tajamar, en Parque Central, creyendo que las cosas son fáciles: «¿Qué haces tú aquí. Vete a vender cambures, que tú no sirves para la danza». Entonces, como regla general, hay lágrimas, muchas de las cuales son realmente efectivas y otras generan un fuerte rencor. Está convencido de que la juventud actual no sabe lo que quiere, que es inmediatista y le huye a los compromisos. La danza para él no es un hobby; para nadie debe serlo entonces. Pero no es una excusa la contemporaneidad de los tiempos, ni mucho menos los juegos electrónicos que idiotizan a los niños. Él nunca ha creído mucho en los jóvenes: cuando en 1984 ganó el Premio Nacional de Danza declaró a la prensa que pasados los cinco años subsiguientes no habría a quién otorgarle tal distinción. El movimiento dancístico entonces era pequeño y él pensó que no crecería. Se equivocó de plano.

Su método de enseñanza, conductista ciento por ciento, consiste en el trabajo diario y exigente, sin mayores distracciones ni materias complementarias, bajo un duro patrón de entrenamiento, por él desarrollado, que tiene por objetivo explotar al máximo la capacidad corporal del movimiento armónico. Sus clases duran cerca de tres horas y media. Deviene de Merce Cuningham, importante coreógrafo de Estados Unidos, descendiente directo de Martha Graham, un Mondrian según Ledezma. Se impactó cuando vino a Caracas en los años 70. De Cunninghan le gustó el tratamiento especial, lo ortodoxo y formal de su técnica, viéndola pura, aséptica, dispuesta a ser contaminada con cualquier cosa.

Muchos no comprenden, y no lo harán como él, latino que es sinónimo de emociones fuertes, se transó por un trabajo tan cuadrado. Entonces vino la guerra de las técnicas. Eran los 70, lejanos a los eclécticos días actuales. Cuando él daba clases en la Compañía Nacional de Danza, que funcionaba en la casa de la cultura de San Martín, tomaba como ejemplo a una joven estudiante y decía: «Vean cómo la técnica Graham deforma el cuerpo». A ella la excluyó de las primeras presentaciones de la agrupación y, a pesar de eso, es bailarina actualmente. «Lo peor es que estoy segura de que él no se acuerda de eso. Él olvida inmediatamente. Uno perdona, pero con el tiempo». Por cosas como ésas, lo odian.

Pero su metodología de enseñanza, según algunos  que han aprendido también en New York, con los propios Cunningham y Alvin Ailey, está entre las mejores del mundo. También lo demuestran las audiciones que otros de sus discípulos han hecho, recientemente en la Folwang de la ciudad alemana de Essen, la exigente escuela de Pina Baush, en donde de 100 quedan 5, y uno de ellos es alumno de Ledezma. No se puede quejar: el sistema le ha respondido.

Sin medias tintas

Lo ven como el gran cruzado de la danza. En lo único que cree Ledezma firmemente es en el trabajo diario y continuo. De esta manera es capaz de formar un bailarín en apenas cuatro años, siente éste generalmente un proceso más largo. Los directores de compañías le agradecen mucho esta labor: él les abastece de talento humano. Por esto, quizás, existe un profundo respeto hacia su figura de maestro.

«La integración de las artes y el arte colectivo no existen. Son excusas, según él, para ocultar mediocridades. No le gusta mezclar nada: ni danza con pintura, ni vida privada con vida social. Todo en su santo lugar. Su obcecación por ordenar cosas lo lleva a desordenarlas primero y tener luego el trabajo de ubicarlas nuevamente. Considera que cada código artístico tiene sus propias convicciones, imposibles de transpolar de uno a otro lado. Por eso niega la danza-teatro, muy en boga por estos y otros lados. Y hasta casi le tiene rabia, pues para él la utilización de elementos ajenos a la danza misma le resta el estudio profundo que permite la elaboración de un lenguaje depurado y completo. Este es su sueño, al cual le dedica casi las 24 horas del día, aunque dice que la danza no es su vida, un cliché acostumbrado, sino una forma de expresarla. Asfixiado debe encontrarse, ahora, con la avalancha de expresionistas en la danza actual. Full mezcla de artes y él tratando de sobrevivir y salvar al ‘movimiento por el movimiento».

A sus bailarines los trata como si fueran su familia. De haber tenido hijos hubiese sido un padre protector, pues a sus discípulos los cela al máximo. Muchos bailarines se han ido de su compañía para bailar en New York, España o estudiar en Alemania; otros a formar sus propias agrupaciones. Antes sufrían mucho por eso, ahora ya presiente la partida y les coreografía un solo: los gradúa así de profesionales para de esta forma no darse mala vida. Le huye al despecho. Los que han estado con él confirman el arraigo familiar del Taller de Danza contemporánea de Caracas: les da desde una receta de cocina, hasta el secreto de cómo hacer un movimiento para llevarlo a la perfección expresiva. Es muy fanfarrón, divertido, cuentero y le gusta dar todo a quien escoge otorgarle su confianza,  eso sí, luego de mil pruebas de resistencia y amor. En ese sentido, es muy selectivo. Pero la convivencia tiene sus límites. Todo marcha bien hasta que salen a relucir las iniciativas y las ganas de hacer por cuenta de los bailarines. Para lograrlo, se van. El Negro se mantiene firme, al pie del cañón, dirigiéndolo todo.

Nunca creyó que lograría ser bailarín; pasó mucho tiempo antes de que él cambiara el short por la malla, paso traumático que lo definió para siempre como un hombre que supera los límites cotidianos con disciplina diaria. Si el bailó, cualquiera podría hacerlo. Eso sí, hay que fajarse.

Se ve fuerte y dominante. Le grita a la gente, se va de bruces apasionadamente  y muchas veces no da su brazo a torcer. Eso sí, no siente rencor hacia nadie, aunque a algunos de sus exbailarines no les ha perdonado el retiro de su compañía. Aun así, ellos dicen que lo aman. Recuerdan el llanto derramado miles de veces y le agradecen todos los días las enseñanzas impartidas ¡Qué mezcla de emociones! Un personaje, definitivamente, contradictorio.


*José Ledezma, el último de los cruzados, de Rosa María Rappa, fue publicado en el diario Economía Hoy, en 1992.


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