Armando Rojas Guardia | Archivo El Nacional

Por IGNACIO MURGA

Viernes 3 de Julio de 2020

Ayer, finalmente, después de varios meses sin vernos, cuatro para ser más preciso, por las limitaciones propias de la cuarentena, visité a Armando. Durante este prolongado y lento tiempo: llamadas, encuentros virtuales en los que hemos continuado nuestro taller de poesía los viernes por la tarde, intercambio esporádico de correos. No tuve que ir hasta La Florida, desde hace unas semanas está en el piso diez de un edificio que se levanta justo en las inmediaciones de El Ávila, a la altura de El Marqués. Al llegar me abrió la puerta una señora de edad avanzada, honda mirada y manos tiernas, la señora Alicia, quien lo ha estado cuidando con gran devoción y cariño. Me hizo pasar a la sala y, después de avisarle, directamente al cuarto donde se está hospedando. Al entrar todo estaba bañado de luz, luz incandescente, abundante y regada en el piso, en las paredes, haciendo un trabajo que apenas pude advertir en ese momento, al abrirse paso por los tres grandes ventanales de la habitación desde donde se aprecia el este de Caracas, el barrio de Petare expandiéndose, el centro con las dos torres incólumes de Parque Central allí detenidas y la “basílica boscosa”, como él bautizó a nuestra montaña en uno de sus diarios. Entre sábanas blancas acostado leía un pequeño libro de Fray Luis de León, el cual soltó inmediatamente para sentarse y saludarme con unas leves palmadas en la espalda. Algo se derramó dentro de mí al ver su rostro amarillo como el tronco de este lápiz con el que escribo, sus facciones agotadas, su cuerpo con tanta masa muscular perdida, casi cuarenta kilos, y sus ojos tristes y acuosos aún regalándome una sonrisa. Le dije que descansara, que era temprano y faltaba más de una hora para iniciar el seminario, que lo esperaría afuera.

Sentado en una mesa circular, en la terraza, saqué una pequeña libreta para revisar las anotaciones dispersas de las últimas semanas, donde estaba seguro de que encontraría algunos versos que me habían conmovido al releer los Poemas de Quebrada de la Virgen, y que quería compartir con él. “¿Quieres un cafecito?”, me dice la señora Alicia, interrumpiendo mi búsqueda, desde la entrada de la cocina: “Está muy enfermo, pero eso sí, se come sus tres comidas, hasta repite, y también merienda”. Continuó hablándome de Armando, de los cuidados que le brinda, de la rutina que juntos han construido, y de allí brincó a la pandemia y, en otro salto, ya estábamos juntos contemplando la muerte, la de nuestros seres más cercanos y queridos, la propia: “Hay que rezar, hay que rezar mucho, sobre todo a la Virgen”. El afán de encontrar aquellos olvidados versos se desvaneció y mientras tomaba el café, en medio del silencio estruendoso de las tres de la tarde, una suave brisa fue rodeándome poco a poco: sus manos primero en mi espalda, después en mis cabellos hasta deslizarse al pecho, sus brazos sosteniéndome me acunaban, y era, quizás, como sentir el destello de la dulzura y la amabilidad de cada una de las mujeres que cuidan a Armando en este momento crucial de su vida, las visibles y las invisibles, las que cantan en primer plano y las que están detrás del escenario. No me sorprende, el poeta, desde niño, y durante toda su vida, ha estado rodeado de extraordinarias mujeres, siempre atento a captar la sutil voz de la sabiduría que en ellas habita.

Del amigo y del Amado

“Hermano, estoy anclado en el aspecto trascendental y teologal de la esperanza, porque en lo que respecta a la evolución de mi enfermedad solo aguardo lo peor”, esas fueron sus primeras palabras (exactamente las mismas del texto donde comunicó su estado de salud hace días) al sentarse en el sofá, después de ponerle tres cucharadas de azúcar al café y probarlo. Y continuó: “La tónica general con la que asumo esta situación es la serenidad. Tengo, a veces, exceso de mal humor y de impaciencia y la pago con quien no debería. Pero esos son datos más bien puntuales y esporádicos, porque me embarga una gran serenidad, que es el regalo que me ha hecho Dios en este momento de mi vida”. En silencio nos quedamos hasta que se percató de que mi mirada fue atraída por un libro que descansaba sobre la mesa, era El libro del amigo y del Amado de Ramón Llull: “Lo leí por primera vez en mi adolescencia, lo encontré en la biblioteca de mi papá”. Recorrí por encima sus páginas, percatándome de que eran un conjunto de meditaciones numeradas, un breviario, y de inmediato le dije que me leyera las que más lo habían cautivado:

Cantaba una avecilla en un ramo lleno de hojas y flores y el viento movía las hojas y esparcía el olor de las flores. Preguntaba el amigo a la avecilla “qué significaba aquel movimiento de las hojas y el olor de las flores”. Respondió “que las hojas en su movimiento significaban obediencia y el olor de las flores el tolerar tribulaciones y angustias”.

Cuanto más ásperas y estrechas son las sendas por donde camina el amigo a su Amado, tanto más anchos y deliciosos son los amores, tanto más anchas son las sendas. De donde se sigue que de cualquiera suerte el amigo tiene trabajos, penas, gozos y consuelos por su Amado.

Pensativo iba el amigo por las sendas de su Amado, y resbaló y cayó entre espinas, las cuales le parecieron rosas y flores y que fueron cama de amores.

Cerró el libro, lo lanzó en la mesa y se reclinó en el sofá: “Bellísimas, ¿verdad?… Son expansiones del alma grande y sensible de ese gran poeta y místico catalán. Las escribió sobre todo después de orar, así que nos dejó marcado el camino a nosotros, es decir, leerlas y ponerlas en oración. Así lo estoy haciendo, leo una en la mañana y la voy degustando durante todo el día (…). ¿Sabes que la Compañía de Jesús, en el siglo XVI, prohibía la lectura de este opúsculo de Llull a pesar de que es evidente que el libro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio tiene una doctrina espiritual semejante?”. Conversamos sobre lo que significa ese lema insigne de los jesuitas, “contemplativos en la acción”, y cómo apenas desde mediados del siglo pasado se ha empezado a recuperar la dimensión mística de la vida de Ignacio de Loyola. Me comentó que se había traído de su casa, para leer por tercera vez, El Reino de Dios, de José María Castillo, uno de sus teólogos predilectos, al cual le fue retirada la venia docendi para poder dar clases de teología y quien hace unos años dejó la Compañía de Jesús voluntariamente para pasar a ser, jurídicamente, un “cura vago”.

Incendiar clarividencias

Nos dimos cuenta de que faltaban cinco minutos para iniciar el seminario y procedimos a preparar todo desde la mesa del comedor: conectar el dispositivo, prender la tablet, activar el salón virtual, enviar el usuario y la clave a los participantes, aceptar sus invitaciones, etc. “Empieza hoy esta aventura intelectual y espiritual que hemos titulado La experiencia mística y el cuidado de sí. Los místicos son los maestros de la vida interior. La experiencia mística ocurre en el fondo de la interioridad del sujeto, en el abismo de su propia carnalidad subjetiva, de modo que los místicos nos enseñan a relacionarnos creadoramente con nuestro mundo interior, con ese insondable abismo que todos llevamos dentro. Existe en el fondo del sujeto un pozo interior inagotable, una carnalidad subjetiva que hay que atender y que hay que aprender a percibir, disfrutar y cultivar: los místicos nos enseñan cómo hacerlo”.

Mientras desarrollaba estas primeras ideas y nos explicaba que la palabra “mística” tiene su origen en el vocablo griego myein que significa “cerrar”, con la connotación más precisa de “cerrar la boca”, separé mi espalda de la silla para sostenerla rectamente y concentrarme con más facilidad en mi respiración, en lo que acontecía en ese momento. Los rayos del sol iluminaban todo el valle de Caracas, la montaña resplandecía, sus tonos se elevaban por encima de sus habituales coloraciones; el Pico Oriental, engalanado desde sus alturas, exhibía su capa verde, con brillantes en toda su superficie, y la Cota Mil, su apretado cinturón plateado, serpenteaba hasta desaparecer. El eco de las palabras del poeta se conjugaba con el silencio y subía a través de mis piernas hasta encontrar los límites de un cuenco en el que vaciadas reposaban… ¿Cómo puede este hombre, carcomido por unos tumores que lo van devorando minuto a minuto, siendo absorbido por la muerte, suscitar en nosotros el movimiento de tantas partículas olvidadas, levantar el tono de voces secretísimas, incendiar clarividencias?… Armando va rompiendo su bolsa amniótica, lo sé, las gotas de esa fuente limpian el polvo adherido a los cristales de esta vida.

Después de una hora, con estas palabras, terminó la primera sesión del seminario: “Les ruego encarecidamente que oren y pidan por mí para que Dios me conceda en este momento tan difícil de mi vida la serenidad necesaria para encarar los problemas de salud que estoy enfrentando, que son muy serios y muy graves. Por favor, pidan por mí para que Dios continúe otorgándome la gracia de la estabilidad psíquica, de la serenidad, del equilibrio interior”.

Un hombre tocado por la gracia

Sentados nuevamente en la sala, enciende un cigarro: “Quedé exhausto pero muy satisfecho. Me emociona mucho dar clase, lo disfruto. Yo he descubierto que es una vocación tan importante para mí como la escritura”. Detalladamente me cuenta cómo fueron sus inicios como coordinador de talleres desde finales de los años ochenta en Mérida, recordando a muchos de sus participantes, ahora “entrañables amigos”, y, en medio de una anécdota sobre uno de ellos, un dolor agudo lo interrumpe: “Ahora la molestia que siento es un peso doloroso en el abdomen, que no es constante, aparece así de repente”. Pensé, entonces, que ese dolor era una señal evidente para poner fin al encuentro, que ya pasaba de las dos horas. Sin embargo, la señora Alicia apareció nuevamente ofreciéndonos café y galletas, y esto dio pie a que Armando me siguiera hablando de sus lecturas:

“Quiero que leas El poder y la gloria de Graham Greene, la estoy leyendo de nuevo con calma, muy despacio”. Con energía renovada, otro café y otro cigarro, se sumergió en la trama de la novela: “Hay dos personajes principales, un teniente perseguidor de la Iglesia en el México de principios del siglo XX, un hombre gobernado por un principio ideológico; y luego está el sacerdote católico con grandes faltas morales, borracho, con una hija que concibió a pesar de su voto de castidad, un hombre muy contaminado con el pecado pero de gran sensibilidad espiritual. Greene contrapone las figuras y opta por el cura, es decir, exalta su figura ambigua, pecaminosa, contradictoria incluso, porque él, en medio de su confusión moral, es un hombre tocado por la gracia. La novela se llama El poder y la gloria y en misa nosotros decimos: Tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre, Señor. Y es como si la novela te dijera que el poder y la gloria también están presentes en medio del pecado y la confusión. Me recuerda esa frase de altísima sabiduría de San Pablo: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”.

Mientras copio este fragmento de la conversación me comunican que se suspende la sesión de hoy viernes del taller de poesía. Armando está agotado y exhausto porque estuvo fuera de casa comprando medicamentos e intentando sacar efectivo en varios cajeros. Se supone que debía guardar reposo, como le indicaron los médicos después de la biopsia que le hicieron el miércoles, reposo absoluto. Evidentemente no lo hizo. Tercera suspensión seguida del taller, nos siguen esperando, pacientemente, Vallejo y su poesía.

El sonido y la corteza

Antes de irme le quise preguntar por el pequeño libro que estaba leyendo cuando lo encontré acostado en la cama. “Ese lo encontré aquí, es la traducción del Cantar de Cantares de Fray Luis de León. Siempre quise leerla y ahora llegó el momento. Por traducir el Cantar del hebreo antiguo al romance la Inquisición lo encarceló durante más de cuatro años. Este gran poeta de la lengua española dijo, según estuve leyendo, que su intención no fue ahondar en el sentido espiritual del texto sino en el sonido y corteza de la letra, buscando lo que significarían si fuesen dichas por un hombre y una mujer que se aman. Lo que quería Fray Luis era rescatar el contenido erótico del Cantar para que la metáfora espiritual tuviera mayor fuerza. Es precioso eso del sonido y la corteza, ¿verdad? Su influencia en la poesía española es notoria, fíjate que Jorge Guillén, uno de los grandes representantes de la generación del 27, publicó una edición crítica de este libro de Fray Luis”.

Encendió la mitad de un cigarro que reposaba en el cenicero acompañado de colillas y cenizas, y después de aspirarlo cuatro o cinco veces seguidas, en un único movimiento, lo apagó. Con un abrazo nos despedimos en medio de la sala. Mientras manejaba de regreso a casa se me ocurría que podría visitarlo los jueves en la tarde, conversar y compartir con él y apoyarlo con las siguientes sesiones del seminario. Averiguaré cómo conseguir un salvoconducto que me permita atravesar las incontables alcabalas, porque esta cuarentena sigue extendiéndose. ¿Y Armando, su enfermedad?, ¿cuánto tiempo? ¡Basta!, nos está velado, a todos, el conocimiento del día y la hora.


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