José Rafael Gabaldón | Archivo

Por JOSÉ RAFAEL GABALDÓN 

Comienzo del diario y descripción del calabozo

He debido empezar este diario el 27 de junio, día sombrío en que amanecí en este calabozo; pero la falta de todo lo necesario para escribir me lo impidió, y es hoy, 5 de agosto de 1939, que la generosidad de un amigo me proporciona este pequeño placer. Este buen amigo, preso en un calabozo vecino, tiene libertad para hacer algunas compras, y por eso puede hacerme éste magnífico regalo. ¡Dios lo premie!

Llevo ya 40 días de vida de prisionero, con las penas consiguientes a esa triste condición, y más si se está solitario y aherrojado como lo estoy yo; pero afortunadamente el personal carcelario es bueno, y somos, en general, tratados con benevolencia. Ojalá en todas las prisiones el personal sea como éste; y no consigno estas apreciaciones por el temor a que esta libreta pueda caer en manos de mis carceleros, sino por un acto de justicia.

Desde el primer día, que fue el 26 a la una p.m., he recibido, que envía mi esposa, lo necesario para llevar una vida confortable. Si no fuera que tengo que dormir en el santo suelo, y comer algo incómodo sobre un cajón, sentándome en una banquetica que no levanta 25 centímetros del suelo, casi que estaría como un hombre decente; pero, a pesar de todo esto, que no deja de incomodarme, estoy muy bien, pues se me trata con bastante consideración naturalmente, con todas las privaciones y precauciones que acostumbran con los presos políticos, y cabe aquí decir que yo no soy un preso político sino todo lo contrario, impolítico, que si no lo hubiera sido disfrutaría, no diré que de honores, pero sí de riquezas al lado del Dictador, de quien siempre fui muy leal amigo personal.

Mis impresiones durante estos cuarenta días han sido muy diversas y amargas; la ausencia de la esposa y los hijos, a quienes espera la miseria con todo su cortejo de inconvenientes. ¡Pobrecitos! Trabajar diez años con tantas penalidades para formar un patrimonio, y verlo desaparecer de la noche a la mañana, es doloroso, y más aún si los autores de ese desastre son ¡los representantes del Gobierno de la Patria!

Las meditaciones políticas; las incomodidades, no obstante ser tan bien tratados; la ausencia de libros y toda clase de lecturas, como si no fuera suficiente castigo la pérdida de la libertad, ¡el aislamiento y el aherrojamiento!

En fin, trataré de recordar los detalles más importantes de esta cuarentena para explicar algunas de mis impresiones de Solitario del N° 6, como me oigo llamar por ahí en los calabozos vecinos.

Empezaré por describir mi calabozo; pieza bastante deshogada para una sola persona, pero bastante sucia, su puerta es una amplia reja de madera fuerte y pesada y en la pared que hace frente a la reja, hay tres claraboyas con reja de hierro; el piso es enladrillado. El mobiliario es una cobija, dos frazadas, una almohada, una petaca, un cajón kerosenero, una banquetica (regalo de un Cabo de presos de quien hablaré en su oportunidad para hacerle justicia), una jofaina, una jarrita para agua, una alcarraza, un tobo, un vaso de cama, una cafeterita rusa, un peine, un cepillo para los dientes y la escoba. ¡Qué rico soy!

La comida nos viene en muy buenas condiciones, aun cuando algunas veces está fría. Digo, nos viene, porque también con la mía la de mi hijo Joaquín viene. Yo tomo mi parte y le mando la suya al calabozo N° 3, donde lo acomodaron junto con nuestros buenos amigos y compañeros de causa doctores Alvarado, Arapé, y señores. José Marín Suárez, Carlos Sequera y Jesús Altuve. ¡Cuánto envidio tan grata y fina compañía! También nos viene con mucha oportunidad la ropa limpia.

Entrevista con el general Eustoquio Gómez

Recién venido vino a mi calabozo el 2do alcalde, coronel Tovar, muy apuradito me dijo: “Párese, General, para que vamos allí”. Yo me puse de pie y lo seguí, con bastante dificultad comparada con las que me esperaban.

Se me llevaba para la Sala de Bandera, en donde me esperaba el General Eustoquio Gómez, presidente del Estado.

Llegué a su presencia bastante contrariado por las incomodidades del trayecto, en donde hay dos rejas que pasar y como las ventanillas que permiten el paso son altas, se hace muy difícil para quien lleva amarrados con hierros los pies. Cuando hubimos llegado a la primera reja, el coronel Tovar dijo a los cabos: “Tómenlo cargado para que le metan los pies”. Yo no acepté, y recordando mis acrobacias de niño, me agarré a los barrotes y me icé hasta meter los pies para poder pasar. ¡Si el general hubiera tenido el considerado acato de hacerme quitar los grillos para ir a su presencia, yo habría llegado tal vez con agrado al ver con quién tenía que habérmelas! El General Presidente estaba acompañado por el coronel Montenegro, Jefe Civil del Distrito Capital, y por un hombre joven y robusto, de aspecto agradable. Cuando entré cerraron tras de mí la puerta y me señalaron la silla donde debiera sentarme. Yo, en mi condición de preso, saludé con una venia, y pregunté si estaba en presencia del General Gómez. De Eustoquio Gómez, sí, señor, dijo el General presidente, y yo le dije: “Pues aquí estoy a sus órdenes”. Un corto silencio y el General Presidente me dijo: Yo creo que el Dr. Márquez Bustillos me presentó con usted. Sí, señor, en Miraflores, le agregué yo. Me dijo que me encontraba un poco distinto, que si era que yo antes me pintaba el cabello. Que no, le respondí, que sería que como hacía algún tiempo que no me afeitaba se me notaban mucho las canas. Seguimos hablando no recuerdo de qué, hasta que fue abordado el verdadero objeto de aquella, para mí, penosa entrevista. Con todo el respeto y la discreción posibles, respondí a las preguntas que se me hicieron, las cuales no podría yo dejar satisfechas; pero el General Presidente, para no desmentir el concepto de hombre varón que me merece, respetó muy generosamente mi conducta, y me hizo algunas observaciones que eran de su deber. Yo, para corresponder el tratamiento discreto del General, convine en dirigir una carta a mis amigos General Sandalio Linares y coronel Leopoldo Rivero, para que entregaran unas armitas que ellos tenían, y por cuyo motivo el gobierno mantenía fuerzas en aquellos lugares. Esto, que no era naturalmente mi deber por mi condición de preso, lo hice porque en nada afectaba mi honor, y para corresponder en alguna forma el generoso respeto con que el General había oído mis respuestas a sus preguntas. Entre las cosas que recuerdo de esta conferencia, que habría sido grata para mí sin el recuerdo del viaje engrillado, están que el General me dijo que el día anterior, paseando él con su hijo Josué, ahí presente, le había dicho que yo no sabría lo que era estar preso, cuando me había entregado, que él una vez lo había estado con dos grillos a un tiempo. Pensé decirle una chanza, pero me abstuve. Le iba a decir: “O usted es más malo que yo, o aquí comprenden que soy menos fuerte que usted”. Creo que no le habría caído mal la chanza, pues al separarme me pareció que no le había sido ingrata mi conversación, y recuerdo que, como él me diera la mano para despedirme, los otros dos señores también me la dieron, y como yo no conocía al joven alto y fuerte como un roble que allí estaba, y que ahora me daba la mano, le pregunté por su nombre: Josué Gómez, respondió; hijo del general, agregó Montenegro, y el General dijo: “Su servidor”.

Vida ordinaria y relación con los cabos de preso y alcaides

Día 6. Pasé bien la noche y he amanecido menos mareado que ayer. El hígado me viene molestando un poco: procuraré tomar algo, pues es muy urgente tener bien la salud, cuando se está en situación tan difícil como es la de un preso político.

Entre los recuerdos de los 40 días transcurridos hasta ayer están dos, uno muy grato, y otro todo lo contrario. El grato es el del Cabo Tividad, como todos le llaman cariñosamente. Es este un negrito sentenciado a quince años de prisión, por no sé qué causa; pero sea lo cierto, que no puede uno explicarse que un hombre tan bueno como aquel (lo llevaron a cumplir su condena en la penitenciaría de Puerto Cabello) pueda haber cometido un crimen que amerite tan larga condena. ¿No será que, arrepentido, quiere haciendo bien hacerse grato ante los ojos de Dios?

Puede ser, pero ¿no será un error de los jueces? También puede ser, porque los jueces son humanos y saben errar. En nuestra cara Venezuela, este es un ramo que marcha muy mal por falta de preparación especial, como debieran tenerla los encargados de tarea tan difícil e importante. El otro recuerdo es el de Baltasar, Cabo Primero, que fue absuelto, no sé de qué crimen. Este es un blanco, la más perfecta antitesis del negrito Tividad. ¡El día que se marchó, hubo voces de alegría en todos los calabozos, así como las hubo de tristeza por Tividad! ¡Cuán equivocados van los que obran mal!

2 p.m. Acabo de hacer mi pocillo de café, el cual tomo a esta hora y no a las tres, como era mi costumbre, porque la comida viene a las cuatro. También hago otro pocillo que mando para el calabozo donde está Joaquín. El pocillo que va para ese calabozo es un día para uno y otro para otra hasta que vuelva el primero. En días pasados, me parece que el 15 de julio vino el General Presidente a la hora en que hago el café, y asomado al vigía, según sospecho, pudo verme en mi tarea. Ese día escribí en la pared: «¿que vino hoy el General y se asomó al vigía? Pues, Señor, si me vio hacer café, ¡cuánto me envidiaría!”.

Hoy me ha atormentado mucho el recuerdo de mi familia, pues su situación debe ser muy difícil, pues sin personas allegadas de la familia, deben estar muy aisladas. Estoy seguro de que mis amigos dirán, para no ir a mi casa: “Me vigilan”, “hacen preso al que pise esa casa”. Lo único que me consuela es la seguridad de que mi buena compañera es capaz para hacerle frente a todo. Dios la ha de acompañar. Yo me siento fuerte para soportar todas las penalidades, y más, convencido como estoy de haber cumplido siempre con mi deber; pero el recuerdo de la esposa y los hijos siempre me conturban el espíritu.

Me voy para la puerta, o, mejor dicho, para la reja, a ver repartir el rancho. ¡Pobres amigos míos, sufren hambre y yo no los puedo socorrer! El rancho es demasiado escaso y tienen que apelar al dulce, los que tienen el centavo, para medio completar su sustento. Si yo pudiera les daría, pero sólo puedo disponer de un bolívar diario, que reparto así: Julián Báez, Pedro Mejía, Manuel Cañizales y un tal Morín que está enfermo: medio real para cada uno. Hoy el rancho es chivateras. ¡Qué me mortifica esto!

Esta tarde me he sentado ahí cerca de la reja para contemplar un rato el cielo y meditar así en la justicia, esa hermana de Dios que a toda hora huye de los hombres porque sabe que la violan. El pedacito de cielo que puedo mirar está enlutado por negros nubarrones. ¿Sería que la justicia no quiere que piense en Ella al mirar el azul del cielo? Me inclino a creer que, como el cielo, ¡esté de luto la Augusta Señora!


*Fragmento del diario que permanece inédito.


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