mirada que cuida
a Sala Mendoza comparte espacio con un extraordinario cenízaro frondoso y corpulento

Por LAURA MORALES BALZA

¿Por qué será tan  conmovedor contemplar un árbol altísimo que sostiene fragmentos de cielo y de nube con sus ramas? ¿Qué miramos allí arriba? ¿Qué nos mira? ¿Hacia dónde creemos que miramos? En largo recorrido desde el suelo, la mirada despide vástagos, nidos, algún pájaro dormido y tal vez una flor seca que no ha cedido sus restos a la tierra. La mirada sobrevive todo ese tránsito hasta el azul indefinido –hasta ese cielo sin nombre–y estalla del lado de la luz, de ese otro lado vacío y huérfano de ramas, pero azul.

La Sala Mendoza comparte espacio con un extraordinario cenízaro frondoso y corpulento. Un samán de raíces visibles en la superficie –necesaria imagen en este doloroso tiempo–, árbol solitario, alzado como un tótem y con sombra suficiente para todos.

La mañana de la inauguración de la exposición Hacia una historia de la mirada. El retrato en la colección del Archivo Fotografía Urbana, amigos y extraños compartimos cobijo acompañados por las obras de más de 80 fotógrafos y artistas venezolanos que dan cuenta de nuestra tradición retratista. Un recorrido desde finales del siglo XIX hasta este tiempo. La muestra curada por los investigadores Lorena González Inneco y Ariel Jiménez reúne retratos que, como las raíces diversas, amorfas, distantes o cercanas del árbol mediador entre el cielo y la tierra, nos sirven de ventana especular para conocer, recordar y recordarnos. Una ventana con cielo propio que es al mismo tiempo lugar seguro para el paisaje personal más íntimo.

La fotografía puede acercarnos a una tragedia, a una guerra, a un régimen político. Puede hablarnos de soledad, de alegría, de amor, de tiempo. Si usted está delante del retrato de May, de Aziz + Cucher de la serie Dystopia, usted está frente a esa huella que recrea el crecimiento de la piel como una patología que abandona lo dermatológico para rozar aspectos culturales relacionados a la pérdida de identidad. Usted mira la corona de flores, el brillo del cabello que cae sobre la frente, las clavículas. Usted detalla los ojos sellados, las fosas nasales cerradas para siempre, la boca callada y piensa en la dificultad propia: la asfixia que le pertenece, los ojos sellados ante la distorsión de su acostumbrado paisaje, la boca incapaz de expresión o de auxilio.

Delante de una imagen estamos también delante del tiempo. Somos el ojo que mira a los ojos de los retratados de Óscar Lucien y somos, también, el sujeto social que la mirada de esos cineastas ha esbozado para nosotros. Todos comprendemos ese alimento visual. Eso, nutricio, que nos sirve de reflejo para completar nuestro cuerpo político y social, nuestro cuerpo físico. Lo especular puede brindarnos instantes de suprema claridad que ponen en evidencia, como algo inédito, las características que nos distinguen de otras personas, y también las que nos hacen parte de un conjunto amplio y diverso.

Somos el sujeto retratado por Cristóbal Ochoa; el luto de Las plañideras, de Antonio Briceño, puestas en trinidad en la blanca superficie de la pared oeste de la sala. Somos la silueta del niño de Ricardo Gómez-Pérez y somos uno de los mástiles de la serie Las cuidadoras de Caracas, de Mariana Mendoza. Cualquiera de ellas, íngrima, de pie, tan cenízaro, tan samán. Somos –en palabras de Victoria De Stefano, haciendo referencia a una idea de Susan Sontag– vulnerables, mutables y mortales.

La imagen fotográfica tiene la potente generosidad de permitirnos hacer alma. Imaginemos eso en un mundo donde solo a veces vemos lo que nos rodea.

Por siglos la humanidad ha mirado al cielo para saber dónde estaba. Busquemos en la superficie de esas imágenes extendidas como raigambre. Su geografía informe y plural nos pertenece, nos constituye. Vayamos al otro lado de la luz. Busquemos con ansia de luciérnaga. Miremos y permitamos ser mirados.

*La exposición estará abierta hasta el 7 de diciembre, en la Sala Mendoza.


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