Por NELSON RIVERA 

Hay un auge del odio en el planeta. No se limita a la exacerbación y multiplicación de los discursos del odio. Hablo de prácticas que cruzan la sociedad en todos sus extremos. Pueden rastrearse sus avances desde el hogar al espacio público. Aumenta la violencia que se ceba en mujeres, menores y personas indefensas. Incidentes sin categoría se resuelven a cuchilladas en las puertas de negocios de entretenimiento. Cada vez es más frecuente que, en medio de cualquier protesta, sea cual sea su argumento, se desate una tormenta: una destructiva ferocidad irrumpe y arrasa con las vidas y los bienes que encuentra a su paso. Se ataca a homosexuales a la luz del día. Sicarios ciegan las vidas de reporteros, activistas de los derechos humanos, empresarios, sacerdotes o simples paseantes. Se incendian edificios de instituciones. Se lanzan bombas lacrimógenas en recintos cerrados para acabar con la conferencia en curso. En diciembre del 2019, «colectivos feministas» quemaron libros durante la Feria del Libro de Guadalajara.

Crecen las estadísticas y también la atrocidad de las conductas. El odio se exhibe: se despedazan los cuerpos, las manadas violan o golpean con brutalidad inenarrable a ciudadanos indefensos. En Venezuela y Nicaragua, por ejemplo, militares y policías se entrenan en el odio al enemigo interno: se les enseña a identificarle, eliminarlo o causarle el mayor dolor. La tortura goza de inusitada popularidad. Proliferan los videos que muestran a insaciables -a menudo uniformados- que impactan el cuerpo de otro, con sus manos o con un objeto sólido, hasta convertirlo en masa inane.

La corriente discursiva que desprecia y abomina es incuantificable. Las redes sociales son territorio ilimitado para ejercitar el odio: se calumnia y difama sin consecuencias. Se disemina la sospecha hacia todo y hacia todos. Hay hordas dedicadas al linchamiento digital. En ningún otro espacio es tan frecuente la cosificación. En una o dos líneas se despacha la realidad como si ella fuese un insecto al que se aplasta de un manotazo. Ni grises, ni dudas, ni matices. La mayoría de las veces, no más que dilemas o grosera simplificación de personas y hechos (en alguna parte leí que, en lugar de llamarse redes sociales, su nombre adecuado sería el de «redes del odio»).

Hablan las estadísticas: cada vez se emplea más munición para matar. Se asestan más cuchilladas. Se multiplican los usos de la tortura. Se mata con procedimientos infernales. Hay regiones del planeta donde la violación de niños y mujeres es sistémica. Hay una economía del odio, que ha derivado en un servicio competido y de implacable eficiencia: sicarios que irrumpen en velocísimas motos, interceptan y descargan sus armas sin posibilidad de escapatoria.

Por sí mismo, el terrorismo -no solo el promovido por el fundamentalismo islámico- constituye la expresión más acabada del odio. Independentistas catalanes golpean a quienes defienden la unidad de España. El 15 de marzo de 2019, un neozelandés atacó dos mezquitas en la ciudad de Christchurch con este saldo: 51 muertos y 49 heridos de bala. ¿Sabe el lector que, de acuerdo a un informe de la organización Open Doors, 4.305 cristianos fueron asesinados en 2018 por el hecho de profesar su fe?

Muchos y complejos son los factores que actúan en esta propagación del odio. El nacionalismo, la xenofobia, el racismo y las ideologías comunistas tienen un sedimento común: su postulado esencial de supremacía. En tanto que la nación, la raza o el enunciado utópico se enuncian como superiores, pueden/deben imponerse a los demás, al costo que sea. Incluso asesinando a quienes no aceptan como iguales. Hay un culto al poderío que estimula a los fuertes a imponerse a los débiles. Los ciudadanos han mutado: ahora son fanáticos. Se encuentran en las calles para enfrentarse. Para predominar. Para exhibir su capacidad de dominar a los demás.

Cito aquí a Carolina Emcke, autora de Contra el odio: «La novedad de estos últimos años es el exhibicionismo desvergonzado con el que se manifiestan en público estas posturas inhumanas, el desenfreno con que se acosa y se hostiga en la calle a los que tienen un aspecto, unas creencias y una manera de amar distintos a los de la mayoría. La novedad es el consenso social sobre lo que es tolerable decir y lo que debe seguir siendo intolerable. El consenso de la Alemania de posguerra, que incluía la reflexión crítica de los crímenes del Holocausto como núcleo moral y político de la propia autopercepción, se ha vuelto frágil. Las convicciones racistas y antisemitas ya no se expresan a escondidas y en el anonimato, sino demasiadas veces abiertamente y con orgullo; no solo cuando uno está borracho en el bar, sino estando sobrio y en televisión».

La persecución de los judíos

El sábado 27 de noviembre de 2018, Robert Bowers ingresó en la sinagoga de Pittsburgh, gritó «todos los judíos deben morir» y comenzó a disparar. Acabó con las vidas de 11 personas e hirió a otras seis. Es el más mortífero ataque ocurrido en contra de los judíos en la historia de Estados Unidos. Meses antes, el 23 de marzo, en París, otro crimen conmocionó al país. Mireille Knoll, de 85 años, fue asesinada por dos hombres, instigados por este supuesto: dado que es judía debe tener dinero en su casa. No fueron suficientes las 11 puñaladas: también quemaron su cuerpo.

Cuando tenía 10 años, Knoll logró, junto a su madre, escapar de una redada, ejecutada por colaboracionistas franceses que trabajaban para los nazis. Familiares, amigos y vecinos fueron capturados y entregados para su aniquilación. Knoll se salvó del fuego en 1942, pero no en 2018. Casi un año después, en febrero de 2019, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, dijo en un resonante discurso que el mayor deshonor del siglo XX estaba de vuelta. Copio la cita que he recogido en un artículo de Gabriel Albiac: «El crepúsculo del siglo XX pudo dejar entrever la posibilidad de un repliegue duradero del antisemitismo. El alba del siglo XXI viene a recordarnos hasta qué punto las pasiones tristes están en marcha y hasta qué punto la oscuridad retorna».

Los dos aquí consignados no son hechos aislados: son abultados expedientes de una cada vez más evidente tendencia planetaria. El registro de ataques en Europa ha dado un salto desde el 2000 en adelante. Acoso físico en escuelas y centros de trabajo, insultos en las redes sociales, grafitis denigrantes, amenazas a través de distintos canales se producen a diario, hasta donde alcanzo a seguirlo, en los más diversos puntos del planeta. Como en otros tiempos nefastos, que después del Holocausto creíamos superados, está de vuelta el antijudaísmo cotidiano, insidioso, que distorsiona la realidad.

Hay que detenerse en los desproporcionados señalamientos que, en programas de televisión, reportajes, artículos de opinión y más, circulan en la esfera pública. Voceros de la extrema izquierda, del radicalismo palestino, de la ultraderecha xenófoba y racista y del yihadismo, entre otros, acusan al «sionismo», a Israel, a «los centros financieros controlados por los judíos», al «judaísmo» y al genérico «los judíos», de los males del mundo: de la inflación o la manipulación de los mercados, del tráfico de armas, del crecimiento de la desigualdad, de los efectos devastadores del cambio climático. Hay que detenerse, también, en la banalización de lo ocurrido: en junio de 2019, por ejemplo, la diputada del partido Demócrata de Estados Unidos Alejandra Ocasio-Cortez comparó los campamentos de refugiados de hoy con los campos de concentración nazis donde fueron aniquilados más de 4,5 millones de judíos. No puede pasar desapercibida la ley aprobada en Polonia en enero de 2018 que, negando los hechos, se propone desconocer la participación de polacos en El Holocausto.

El antijudaísmo milenario ha vuelto a despertar, lo que valida el tan señalado atributo: su capacidad para adaptarse en las más disímiles realidades, en los más diversos lugares y tiempos, y poner en funcionamiento su maquinaria de odio. Theodor Adorno lo explicaba con sumaria claridad: la judeofobia no percibe a los judíos, exactamente, como una minoría, como otras, que merece ser perseguida. El odio al judío tiene otra categoría: es el mal mismo, es el otro que debe ser erradicado.

La especificidad del antijudaísmo no lo hace inmune a las perversiones de nuestro tiempo. Al contrario: la reducción del pensamiento a eslóganes, la preminencia de una lengua denigrante y totalitaria, las políticas de la animadversión, la desesperación con la que en todas se está en la búsqueda de culpables, vuelve a colocar a los judíos en la mira. Una vez más. Como si los sufrimientos que les fueron causados por Hitler y la maquinaria nazi no hubiesen sido suficientes.


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