Glantz compone en El rastro una gran sonata que nos empuja por los ventrículos del cuerpo y de las emociones / EFE

Por FABIÁN ESPEJEL 

Decimos, como si fuéramos pintores, que una novela retrata una época, un poema pinta un paisaje o que un ensayo ilustra un pensamiento, hasta llegar al grado de acuñar palabras tan extrañas como «écfrasis». En menor medida, recurrimos a la arquitectura para hablar de la estructura de un cuento, coronar a un libro como catedral literaria o para nombrar el pilar de la literatura moderna. Pero, ¿qué sucede con la música, si ha habido tantos puntos de encuentro brillantes entre las letras y las notas? ¿No decía Verlaine que «la música ante todo»?

Hablemos de novelas-composición, de sinfonías que vayan ejecutándose conforme se abre un libro y se lee. De novelas que leemos como una partitura con palabras, y nos parecen extrañas o confusas porque se nos olvida que hay que escucharlas y no solo leerlas: piezas para interpretarse a través de un libro. Hablemos de Margo Glantz (México, 1930) y su novela de 2002, El rastro (premio Sor Juana Inés de la Cruz y finalista del Premio Herralde), recientemente reeditada por Almadía (2019).

Cuando escuchamos un concierto para piano y cello, por ejemplo, notamos varias frases y motivos que cambian o se repiten, que desarrollan la pieza y la hilan en el telar de nuestros oídos: sus momentos álgidos, sus descansos y silencios (1). Glantz compone en El rastro una gran sonata que nos empuja por los ventrículos del cuerpo y de las emociones, a través de la cellista Nora García y su asistencia al funeral de su expareja, Juan, un pianista y compositor destacado que murió de un infarto.

De este modo, Nora García, quien es también la narradora de la novela, escribe los recuerdos del cuerpo exangüe que yace en el féretro, y que alguna vez fue un hombre con vida. «Pero al hacerlo −afirma la propia Glantz en la contraportada−, es decir, al revivirlo en la escritura, se cancela la decadencia del cuerpo. La escritura permite volver a darle vida a las cosas». Y entonces vemos a Juan charlando sobre Glenn Gould o Rousseau, tocando el piano, moribundo o henchido de vida.

La afirmación de Margo Glantz se cumple no solo en la escritura de Nora; cualquiera que abra la novela y la ejecute −al leer el texto− como un aria, se dará cuenta de que los instantes no se pierden, porque «al tenerse la posibilidad […] de recrear algo, la vida se recobra». ¿Y qué es la música, sino una «misteriosa forma del tiempo», como la llamó Borges? ¿Y qué es el tiempo sino una sucesión de instantes, como afirma Bachelard, el filósofo francés? Están allí, como el amanecer y el trino de los pájaros de Liszt al final del tercer Liebestraum.

Los leitmotive (¡y perdónesenos el terminajo!) de la novela −el corazón, la muerte y la música misma− entran como un solo de violín o un coro de pensamientos que articulan el comportamiento musical del texto: hay un grupo de temas (¿literarios o musicales?) que se despliegan, se condensan, giran para delinearse mejor y dar lugar a otros. Si en Las Genealogías (1981), su novela autobiográfica, Glantz había utilizado el recurso de la repetición de frases o anécdotas para justificar el vaivén de la memoria, El rastro consigue que dichas repeticiones compongan la melodía del libro.

Pero la música no está solo en la estructura elástica. Su prosa, como toda buena prosa, es la de una lectora de poesía. La fuerza de expresión que tienen sus palabras nos arrastra: las tonalidades que afloran en las frases y las palabras atraen nuestros ojos como un imán de letras. Tampoco hay que olvidar que la autora de El rastro es sorjuanista: de ahí los versos escondidos del Primero sueño que apenas se notan, porque la novela tiene tal energía, que todo su vocabulario fluye, como diría la poeta novohispana, «en movimientos nunca desiguales».

Si la literatura en español podía jactarse de tener una narración impetuosa como el jazz −hablo de «El perseguidor», de Julio Cortázar−, también puede celebrar la reedición de esta, poderosa como Bach o una interpretación de Sviatoslav Richter. Pero que nadie se preocupe ni imagine que en El rastro hay solamente pentagramas y corcheas: Glantz también nos da una lección de cardiología, que va desde el funcionamiento del corazón hasta su primera operación y, por supuesto, una historia brutal.

Rastro, según el diccionario, quiere decir «vestigio o indicio de un suceso». Pero este maravilloso libro no es ninguna señal oscurecida por los años, sino todo un acontecimiento. Pascaliana, porteña, científica, poeta, hay algo que vibra −algo electrizante, como un gran riff− en esta novela que coloca a Margo Glantz junto a los grandes narradores mexicanos, ahí con Elena Garro y Juan Rulfo. ¿Será acaso el ritmo arrollador, sus contrapuntos narrativos, sus frases lapidarias? Intensa −inmensa− como la voz de un cello desgarrándose, El rastro ocupa un lugar indiscutible en la narrativa mexicana e hispánica del siglo XXI.

*Fabián Espejel (Ciudad de México, 1995) es poeta y traductor. Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus textos han sido publicados en revistas mexicanas y latinoamericanas. Actualmente es becario en el área de poesía en la Fundación para las Letras Mexicanas.


  1. La investigadora Blanca Estela Treviño, estudiosa de la obra de Glantz, ofrece un valioso estudio de la función de la música y El rastro en su libro De la vida como metáfora a la vida como ensayo (Universidad Nacional Autónoma de México, 2015), dedicado a la autora mexicana.

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