León Tolstoi | Serguéi Prokudin-Gorski

Por ANÍBAL ROMERO

¿En qué sentido es la muerte un problema?

La muerte se convierte en problema en la medida que consideremos que la finitud es insoportable. Si creemos que la vida, nuestra existencia personal, prosigue de algún modo luego de nuestra desaparición física, la muerte no cesa como problema, pero adquiere otras connotaciones y asume otras facetas. Si fuésemos inmortales, como algunos lo han deseado o pretenden, el tema de la muerte posiblemente renacería, enfrentándonos al reto de vivir para siempre. Es un tópico que, por ejemplo, la escritora francesa Simone de Beauvoir exploró con lucidez en su novela Todos los hombres son mortales. Esta obra tiene la virtud particular de mostrar que la inmortalidad podría resultar tediosa.

En lo que concierne al relato de León Tolstoi, La muerte de Iván Ilich, el autor asume que la finitud es insoportable, y a través de sus personajes explora varios enfoques ante el problema de la muerte. Un caso especial lo representa Gerasim, un criado de origen campesino que trabaja en la casa de Ilich y cuyo papel en la narración abordaré oportunamente. Si bien en el plano literario el relato produce una fuerte impresión, argumentaré que también deja abiertas significativas grietas en el terreno de las ideas que del mismo se desprenden, es decir, en cuanto a su tratamiento del asunto de fondo que es el de nuestra actitud ante la muerte.

Como procuraré articular, Tolstoi, por una parte, muestra como positivo el hecho de que Iván Ilich, protagonista central de la historia, experimenta a raíz de la aparición de una grave enfermedad un cambio fundamental, en el curso de su existencia hasta ese momento. Ilich transita desde la evasión y la rebeldía frente a la muerte como realidad inexorable de la existencia, hacia otra etapa, que no cabe sino interpretar como una insondable conversión de tipo místico. Los episodios finales suscitan interrogantes ante esta situación y su significado, y ponen de manifiesto las ya insinuadas perplejidades, generando dudas sobre la capacidad de convencer al lector sobre la autenticidad subyacente de los efectos narrativos. El desarrollo del relato no alcanza un desenlace persuasivo, ya que la conversión mística de Ilich puede ser interpretada, sin faltar al equilibrio, como una simple claudicación. En otras palabras, si bien desde el punto de vista literario la narración fluye con vigor, y Tolstoi se cuida de no dar al fin de Ilich un tono ruin, desde otro ángulo el peso de lo contado a través del relato impide observar esos días decisivos como expresión de un encuentro digno con la muerte. La rebeldía temporal de Ilich no pasa de ser un quimérico motín; Ilich se resigna, admite el consuelo religioso, cede ante el mismo, y en última instancia la terminación de la obra deja un vacío. El fin de Ilich sólo es explicable, me parece, a causa del miedo a la muerte.

A lo dicho se suma otra grieta, otra paradoja ubicada en el terreno de la reflexión sobre el sentido de la muerte. De un lado, la trayectoria que sigue la existencia de Ilich hasta la aparición de su mal es un inequívoco ejemplo de desinterés, con referencia a la admonición socrática según la cual “una vida no sometida a examen no es digna de ser vivida para un ser humano” (1). Dicho de otra forma, Ilich había llevado por años una existencia que Tolstoi califica de “sencillísima y ordinaria, al par que terrible en extremo” (2). Fue una existencia “normal”, pues transcurrió como la de tantos individuos ocupados de su cotidianidad y ajenos a excesivas inquietudes intelectuales, que pudiesen perturbar su bienestar y la tranquilidad de su mente. De acuerdo con Tolstoi la vida de Ilich fue también, a pesar su normalidad aparente, una vida terrible, pues la evasión llegó a una brutal y estremecedora culminación, debido al choque producido por la ingrata novedad de que la cruda realidad de la muerte no puede ser eludida. Tolstoi, por lo tanto, parece en principio objetar la actitud de Ilich, y condenar la huida que muchas veces intentamos llevar a cabo ante la muerte, refugiándonos en nuestro sucesivo quehacer diario y en las preocupaciones y esperanzas cotidianas. De otro lado, sin embargo, es palpable el apego emocional de Tolstoi con respecto a Gerasim, una figura muy relevante del relato, que reproduce personajes similares presentes en otras de las obras del escritor ruso. Gerasim es una especie de santo laico que representa una religiosidad simple, de inocencia idealizada, de apego a la tierra y al ciclo de la existencia natural, que incluye la muerte. Este tipo de personaje tolstoiano, del que Gerasim es un prototipo notable, transmite un mensaje de serena admisión de la muerte, mensaje íntimamente vinculado a un misticismo elemental y carente de complicaciones, que no formula incómodas preguntas en la dirección aconsejada por Sócrates. Ilich y Gerasim, cada uno a su modo, son figuras no-socráticas. De modo que, a la vez, Tolstoi objeta la actitud evasiva de Ilich, pero sin embargo nos induce a mirar con beneplácito el modelo representado por Gerasim, que es el de una beatífica ignorancia o ascética evasión. En síntesis, ambos huyen, cada uno a su manera, aunque Gerasim no lo capta así.

Como afirmé antes, Tolstoi asume implícitamente que la finitud es insoportable, y ello se manifiesta en el desarrollo de la trama vital de Iván Illich. Al enfrentar la realidad de la muerte, Illich empieza a interrogarse sobre el sentido de su vida hasta esa etapa. En ese momento crucial las evasiones empiezan a hacerse crecientemente insuperables, y el anti-Sócrates, que hasta entonces había rehuido el examen de la existencia y no había considerado prepararse ante la muerte, empieza la tortuosa senda de una confusa y angustiosa reflexión. Gerasim, de su parte, no se perturba frente a la verdad de la finitud, pues su participación en los ciclos vitales, el suyo propio y el de todo lo que le rodea, le conduce a una imperturbable aceptación del torrente inexorable de las cosas. ¿Ignorancia, carencia de imaginación, o simplemente una fe elemental e ingenua?

Céline escribió en Viaje al fin de la noche que “La verdad es ya agonía interminable. La verdad de este mundo es la muerte” (3). Por el contrario, A. de Waelhens sostiene que “la contingencia es lo que jamás, a ningún precio, puede ser aceptada por el hombre. La finitud es insoportable. Debe ser, de la manera que sea, superada” (4). ¿Es esto último cierto? Y si lo fuese, ¿cómo superar la finitud? La muerte de Iván Ilich suscita además estas preguntas: ¿Qué es preferible, esquivar la muerte o prepararse para ella, y cómo lograrlo? ¿Podemos imaginar la muerte propia? ¿Cuál es la mejor forma de morir? ¿Es Gerasim un modelo a seguir? ¿Qué decir del camino de Illich? ¿Debemos evadirnos tanto como posible? Tolstoi ofrece atisbos de respuestas y preferencias, pero pienso que su misticismo le lleva a un desenlace que decepciona.

¿Podemos imaginar nuestra propia muerte?

Tolstoi comienza el relato observando la muerte de Ilich “desde fuera”, es decir, enfocándola desde la perspectiva de los asistentes a su funeral. Illich ha muerto y la familia cercana, parientes, amistades y colegas del mundo de la abogacía y los tribunales se congregan en la que había sido su casa, para cumplir con los deberes convencionales que tales ocasiones demandan. Estas primeras páginas de la obra revelan a Tolstoi en la cúspide de su poder como excepcional testigo de la existencia, y recuerdan la apreciación que sobre el autor de Guerra y paz y Ana Karenina realizó el académico inglés Isaiah Berlin, elogiando al autor ruso por su vívida caracterización de las grandezas y miserias humanas (5). Lo que Tolstoi pone de manifiesto en el primer capítulo de La muerte de Iván Ilich es que si bien nuestra muerte, vista “desde dentro”, es nuestra solamente, de cada uno personalmente, la misma ocurre, vista “desde fuera”, en un marco que va más allá de nosotros. Hablamos de un marco de relaciones, experiencias pasadas y vivencias ensayadas que afectan y conforman los lineamientos de nuestro destino, influyendo sobre su avance y contribuyendo a dibujar su estampa definitiva.  La forma misma de llegar a la muerte está enlazada en mayor o menor medida al marco externo de nuestra vida. Esa verdad será desplegada a través del rumbo hacia la muerte de Illich, de la reacción de la familia y otros personajes del relato, y del peso del clima religioso prevaleciente en ese contexto social.

En la mencionada reunión funeraria, la viuda de Illich y sus colegas de trabajo hacen gala de hipocresía alrededor de su cadáver. La primera no tarda en consultar a un viejo amigo de su marido sobre los “asuntos prácticos” que la muerte de Illich dejó como legado, sin perder la oportunidad de quejarse por cuánto tuvo ella que sufrir a lo largo del proceso de decadencia física, en especial durante los últimos días de agonía debido a los gritos de dolor de Ilich: “Tres días seguidos estuvo gritando sin parar. Era intolerable. No sé cómo he podido soportarlo”. El amigo escucha los lamentos de la viuda con impasibilidad, pero cae de inmediato en cuenta de que ambos están fingiendo. En realidad, los colegas de Illich allí reunidos, lo primero en que pensaron al recibir la noticia, fue “en lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos y sus conocidos”.

Mientras avanzan los ritos funerarios, los amigos y colegas de Ilich se inquietan sobre las probabilidades de completar el resto de su agenda prevista para ese día, de los juegos de cartas y otras amenidades que más tarde les aguardan, acompañando sus conjeturas acerca de los posibles ascensos laborales “como siempre ocurre, con una sensación de complacencia, a saber: El muerto es él; no soy yo”. Tolstoi va más allá de la descripción de estas vilezas y nos guía hacia temas de fondo, pues el presunto amigo que conversa con la viuda, al escuchar la crónica del angustioso trance final de Illich, siente miedo, se percata de que eso, tal vez, podría ocurrirle a él, y experimenta brevemente el espanto de contemplar la fatal realidad de su propia muerte. No obstante, ese instante se disipa pronto, y “sin saber por qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había pasado a Iván Ilich y no a él, que eso no debería ni podría pasarle a él, y que pensar de otro modo sería dar pie a la depresión, cosa que había que evitar…” (6). El encarnizado empeño por aplacar y apartar la conciencia de la muerte como aspecto ineludible de la vida, se apresura a resurgir y a correr en eficaz auxilio del personaje en cuestión, acosado por la incertidumbre y ansioso de refugiarse en la cotidianidad. No obstante, la habilidad literaria de Tolstoi ya nos ha colocado, por encima del fingimiento y el miedo, ante la interrogante de si es posible o no imaginar la muerte propia.

Dos son los temas que Tolstoi plantea. Uno tiene que ver con el hecho, comprobadamente común, de que, en palabras de Freud, “Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida”. Cuando los colegas de Illich, ya de vuelta en sus despachos luego de los ritos funerarios, se deleitan en comprobar que “el muerto es él, no yo”, y lo refuerzan constatando que, “pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo”, abonan el terreno a la aseveración freudiana de acuerdo con la cual la muerte propia es inimaginable, de que “en el fondo, nadie cree en su propia muerte…en lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad” (7). El tópico que resalta Freud, y que las consideraciones de los atemorizados y distraídos colegas de Illich en verdad expresan, es en segundo lugar el de nuestro deseo de inmortalidad, que desde Platón forma parte de las tradiciones filosóficas y religiosas de Occidente y está presente en diversos legados culturales (8). El papel que cumplen estos tópicos en el relato de Tolstoi obliga de inmediato a comentarlos, pues deseo cuestionar, por una parte, la idea de acuerdo con la cual no somos capaces de imaginar nuestra propia muerte, y por otra parte que el deseo de inmortalidad sea tan extendido como lo insinúa Tolstoi y enuncia Freud.

En cuanto a lo primero, sería necesario explicar qué sentido atribuimos a la aseveración según la cual no podemos imaginar la muerte propia de manera consciente, y que la misma persiste sin trabas en el subterráneo del inconsciente. Podemos soñar con nuestra muerte, y en efecto ello tiene lugar una que otra vez; ahora bien, me parece posible imaginar nuestra propia muerte, concebir imaginariamente un mundo en el que no estemos o, formulado esto último en otros términos, imaginar que el mundo puede seguir y de hecho va a seguir su marcha sin nosotros, una vez que no estemos. En esa dirección reflexiva traigo en mi apoyo a Sade, quien en uno de sus elocuentes aforismos sostuvo que “…el principio de la vida de todos los seres no es otro que el de la muerte y la muerte es imaginaria” (9). Mi interpretación de sus palabras es esta: no se trata de que no seamos capaces de concebir nuestra muerte porque sea imaginaria, sino por el contrario: podemos concebirla precisamente por esa razón. Quizá logren igualmente ayudarnos estas palabras de Céline: “Cuando se carece de imaginación morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria” (10). Es la imaginación lo que causa a Illich el espanto frente a la muerte, y ese espanto no surge debido a la imagen de los sufrimientos que aún le esperan, sino porque Ilich entiende, así sea poseído de angustia y miedo, lo que significa el fin. Por otro lado, es la falta de imaginación lo que explica el paso por la vida de Gerasim, aunque Tolstoi procura mostrarle como representante de una forma positiva de llegar a la muerte. Para expresarlo con mayor precisión, a Tolstoi le atrae en Gerasim, como personaje literario y exponente de una actitud ante la muerte, su falta de imaginación.

Como con inocultable ironía lo expresa Elías Canetti, “La promesa de inmortalidad basta para poner en pie una religión” (11); ello no obstante no implica ni que las promesas de inmortalidad convenzan a todos, o interesen y entusiasmen a todos, ni que por supuesto tales promesas sean exitosas en cuanto a su objetivo de conquistar la inmortalidad. Una cosa es el miedo a la muerte y otra la incertidumbre ante la misma. Lo segundo puede existir sin lo primero, y puede también llegar a traducirse en mera curiosidad. No sostengo que esto último sea lo corriente, pero no es tampoco tan extraño. ¿Por qué Iván Ilich sufre “espanto” al comprender que le espera la muerte?, ¿por qué no estaba preparado para semejante noticia, y qué significa “prepararse” para algo así?

Las etapas del camino de Iván Ilich.

La muerte de Iván Ilich es un relato relativamente breve; sin embargo, sus doce compactos capítulos suscitan importantes reflexiones sobre un tema central, es decir, nuestra actitud ante la muerte, y el problema de la muerte visto como consecuencia de la supuesta intolerabilidad de la finitud. Tolstoi hace progresar la narración con pericia literaria, procurando que el lector extraiga de los eventos las interrogantes que acarrean en su seno. El curso de los acontecimientos lleva a Ilich desde la superficie de su existencia cotidiana hasta el espanto que súbitamente empieza a ensombrecer sus días; de esa conmoción se desprende una etapa en la que prevalecen quimeras, en torno a la crudeza de un panorama que a sus ojos es tan insólito como incierto. De allí sigue el repudio a una realidad cuya inclemencia se hace inmanejable; unida a ese rechazo, surge la rebelión frente a lo que es experimentado como una afrenta y una injusticia inexplicables. Finalmente, sin marcha atrás posible, sin combate físico que valga, sin salvación ante lo inexorable, Ilich sucumbe a la resignada aceptación de su destino, en un clima espiritual que evidencia una claudicación y no un triunfo.

Como ya vimos, la vida de Ilich, que llega a su término a la edad de cuarenta y cinco años, había sido sencillísima y ordinaria pero también terrible, rasgo este último que se desvela una vez que la aspereza de la muerte golpea con fuerza.  Ilich había contraído matrimonio con ilusión, pero su relación conyugal se deterioró pronto, y a pesar de esporádicos islotes de cariño a través del tiempo, un trasfondo de hostilidad secreta se instaló permanentemente entre los cónyuges. A pesar de todo Ilich se autoengañaba, intentando preservar una existencia normal, sin mayores zigzags y sujeta a los protocolos predominantes en su medio social. Por suerte para Ilich y complacencia de los suyos, empezaron a abrírsele mejores perspectivas profesionales; no obstante, un accidente doméstico, una caída en apariencia banal, dio paso a un período de sufrimientos que nunca había sospechado posibles.

Tal incidente es el detonante que revela un mal más profundo, y los dolores crecientes amargan el carácter de Ilich, irritando también, más aún de lo acostumbrado, a quienes le rodean. Las visitas iniciales del médico no hacen sino aumentar el desconcierto del paciente, lleno de confusión ante los pronunciamientos enigmáticos de los especialistas, y acongojado por lo que percibe como la carencia de empatía por parte de su esposa y demás familiares. La tristeza hacia sí mismo se intensifica, en paralelo a los dolores físicos, y el tormento le dificulta seguir ocultándose que “algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida”. Este es un momento clave del relato. A partir de ese punto, Tolstoi se esforzará para que la evolución de los padecimientos físicos del protagonista, no asfixien la lucha que tiene lugar en el plano de su conciencia, de tal modo que Ilich es capaz de reflexionar a pesar de su sufrimiento corporal. Esa lucha tiene que ver, en primer término, con el descubrimiento de la inevitabilidad de la muerte. En segundo lugar, con la aflicción proveniente de su desamparo vital, producto de la falta de preparación con respecto a “lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida”. En tercer término, el relato se adentra en el tema de la finitud. Ya convencido Ilich de que el asunto que le angustia no es cosa del deterioro de un riñón, o del corazón o el hígado, que no se trata de la decadencia de este o aquel órgano en particular sino de la vida y la muerte, se pregunta: “Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero”. Desde su lecho, acosado por los padecimientos físicos y sicológicos, Ilich escucha a sus familiares mientras prosiguen con sus actividades habituales, y entiende que a ellos les pasará lo mismo, que el trance de morir, con sus respectivas variaciones, les alcanzará a todos, y se rebela: “La furia le ahogaba y se sentía atormentado, intolerablemente afligido. Era imposible que todo ser humano estuviese condenado a sufrir ese horrible espanto” (12).

Ilich siempre buscó protegerse frente a la conciencia del fin inevitable de la vida humana en la tierra, y aunque el avance de la enfermedad le hacía más y más patente la verdad, ni la comprendía ni podía comprenderla, y la etapa de negarse a enfrentarla se prolongaba: “no es posible que tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible”. El curso fatídico de su mal se acelera, así como su aborrecimiento ante un entorno familiar que, desde su perspectiva, no asimilaba lo que le estaba pasando, ni se compadecía lo suficiente de los padecimientos físicos y morales de un hombre que, atravesando un avasallante desasosiego, se hallaba perdido frente a un inexplicable desafío.

En este recodo del proceso Tolstoi abre espacio a la figura de Gerasim, en cuya actitud serena, amigable, que transmite genuina solidaridad y compasión, Iván Ilich percibe un contraste radical con relación a la hipocresía y mentira reinantes a su alrededor. La postura de Gerasim se distancia tanto del dramatismo como del fingimiento, y con sencillez dice a Ilich: “Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted?”. La función de Gerasim en el relato consiste en contrastar la actitud general imperante, que en lo que tiene que ver con Ilich denota miedo y confusión, y en lo que toca a su entorno una mezcla de hipocresía y fatiga, o a lo más una tristeza impregnada de pensamientos egoístas, con la postura de una persona sencilla, apegada a una religiosidad básica y carente de fisuras sicológicas. Pero tanto Ilich como Gerasim, a su manera, y el resto de los protagonistas del relato asumen que la finitud es insoportable. De hecho, ya acercándose a sus días finales, Ilich exclama que “¡Cualquier cosa es mejor que la muerte!” (13). Cabe preguntarse, ¿es esto cierto, es la finitud una idea intolerable para todos nosotros, no existen, no pueden acaso existir excepciones?

Tolstoi hace lo posible, guiado por sus incuestionables dotes de escritor, para que nos quede claro que el carácter soportable o insoportable de la finitud para la conciencia, no debe mezclarse o confundirse con la naturaleza desmedida del dolor físico que agobia a Ilich. No es el ansia de escapar del dolor lo que explica el repudio a la finitud. Ya alcanzada la etapa en que negación y rebeldía se entrecruzan, Ilich “Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de la gente, de la ausencia de Dios. ¿Por qué me has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente? ¡Hala, sigue! ¡Dame otro golpe! ¿Pero con qué fin? ¿Yo qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?” La rebelión de Ilich se enfoca hacia la idea de un Dios que debería, presuntamente, complacer nuestros deseos, andar pendiente de nuestros cambios de humor y actitud, así como de sus efectos sobre la configuración de nuestras aspiraciones terrenales. Tan común instrumentalización de la idea de Dios tiene, como veremos, una segunda versión, que transcurre durante las horas finales de la vida de Ilich. Mas en esta etapa, en la que el recurso a lo religioso se hace explícito, Ilich consigue articular una reflexión que le conmociona. El dolor físico y el malestar moral, ante lo que se le aparece a cada hora que transcurre como el absurdo y la mezquindad de la existencia, le llevan a plantearse: “¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de hecho lo que no debía ser? Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad”. (14). En la antesala de la muerte Ilich pone en cuestión el rumbo de su vida entera, y concluye que estuvo dominada por la superchería de las convenciones sociales y la frivolidad de supuestos éxitos sin trascendencia. ¿Pero, qué consecuencias tiene esta toma de conciencia por parte de Iván Ilich; qué derivaciones tiene sobre el problema del sentido de la muerte; de qué se arrepiente realmente Iván Ilich y cómo concluye su curso vital?

El desenlace

Tres días antes del fin, un Iván Ilich afectado por el dolor físico y el desasosiego mental accede a la petición de su esposa y admite la visita de un sacerdote, se confiesa y comulga. El evento resulta un tanto sorpresivo para el lector, pues hasta entonces la rebelión de Ilich ante la perspectiva de morir no había cesado. No cabía en verdad esperar una postrera reconciliación religiosa, de parte de una persona cuya vida hasta esa etapa no había mostrado síntomas de apego a ese consuelo; una persona que además había finalmente insurgido contra los convencionalismos, que tanto le habían limitado durante su agonizante vida. Luego de comulgar, escribe Tolstoi, “con lágrimas en los ojos”, Ilich recupera una efímera esperanza de prolongar la vida, de que una operación que le había sido propuesta por los médicos lograse una milagrosa recuperación. Su esposa le pregunta, una vez que Ilich ha comulgado, “¿Verdad que estás mejor?”, y la presencia de ese ser que tanto le estorbaba, sus intentos de apaciguarle, su patente empeño, según lo percibía Ilich, de fingir un cariño a medias, una devoción hipócrita, hacen de nuevo nacer la sensación de engaño, de mentira y todo el clima de doblez que le había estado ahogando. La rebelión se enciende otra vez, y a partir de ese momento, durante tres días, los gritos de Ilich repiten un “¡No quiero!”, una imprecación lanzada al vacío como insensato desafío sin destinatario posible.

Llegados a este punto el relato toma un derrotero inesperado, un trayecto difícilmente comprensible. Lo que ocurre, según lo expone Tolstoi, es que Ilich tiene la sensación de estar siendo empujado hacia el “agujero negro” de la muerte, pero no puede entrar en él sin esfuerzo ya que sigue convencido de que su vida había sido buena. Esa creencia le retenía y era “el mayor tormento de todos”. Si bien aceptaba que no todo en su existencia fue como debía ser, eso ya no importaba; lo imperioso era dar respuesta a la interrogante: ¿cómo debió haber sido?, ¿cómo debía haber vivido? En tal coyuntura, un par de horas antes de su muerte, su hijo se le acerca, toma la mano de Ilich, la aprieta contra su pecho y rompe a llorar: “En ese mismo momento Iván Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún…” También su mujer se le aproximó e Ilich sintió entonces lástima por ella al igual que por su hijo, lástima hacia ellos y posiblemente hacia sí mismo, de acuerdo con la atmósfera colmada de abatimiento y patetismo que rodea este postrer desenlace. Pero Tolstoi no se detiene allí; su objetivo es ir más allá de la compasión asumida como refugio y reparación. Tolstoi quiere que Ilich alcance el final persuadido de que las sombras se habían disipado, inclusive el dolor físico: “Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. ¡Qué hermoso y qué sencillo!, pensó…Y la muerte ¿Dónde está? Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba…¿Qué muerte? No había temor alguno porque tampoco había muerte…En lugar de la muerte había luz…Este es el fin de la muerte, se dijo. La muerte ya no existe”. (15).

Mi apretado resumen de esas escenas es incapaz de reproducir todos sus dramáticos matices. Sin embargo, y sin perder de vista que se trata de una obra literaria y no de un tratado filosófico, considero que la resolución final de La muerte de Iván Ilich no se ajusta, en lo relativo a los contenidos expuestos, a la trayectoria existencial hasta entonces dibujada sobre Ilich y a lo que tal historia personal hacía razonable y hasta permisible esperar. Ilich no solamente pretende corregir toda una vida en los últimos minutos, sino que no encuentra la muerte sino “luz”, acudiendo a una segunda instrumentalización de la idea de Dios. Al tratar de solicitar el perdón de su hijo, Ilich se equivoca al expresarse y dice “perdido” en lugar de “perdóname”, pero no se inquieta, pues se persuade de que “Aquel cuya comprensión era necesaria lo comprendería”. (16)

El carácter decepcionante de esta conclusión no se encuentra de modo primordial en que, para el lector del relato, el término de la existencia de Ilich arroja una sensación de rendición, de claudicación y desorientado aspaviento, cubierto de un tono religioso. Tampoco es principalmente insatisfactoria la insinuación, de parte de Tolstoi, de acuerdo con la cual su personaje clave muere convencido de que un gesto final, un remordimiento postrero, es capaz de rectificar el entero camino de una vida no examinada. El desencanto se encuentra en comprobar que el proceso de evasión por parte de Ilich nunca cesa, y que el vacío de la existencia del protagonista busca un amparo último por resignación. Su miedo se hace cansancio y acaba ocultándose, pero como lector interpreto que el miedo no desaparece y que la religiosidad de Tolstoi no ofrece respuesta, sino que lleva el proceso vital de Ilich a un inexplicable sometimiento. El desenlace no es ruin, pero sí insatisfactorio. ¿Era literariamente necesario? El punto es discutible.

Según lo sugerido por el argumento y la dinámica del relato, hay tres opciones principales frente al tema de la muerte: La de Gerasim, es decir, una existencia basada en la ignorancia, que puede encerrar elementos de evasión o quizás de pereza mental, inducida en su caso, posiblemente, por precarias condiciones materiales. La existencia no examinada de Gerasim es una realidad bastante común y no siempre asociada a la penuria material. Luego tenemos la opción socrática, la que propone conducir la existencia según la convicción de que la muerte es parte de la vida, no algo extraño a la misma, y que la vigencia de una interrogación serena y profunda acerca del destino propio es algo noble, moralmente superior a la huida. En tercer lugar, y a mi manera de ver la peor de todas las opciones, es la asumida por Iván Ilich, la de una existencia que se deslizó siempre sobre la superficie de las cosas, y que ya al final, confrontado por la inequívoca realidad de la muerte, se cobija bajo la esperanza de inmortalidad.

Ilich jamás se ocupó de prepararse para la muerte; ¿y esto qué significa?, ¿qué es prepararse para la muerte? Precisamente, no desembocar en el desenlace de Ilich, no duplicar su consumación como ser humano, no permitir que cuando la muerte nos alcance nos veamos forzados a preguntarnos, a la manera de Iván Ilich, “¿Qué es esto”? En ese orden de ideas, traigo a colación unas frases de Erich Gutkind que creo esclarecen el punto: “Quien no haya vivido plenamente en esta vida, no logrará vivir a través de la muerte” (17). Lo de “plenamente” se presta a múltiples versiones, de acuerdo con cada individuo, pero su significado central, me parece, tiene que ver con la exhortación socrática: una vida no examinada no merece la pena de ser vivida, lo que incluye de manera esencial la consideración de la muerte como parte de la vida. Ilich pretendió, tardíamente, vivir a través de la muerte.

Como escritor Tolstoi tenía pleno derecho a llevar su narración al desenlace que desease. Como lector creo tener derecho a sentirme desencantado por su resolución. ¿Cuál debió ser el fin? Ilich se angustia porque se enfrenta a la realidad de la muerte; pero creo que en particular se angustia pues la muerte le alcanza sin haberse preparado para admitir la finitud. Un final que revelase algún tipo de remordimiento por tal carencia, y no meramente miedo, y que fuese más allá de la búsqueda de una salida en apariencia conmovedora pero que en verdad tiene visos artificiosos, habría sido una alternativa válida. El misticismo de Tolstoi le hizo una mala jugada al concluir su relato. Hay un cierto matiz de proselitismo religioso en esos párrafos finales, que no armoniza con la fuerza literaria del resto del relato. Si admitimos, como argumenta Roger Caillois, que lo sagrado es “una categoría de la sensibilidad” (18), debo decir que el desenlace de la narración tolstoiana, no logra persuadirme de que tal categoría se haya puesto de manifiesto en la conclusión, a objeto de disimular el más bien desventurado fin de Illich.

Iván Ilich no fue capaz de concebir su propia muerte y de admitir la finitud. Su evasión, convertida en rebelión al percatarse de que la muerte es inexorable, se transformó en resignación y en lo que he llamado una claudicación. El tránsito de la rebelión a la renuncia es enigmático. Otros verán el desenlace como prueba de genuino arrepentimiento, unido a una auténtica vía de salvación personal. Cabe en ese sentido citar estas líneas de Dostoievski: “Si es indispensable para la existencia humana poseer una convicción de inmortalidad, podemos pensar que esta convicción es la condición normal de la humanidad; y si esto es así, entonces la inmortalidad del alma es un hecho indudable”. (19). No comparto este razonamiento; no creo que sea un argumento convincente y que de las premisas expuestas se desprenda la conclusión enunciada. Hay que admitir la finitud, y ello es preferible a autoengañarse. En todo caso me acojo a la siguiente aspiración, formulada por Ludwig Wittgenstein en sus Diarios secretos: “Si me llega ahora el final, ojalá que tenga una buena muerte, sin desmerecer de mí mismo. Ojalá que no me pierda nunca de mí mismo”. (20) Un final así no acompañó a Iván Ilich.

NOTAS.

  1. Platón, Apología de Sócrates, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2014, p. 94
  2. León Tolstoi, La muerte de Iván Ilich, Madrid: Alianza Editorial, 2008, p. 25
  3. L. F. Céline, Viaje al fin de la noche, Madrid: Edhasa, p.234
  4. A. de Waelhens, La filosofía de Martin Heidegger, Madrid: CSIC, Instituto L. Vives de Filosofía, 1945, p. 374
  5. Isaiah Berlin, The Hedgehog and the Fox, London: Weidenfeld & Nicolson, 1953
  6. Tolstoi, pp. 15, 18, 21-22
  7. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Madrid: Alianza Editorial, pp. 111-112
  8. Platón, El Banquete, Diálogos, Vol. III, Madrid: Editorial Gredos, 1988, pp. 253-255
  9. Citado por Simone de Beauvoir, El Marqués de Sade, Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte, 1969, p. 122
  10. Céline, p. 26
  11. Elías Canetti, El libro contra la muerte, Madrid: Debolsillo, 2019, p. 26
  12. Tolstoi, pp. 52, 59-60
  13. Ibid., pp. 62-63, 71-72, 74
  14. Ibid., pp. 84, 86, 91
  15. Ibid., pp. 91-97
  16. Ibid., p. 96
  17. Citado por Henry Miller, Los libros en mi vida, Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte, 1973, p. 91
  18. R. Caillois, El hombre y lo sagrado, Mexico: FCE, 1996, p. 12
  19. Citado por E. H. Carr, Dostoievski 1821-1881. Lectura crítico-biográfica, Barcelona: Editorial Laia, 1972, p. 258
  20. L. Wittgenstein, Diarios Secretos, Madrid: Alianza Editorial, 2008, p. 53

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