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Última edición impresa del diario El Nacional

Por ANNIE VAN DER DYS

Ayer, como todos los sábados de los últimos nueve años, hablé con mi madre por WhatsApp. Es el tiempo que llevamos sin vernos de los 19 que habito en Madrid.

He visitado Venezuela dos veces en casi dos décadas. La última vez me despedí de mi madre llena de miedo y de dudas: había vuelto a mi país después de una separación que me dejó sola. O que legalizó la soledad. Como sea regresé con mi hija para quedarme, pero el país que encontré me resultó ajeno y árido. Decidí dejar de nuevo a mi familia y mi patria, pensando entonces en lo que era mejor para el futuro de mi hija. Esa decisión ha hecho que mi hija crezca sin abuela pero con la nacionalidad española. Mi madre ha cumplido 84 años. La duda de si volveremos a abrazarnos flota muda en cada una de nuestras charlas. La realidad, que es terca, nos dice que no. Su salud se deteriora y mi economía no deja de ser precaria. Pero callamos el miedo e intentamos tejer una conversación lo más alejada posible de penurias y tristeza de ambos lados del planeta.

La conversación, inevitablemente, gira en torno a la muerte, primero de amigos de mi juventud, Carmelo Castro, o Javier Moreno y luego el fallecimiento de un primo, Gustavo Ruíz, todos por Covid. Afortunadamente en vida fueron personas alegres, ingeniosas y ocurrentes, con lo que las risas de sus anécdotas evitan el tema de la peregrinación de los enfermos en búsqueda de los cuidados necesarios, la imposibilidad de vencer la enfermedad en un país sin recursos médicos para atender a una población que se muere de cualquier cosa a diario mendigando ayuda en páginas sociales y en redes de crowdfunding.

Entonces le tocó el turno al cierre de El Nacional. No su cierre puesto que hace años que el gobierno le obligó a dejar de publicar en papel, sino la toma formal de su sede por parte de la Guardia Nacional.

Allí la conversación tomó brillo porque pudimos transitar caminos conocidos y protectores que ambas amamos: el pasado. El recuerdo de mi padre, empleado público en las Torres del Centro Simón Bolívar, en el Portal de Pajaritos, quien durante dieciséis años llevó el periódico todos los días a casa. Vivíamos en La Candelaria y mi padre regresaba a almorzar. Su llegada traía dos cosas: el pan y El Nacional. Y si era imposible imaginar un día de la semana sin prensa, el domingo era motivo de catástrofe si al llegar al quiosco El Nacional se había terminado. Mi madre me aseguró que para ella no había nada más placentero en el mundo que pasarse el domingo en casa leyéndolo. Que leía todo: hasta los clasificados.

Nos acordamos que mi padre siempre dejaba el crucigrama sin hacer para que mi mamá lo rellenara. Mi papá lo resolvía mentalmente. También rememoramos los columnistas: mi mamá era fiel seguidora de Juan Nuño. A mí me encantaba Aníbal Nazoa y su columna “Aquí hace calor”. No pudimos dejar de reír con “La pantalla de los jueves” de Abelardo Raidi y su frase “oído en el dulce nombre”. Siempre nos preguntamos qué diablos sería eso. La columna de Felo Jiménez. Las críticas de teatro de Rubén Monasterios o las de cine de Alfonso Molina. ¡Y la edición aniversario! ¡Aquello era de nunca acabar!  ¿Y el ganador del Concurso de Cuentos de El Nacional?  Mi madre  se emocionó con el placer desconcertante que experimentó el año que Guillermo Meneses ganó con el cuento “La mano junto al muro”. Al terminar de leerlo supo que estaba ante un suceso maravilloso, aunque no había entendido absolutamente nada. Y justamente, casualidades, estaba releyendo a Isaac J. Pardo, el escritor fetiche de mi padre, el libro era Esa palabra no se dice, que publicó a raíz de la aparición del cuento “El inquieto Anacobero” de Salvador Garmendia, en El Nacional. Garmendia estuvo preso por el uso de términos inmorales en el mencionado cuento. Afortunadamente el escritor contó con Isaac J. Pardo como defensor, quien demostró por qué cada palabra usada en el texto no solo no era inmoral, sino que tampoco podía ser sustituida por otra. Evocamos juntas la emoción de descubrir a Isak Dinesen gracias a la aparición de un cuento de la escritora en el Papel Literario. Las columnas de José Ignacio Cabrujas esperadas durante toda la semana y que mi padre leía en voz alta: escuchábamos divertidos, asombrados y sobre todo identificados la voz de mi padre, trasunta del dramaturgo, quien nos develaba el país que amábamos y que padecíamos.

Y ahora, todo eso, como tantas otras cosas, quedan en la memoria. De quienes tuvimos el honor de ser parte de El Nacional.


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