Edward Hopper, Manhattan Bridge Loop, 1928

Por ALEJANDRO VARDERI

Nueva York es la ciudad norteamericana 

que mejor conozco y la que más me gusta.

Desde mi llegada a Nueva York hace ya más de tres décadas, el imaginario de Edward Hopper ha trazado las líneas por donde se ha movido una porción de mi existencia, recuperada al regresar a los lugares en que se cruzan nuestros itinerarios. El número 3 de Washington Square North, por ejemplo, integrado hoy a New York University, donde me doctoré, y hogar en el pasado del mismo Hopper. Desde sus ventanas atrapó las vistas de las casas circundantes, retratando los cuartos casi siempre desnudos o habitados por quienes compartirían el mismo espacio inmersos en sus particulares intereses (“Skyline Near Washington Square”, 1925, “Room in New York”, 1932), u observarían solitariamente lo que ocurría más allá de las suyas (“Morning in a City”, 1944, “Morning Sun”, 1952). Algo que Rear Window (1954) de Alfred Hitchcock trajo a la pantalla, en el travelling de cámara llevando al protagonista a curiosear la intimidad de sus vecinos, en el Greenwich Village de Hooper y también mío, pues, pese a las constantes metamorfosis, conserva aún el estilo arquitectónico inscrito en las obras del artista. Obras vueltas presencia cuando recorro sus calles, menos atormentado que el protagonista de Scarlet Street (1945) de Fritz Lang, pero igualmente seducido por la intensidad de sus historias.

En tal sentido, las azoteas de los edificios del siglo XIX punteando las calles paralelas a Washington Square Park hablan de un pasado de encuentros nocturnos clandestinos, celebraciones vecinales del 4 de julio, peleas entre las bandas del barrio y dudosas negociaciones cerradas a la sombra de las claraboyas y estructuras cilíndricas de madera para almacenar agua en las casas de vecindad; los llamados tenements, donde se hacinaban las familias pobres. Por lo general, inmigrantes escapando de hambrunas, revoluciones, limpiezas étnicas y conflagraciones bélicas, que el artista recrea (“Rooftops”, 1926) o contrasta con edificaciones arquitectónicamente más elaboradas (“The City”, 1927). Ello buscando la contraposición entre low y high, que Susan Sontag conceptualizaría desde el campo, al cual Hopper aludió en la teatralización de los interiores y la artificialización de las figuras (“New York Movie”, 1939). Esto mediante los juegos de luz y sombras donde los cuerpos se mimetizan hasta devenir en parte integral del paisaje, a la manera de los protagonistas en Shadows (1959) de John Cassavetes, donde los dramas personales emulan el caos urbano entre Union Square y Greenwich Village, cuando la ciudad empezó a deteriorarse con la caída de la economía y la huida de la clase media a los suburbios, azuzada por el incremento de la violencia y el crimen.

La cámara en la mirada

El punto de vista de la cámara y el del artista hacen del espectador un voyeur en quien la experiencia fílmica y pictórica convergen, partiendo de lo que Roland Barthes precisó como “la experiencia cinemática” o estado prehipnótico, donde el mundo exterior va difuminándose y el estado de ensoñación se instala, espoleado por el placer de ver. Ello resultó una singular experiencia en la reciente exposición organizada por el Whitney Museum sobre el Nueva York de Edward Hopper, para enfatizar la crucial importancia de la ciudad en que hizo casa por casi seis décadas. Bosquejos, grabados, ilustraciones, dibujos y sus icónicos óleos, cual flashes sobre una metrópolis en constante fluctuación, constituyeron el grueso de la muestra. Entrar a las salas siempre abarrotadas, como si de un vagón del metro se tratara, se constituyó en una doble experiencia al permitirle al público cotejar lo real y su representación, con tan solo mirar por las aberturas en la estructura y las paredes de cristal que Renzo Piano ideó para integrar la edificación a ese mismo Greenwich Village.

Aquí “el deseo de ver” en palabras de Christian Metz quedó obstruido con la composición del cuadro, al solo poder observarse, por ejemplo, una parte de la mujer sentada de espaldas frente a una ventana (“Room in Brooklyn”, 1932) o arreglando la cama (“Apartment Houses”, 1923), dentro de la estética de films como The Crowd (1928) de King Vidor, donde la cámara precisa con igual presteza fragmentos de vidas atrapadas en los tenements del Lower East Side, y concentra la soledad del individuo perdido entre la multitud. Un vislumbre de esa opresión se trasladó a las obras expuestas en el Whitney, pues los personajes permanecen aislados en medio del cuarto, un café, el vagón de un tren o ajenos a quienes tienen alrededor, con lo cual siempre están solos, independientemente del entorno; “Automat”, 1927 y “New York Office”, 1962, resumen estas percepciones en la figura femenina sosteniendo la taza de café o un documento con idéntico desapego. “La soledad está sobrevalorada”, asentó sin embargo el mismo Hopper, mostrando una ambivalencia en cuanto a un tema central, no solo en su producción, sino en su existencia misma. Así, cuando un periodista le preguntó qué hacían él y su esposa para divertirse, respondió: “No hacemos nada espectacular. Somos muy reservados, no bebemos y casi nunca fumamos”.

Esta reticencia a sumergirse en la vorágine citadina se manifestó en su continua lucha por preservar la integridad arquitectónica y la escala urbana de Greenwich Village, la época cuando New York University y otros grandes propietarios de bienes raíces empezaron a alterarla, construyendo nuevos edificios de gran altura y arrasando con la mayoría de las casas en torno al parque inmortalizado por Henry James en Washington Square (1880). Una novela llevada al cine por William Wyler en 1949 y por Agnieszka Holland en 1997, que probablemente Hopper vio en la versión protagonizada por Olivia de Havilland y Montgomery Clift. Y es que la mirada cinemática es parte integral de la obra, pues, como asentó Wim Wenders, “los cuadros de Edward Hopper podrían constituir una larga película sobre Estados Unidos; cada uno, el comienzo de una nueva escena”.

Fijar tales escenas conlleva, en el caso de Nueva York, recuperar lugares ya desaparecidos o visiblemente alterados por el paso del tiempo y la especulación inmobiliaria. “The Sheridan Theatre”, 1937, por ejemplo. Uno de los suntuosos palacios donde disfrutar del cine como gran espectáculo, con mullidas butacas aterciopeladas, amplia pantalla, platea y mezzanina. En el cuadro de Hopper una mujer solitaria sigue la representación apoyada en la baranda de la entrada y una pareja conversa en una esquina capturando el elemento social del ver y dejarse ver. Ubicado en la esquina de Greenwich y Seventh Avenue, hasta 1969 cuando St. Vincent’s Hospital compró la parcela y lo demolió, era uno de los cines favoritos del pintor, quien escribió cartas a las autoridades para impedirlo, si bien el hospital ganó la pelea. Algo paradójico pues años después St. Vincent’s quebró y fue a su vez derribado en parte y transformado en condominios, siguiendo la larga cadena de construcciones y destrucciones característica de la ciudad sobre la cual Simone de Beauvoir asentó: “Hay algo en el aire de Nueva York que hace que dormir sea inútil”.

La ciudad y sus representaciones

La muestra del Whitney incluyó un mapa virtual donde podía cotejarse el lugar real con el cuadro, a fin de repasar esa perenne transformación ajena al sueño, que no conoce de horarios y puede sorprender al viandante a pleno sol o en las altas horas de la madrugada. De hecho, más de una vez he llegado a una tienda, restaurante, bar, club que por años había frecuentado, para encontrarlo cerrado sin más, o con un aviso en la entrada donde los propietarios agradecen a sus clientes el patrocinio a través del tiempo. Ahí me siento como el protagonista de After Hours (1985) de Martin Scorsese, tratando de llegar a casa mientras contemplo las ruinas de un downtown que hoy se halla en posesión de las cadenas comerciales y el lujo más inútil.

Una sensación similar la tuvo quizás alguien tan frugal y privado como Hopper, quien prefería desandar las calles y detenerse en los muelles del Hudson y el East River para seguir el curso de los botes (“Tugboat with Black Smokestack”, 1908) y la elegancia de líneas de los puentes (“Queensborough Bridge”, 1913, “Manhattan Bridge”, 1925) dables de unir la isla con los demás condados. Manhattan (1979) de Woody Allen de cierto modo festeja esta visión, en la escena inicial donde la voz en off del cineasta y la banda sonora de “Rhapsody in Blue” de George Gershwin enmarcan el montaje de planos encadenados sobre rascacielos, puentes, casas de vecindad y avenidas, espejeando la ciudad y sus representaciones. “Nueva York tiene la iridiscencia de los comienzos del mundo”, afirmó a su vez F. Scott Fitzgerald, aludiendo a sus personales “símbolos” de la metrópolis, donde el ferry entre Manhattan y Staten Island fue, como en el caso de Hopper (“Ferry Slip”, 1904), una de las visiones primigenias de la ciudad que se grabó en su imaginario.

“Uno empieza a construir su particular visión de Nueva York la primera vez que la ve”, asienta igualmente Colson Whitehead, uniendo su voz a la de tantos creadores para quienes esa imagen inicial guarda la gravedad de lo permanente. “Approaching a City”, 1946, fue para el artista el óleo donde conjugó la mezcla de “interés, curiosidad y miedo”, de quien llega finalmente a ella con la intención de explorar o hacerla permanentemente suya. En este sentido, el protagonista de Midnight Cowboy (1969) de John Schlesinger condensa tales sentimientos incluso antes de hacerse con el paneo de la cámara sobre el perfil de Manhattan, visto por la ventana del autobús que lo trae de Texas, y con el primer plano de Times Square abriéndose desde la ventana del cuarto de hotel donde pasará su primera noche. Y es que la llamada capital del mundo ha devenido en los últimos cien años en una de las metrópolis más icónicas e inconfundibles, haciendo a muchos concluir que no necesitan pisarla, pues han podido visitarla vicariamente a través de sus representaciones artísticas y literarias; si bien la potencia de la energía al adentrarse en sus avenidas solo puede absorberse cuando se está realmente allí.

“Amo Nueva York”, exclama el personaje interpretado por Audrey Hepburn en Breakfast at Tifanny’s (1961) de Blake Edwards, cuando pareciera que está a punto de dejarla. Una frase hecha eslogan como la representación más personal de la metrópolis, y refrendada por el mismo Hopper al hacerla su ciudad norteamericana favorita hasta el final de sus días. También lo es para mí y tampoco viviría en ninguna otra, quizás porque en ella he encontrado un lugar bajo el sol; sin el melodrama de A Place in the Sun (1951) de George Stevens, claro está, pero con la fascinación, al descubrirla, de los protagonistas de On the Town (1949) de Gene Kelly y Stanley Donen, siempre renovada. Pues a pesar de tantos años recorriéndola, sigo viéndola con los mismos ojos asombrados del niño que una vez fui, cuando la visité por primera vez y, juraría, ya entonces supe que iba a ser mi ciudad definitiva.


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