Por JUAN CARLOS CHIRINOS

A Valeria Correa Fiz, que brota títulos

Para lo que quiero compartir sobre Escarcha (Madrid, Galaxia Gutenberg, 2018), la más reciente novela de Ernesto Pérez Zúñiga, y para que se entienda un poco más el porqué del título de este texto, antes tengo que contar dos anécdotas. Hace varios años, iba caminando con el autor por la calle Embajadores, de Madrid; regresábamos de una presentación de libros o de una jornada de bohemia, no me acuerdo, pero sé que nos habíamos adentrado profundo en la noche: estábamos a la misma distancia de la madrugada y del atardecer; era esa hora en la que los animales ululan por igual. Entonces ocurrió lo que suele ocurrir cuando camino con Ernesto por Madrid: que la ciudad muestra sin ambages su lado fantástico, más bien misterioso. Cuando pasamos frente a la iglesia de San Cayetano escuchamos el tañido de una campana, pero no era una campana de iglesia sino de un barco haciendo cabotaje, avisando a los del puerto que sus velas se acercaban. Y la luz de un faro respondía, a lo lejos. Nunca supimos explicar cómo pudo ocurrir esto. El otro episodio acaba de tener lugar hace poco: él estaba recitando uno de sus poemas en Tribu de poetas,  un espléndido espectáculo, junto al poeta Rafael Muñoz Zayas y la pianista y compositora Helena Fernández Moreno, en el que la palabra y la música felizmente se juntan para crear magia, y así ocurrió: de pronto, el poeta pronunció «el filo de la esfera», y ya todo cobró sentido: claro, cada punto del planeta es el filo desde donde observamos el cosmos. Sé que seré incapaz de abarcar la verdadera significación de la obra de este autor español, tan cercano a América y, cómo no, a Venezuela; quizá por eso recurra a metáforas para acercarme a sus libros. Desde la primera novela, Santo diablo (2004), hasta esta reciente Escarcha, he seguido fielmente a este autor que es ya, tras seis novelas y varios libros de poemas, una de las voces de referencia de la contemporaneidad española y, desde luego, del español.

Cuando leí Escarcha por primera vez, me quedé paralizado: había algo que no «escuchaba», porque a veces no sé cómo ponerle atención a la literatura. Y he aquí una de las primeras lecciones que aprendí de este libro: cada palabra del texto exige del autor su sangre; pero del lector exige su vida, pues ella se verá transformada en cuanto esta penetre en él. Así, pues, hay que prepararse para recibir ese don; algo de lo que, en mi atolondramiento, no me había percatado. Pero cuando regresé, sosegado, a la lectura y, como decimos en Valera, puse cuidado, el torrente de la novela entró a mi consciencia y todavía me habla, todavía me murmura cosas que no sé si estoy autorizado para repetir. Sus palabras son como las campanas marineras de la iglesia de San Cayetano y su faro misterioso: llaman a los lejos, avisan de que se acercan, de que vienen hacia aquí. Y nos dicen: estás, lector, en el filo de la esfera, míralo todo con majestad.

Esa esfera que es Escarcha (ese universo) aparece en principio como una muy dura historia de infancia, una de las formas de la novela de formación, en la que los adultos no tienen piedad con los niños y, mucho menos, con los adolescentes: los demonios que persiguen al hombre golpean con furia el entusiasmo de los jóvenes y lo trastocan en silencios y en miradas concentradas: es que ellos, a causa de ello, ya saben; y cuando se sabe no hay manera de regresar al estadio primigenio, a la inocencia o, mejor, a la ingenuidad. Somos el recipiente del conocimiento y siempre nos lo llevamos puesto. Este tema, uno de los centrales de la novela, es duro, es grosero, es abyecto: cuando alguien —y, para más inri, religioso— le ha sido asignada la responsabilidad de educar a los más jóvenes y, en vez de eso, se aprovecha de la admiración que genera y la inocencia, de la confusión de esas edades y el respeto convertido en el miedo que suscita, no puede sino causar enorme repulsión, así sea una historia que ha sido transmutada al universo siempre flexible de la narrativa. Por suerte para el lector, este tema de los abusos infantiles en las escuelas religiosas por parte de algunos de sus miembros, lamentablemente tan común, ha caído en manos de un escritor como Ernesto Pérez Zúñiga y le ha servido para crear una novela que no tengo temor en afirmar que roza los predios de la obra maestra; puedo discutirlo, pero me parece que, en las dos décadas de trabajo narrativo que separan a la primera y a la hasta ahora última novela, el autor ha ido conquistando cotas literarias cada vez más altas. Puede que no esté muy lejos el día en que nos entregue la novela con que nos destapará todo el universo narrativo que encierra su poética. Como su abuelo, Valle-Inclán, Pérez Zúñiga se halla siempre al filo de su propia esfera, allí, desde donde se vislumbra el jardín umbrío en el que nacen sus palabras. Del autor de Luces de bohemia, Ernesto ha heredado la capacidad para mezclar la dulzura lírica con la grosería de la mugre, la palabra precisa con el escenario terrible; el hechizo verbal con la furia del dios Pan. Porque las suyas son, como diría su abuelo literario, divinas palabras. Espléndido y terrible don.

No he tenido tiempo de destacar un aspecto de Escarcha que me gustó mucho en su momento y que me sigue maravillando cuando la releo: los dos planos narrativos en que nos hace ver a su querida Granada, uno «fantástico», embrujado y otro, a falta de mejor palabra, «real», en excrecencia. A lo largo de toda la novela, como dos ríos hermanos que vivieran en planos diferentes, ambos cosmos nos guían por las experiencias de los personajes, duras para ellos, terribles para nosotros, pero adictivas para la materia novelística: pues esto debe de tener una buena novela: el barco, la campana, el pervertido, la esfera, el faro, la inocencia, el filo, lo abyecto, lo hermoso, la víctima. Y los ríos, que se llevan todo. Y los besos.

Escarcha es una novela de formación, es cierto; pero también de la formación del escritor que la escribe. Y de usted, lector, que la lee. Tenga cuidado.


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