VASCO SZINETAR Y VICTORIA DE STEFANO, POR VASCO SZINETAR

Por ALBERTO HERNÁNDEZ

1.-

Se supone un espacio, pero interior. Se supone una razón de ser, tratar de alcanzar la felicidad. Se supone un hacer, escribir desde el fondo de ese ser que busca y se busca. No se trata de adornar la anécdota, de cristalizar un instante. De amansarlo como si se tratara de una futura mascota.

Se supone —y es así— de una mujer que escribe, que vive, que trasnocha  y despierta en su casa, que se relaciona, que filosofa. Que se come una manzana y unas galletas bajo un árbol mientras el silencio la ayuda a alejarse del mundanal ruido, que se aburre en una fiesta, en un cumpleaños donde todos tienen un perfil donde afloran seres perdidos en sus pequeños éxitos, otros concentrados en sus miserables vidas. Se trata, entonces, de una mujer que escribe e intenta alcanzar el adjetivo preciso, la densidad de su existencia en líneas que forman parte de su tránsito por todos los lugares y tiempos recorridos.

Se supone, y va más allá de suposición alguna, de un personaje que se trasciende a través de sus reflexiones, de su vivir constante con la palabra, con la idea de escribir, de armar historias, de construir sueños. Y ese personaje es la misma escritura, porque Victoria de Stefano, en El lugar del escritor (Grupo Editor Alter Ego Caracas, 1992), se habita desde el sujeto actante y concita la sospecha de que quien habla en la novela al mismo tiempo la escribe.

Por eso no se trata de un lugar, de un “topos”, de un sitio. Es un estado, una condición de quien es, de quien quiere ser y será desde la escritura.

La mujer que ocupa ese “espacio” o esa condición teoriza acerca de su oficio. Pero antes vive, respira o se ahoga entre amigos. Porque se aburre, porque perfila conductas, porque describe o se adentra en la psicología de quienes le hacen compañía una noche de tragos y largas conversaciones. Un referente contextual: la lluvia, casi una constante en la novelística de nuestra autora.

2.-

La novela está divida en tres capítulos: “Hoy no haré otra cosa que escuchar”, “Al día siguiente” y “En la noche, trabajando”. Los intertítulos lo dicen: escuchar, observar, poco decir, pensar, ver, tocar, oler, saborear: usar todos los sentidos en una suerte de inventario que todo escritor debe hacer para construir la historia, en el caso del narrador, o alcanzar imágenes, en el del poeta.

Ese primer andén, el más extenso, destaca las vivencias. Los personajes que la acompañan confirman el hecho de que podrían ser sujetos de acción para un relato. Es más, son el cuento que luego podría desarrollar la autora. O ya son el relato. Escuchar podría ser un sinónimo de guardar, de escribir en la memoria. De acumular la realidad para luego vertirla en ficción.

Despertar al día siguiente dice de quien vivió la noche. Este segundo “lugar” confirma el anterior: lo que se vivió sigue latente en la autora, quien ahora reflexiona sobre la noche pasada. Despertar es descubrir. Despertar al día siguiente es mantenerse en el día anterior. Es dibujar con la memoria y poder vaciar en el papel esa experiencia.

El lugar visible, material, para concebir lo explícito, es el cuarto: “Un cuarto es el mundo, el mundo cabe en un cuarto, el mundo cabe el cuarto, nos cabe. ¿Oyes cómo crujen las puertas al cerrarse? Las sombras se hinchan, diríase que con la mejor levadura. Es el mundo que está por entrar. El cuarto se está llenando hasta el borde, un borde, por lo demás, del que carece…” (p. 23).

Entre ese lugar, en el que se vive, y el otro, en el que se es interior, se mueven los sujetos que habrán de ser recreados. La densidad del texto así lo dice: Victoria de Stefano escribe para ser leída, para ser esculcada, para ser encontrada en el adentro de sus significados. No es lectura fácil en tanto que se trate de lectura para pasar el rato. Es una narrativa que confronta al lector, que lo reta.

3.-

El segundo capítulo describe el cuarto. Se pasea por él y desde él hacia otros lugares. El lugar de la autora, su ánima narra el fondo y aparece la poesía, como en anteriores líneas, pero aquí, en este estadio, se ve mucho más narrada: “Liberé el escritorio de libro y objetos terrenales. Lo acerqué a la ventana. La vista que se veía: mi árbol florido, el cielo azul y resplandeciente, resquicios de luz entre el follaje, el eterno colibrí libando en los estambres, la tapia del vecino y, de fondo, la gran montaña a cuyas espaldas se cerraba el horizonte. Al lado de la máquina, la resma de papel blanco, del mejor blanco, los borradores, la carpeta en limpio, un lápiz bien afilado para el caso de que me viniera a la mente una frase, alguna idea en medio de una frase, una frase en medio de alguna otra idea” (p.88).

4.-

En el último “lugar” el personaje sale del cuarto. Mira llover. Se va a un parque y sigue pensando en la escritura. La dosifica. Teoriza. La piensa. Se sabe parte de ella. Cita autores, los familiariza con su tono, con la densidad de su anécdota. Personajes del mundo de las letras, de la música, de la cotidianidad ambulan por su mundo silencioso. Siente que el ruido la perturba, la aleja de la intención de escribir. Se exilia en un parque y, como en Proust, en lugar de la margarita, una manzana y unas galletas le dan impulso a la soledad.

Dice, un poco antes de arribar al último capítulo, antes de huir al parque sin niños, padres o criadas: “Recuerdo el tiempo en que todavía no había desarrollado esta especial sensibilidad para el ruido. Podía leer y escribir en cualquier circunstancia: música, teléfono, niños alborotando, dándome vueltas, vecinos gritones, hecatombes. Ahora hasta el ruido de los pájaros picoteando las vainas resecas de la clavellina me molesta” (p. 92).

El tiempo perdido, el tiempo recobrado. El tiempo de quien escribe, de quien se inventa desde las palabras: “Los caminos son largos y uno se equivoca fácilmente. Cuánto tiempo he tardado en darme cuenta, años perdidos, despilfarrados al compás del segundero, y yo adormecida a la conciencia, cuánto tiempo he necesitado para atravesar la zona oscura, la noche hiperbórea en que conservaba ocultos mis deseos” (p. 93).

Y ahora, en medio de tantas imágenes, de una soledad cuestionadora: “Ni niños, ni madres, ni padres, ni criadas, ni visitantes ocasionales, tampoco viejos que llevaran a airear sus afligidos huesos…” (p. 109).

Y la escritura, la página que hay que revisar, las borraduras, el paseo sobre las palabras. Las dudas, ese lugar que siempre ocupará el escritor desde su propio universo sonoro:

“Corregir no es, como creen algunos, trabajo de limpieza, tachar aquí, agregar allá, un punto aquí, una coma allá, corregir es una demente y continua rectificación, es ponerlo todo de cabeza cuando se creía que todo se mantenía en pie. De nuevo, desde el principio. Con ese ardor se cavan tumbas, la propia tumba” (p. 114).

Escribir, ser escritor, encontrar un lugar, un sitio, un espacio, una sombra, una “tumba”. Escribir desde el escrito mismo.

Desde un oficio, desde una rasgadura: “Un trabajo agotador, un trabajo de muerte lenta que requiere mucha dedicación, mucho amor al detalle y la inversión de un gran caudal de energías, y que, debidamente realizado, puede dar muchas satisfacciones, y si por añadidura resulta en una cosa bella, entonces es un éxtasis y una felicidad. Un potro de tormento que comparado con el dolor de la vida es nada: del placer que le proporciona el escritor obtendrá la medida de su talento y de su verdad”. (p. 115).

5.-

Esta novela es —desde mi perspectiva de cronista— la novela de Victoria de Stefano. Es ella, es él, es el escritor que atiende a sus personajes, pero sobre todo que atiende al propio escritor. El personaje se destaja, se deconstruye desde su propia agonía, desde su propio esfuerzo por sobrevivir, por ser y estar, por crear el lugar de donde viene y hacia dónde va.

El lugar invisible de su trascendencia.


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