HERMANN HESSE, ARCHIVO AGS

Por JUAN CARLOS RUBIO VIZCARRONDO

Harry Heller ha sido para mí un compañero en aquellos momentos donde uno solo puede hallar sosiego en aquel cuya alma conoce tormentos similares. La travesía de Harry, protagonista de la novela El lobo estepario de Herman Hesse (1877-1962), por liberarse de una profunda crisis sigue siendo tan impactante como lo fue desde su primera edición en 1927. Ya casi un siglo después resulta fascinante cómo las vicisitudes de Harry ilustran, tanto para generaciones pasadas como contemporáneas, el problema de la identidad.

La trama en El lobo estepario es, de fondo, bastante sencilla: Harry, un hombre maduro e intelectual, se encuentra al borde del suicidio debido, por una parte, a un mundo que simplemente no da la talla con sus ideales y, por otra, a la incapacidad de integrar sus propias contradicciones. En tal estado de cosas, Harry tiene un encuentro fortuito con Armanda, una mujer igual de intelectual, pero excéntrica, que lo lleva a iniciar el camino hacia la liberación. El tono de la historia se caracteriza por sus trazos oníricos, por lo que siempre nos deja pensando qué tanto es real y qué tanto es delirio.

El peso de la novela en comentario realmente está en la inspección que su protagonista se ve forzado a hacer sobre sí mismo a partir de su crisis. Tal examinación revela el conjunto de aspectos psicológicos que lo llevan a sufrir. Estos aspectos podemos denotarlos en dos capas o momentos:

La primera capa, que a su vez es el objeto de la mayoría de la novela, trata de que Harry se ve cercenado entre dos polos de su ser que él entiende como reales. El hombre de espíritu elevado, Harry Heller, y la bestia inmisericorde y egoísta, el titular lobo estepario. A través de tales constructos, Harry no hace más que segmentar sus impulsos vitales y procesos cognitivos en dos categorías antagónicas. Esto podemos describirlo de manera variopinta, pero a un nivel primordial, estos arquetipos, siguiendo El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche, representan, por un lado, a lo apolíneo, razonable y ordenado (llamado así por el dios griego del sol, Apolo) y, por otro, a lo dionisíaco, emocional y caótico (llamado así por el dios griego del vino, Dionisio). Si trasladamos estos arquetipos a otros ámbitos pueden adquirir otros nombres, desde la moral tenemos a lo virtuoso y a lo vicioso, desde el cristianismo tenemos a la santidad y a lo pecaminoso, desde el psicoanálisis tenemos al superyó y al ello, y así sucesivamente.

Harry inicia, gracias a Armanda, su trayecto hacia la libertad a través de la aceptación paulatina de los elementos dentro de sí que él más rechaza. Para Harry, lo apolíneo siempre fue su principal aspiración, un ejemplar de lo deseable. Razón por la cual, para poder empezar en su transformación, como si de un estado intermedio se tratase, este se ve obligado a abrazar al constructo que él denominó lobo estepario. Ese lobo negro en lo más profundo de su corazón que representa lo que Carl Jung denominó la «sombra».

La segunda capa no está explícita propiamente tal en el desarrollo de la novela, pero sí en su final, pues este último es agridulce, dado a que Harry logra integrar al lobo estepario, pero este se percata que su sufrimiento no ha terminado. Por el contrario, él se ve atrapado en la danza circular de una mascarada, por cuanto, al fin y al cabo, sin importar qué tanto se les abrace, los constructos, constructos son. Igual de artificiales. Igual de medias verdades.

Ciertamente El lobo estepario termina dejándonos expectantes de si Harry, después de todo, conseguirá ser completamente liberado. No obstante, en el transcurso del texto, hay indicios para pensar que él sí podrá lograrlo, ya que hay apartados que demuestran, incluso si Harry no lo ve de inmediato, que el problema de la identidad puede ser resuelto a través de dos verdades que son complementarias.

La primera verdad, como lo representa el taijitu, el famoso símbolo del yin (oscuridad) y yang (claridad) en el taoísmo, es que los seres humanos requerimos del contraste para entender el continuo de la realidad en una primera instancia. No hay frío sin calor, no hay humedad sin sequedad, no hay femenino sin masculino, no hay adentro sin afuera, etcétera.

La segunda verdad, también representada en otro nivel en el taijitu, es la superación de los contrarios ya que al final estos no son más que perspectivas sobre una misma y única realidad. Si seguimos al taoísmo, el Tao (el camino) lo abarca todo sin necesidad de hacerlo. Si seguimos al budismo, esto mismo se argumenta al afirmar que la forma es vacío y el vacío es forma.

La conjunción de estas verdades nos lleva a ver que Harry logró entender la primera verdad, pero quedó por verse si entenderá la segunda en complementariedad con lo ya aprendido. Sin negar una cosa por la otra. La lección al final es que debemos aceptar que las definiciones y el lenguaje que las componen, tal cual como Armanda en la novela, solo pueden llevarnos hasta cierto punto. Esto no puede ser de ninguna otra manera si nos percatamos que nuestra identidad, al corresponder con lo contingente y eterno, solo admite descripciones parciales. Debemos imaginarnos que el mismo Harry, tras todas sus vicisitudes, se percató de lo que Oscar Wilde dejó asentado en El retrato de Dorian Gray: «Definir es limitar».


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