John Rawls | Alec Rawls

Por FABIOLA VETHENCOURT

Celebramos los cincuenta años de Teoría de la Justicia, publicada por primera vez en 1971. Se cumplen también cien años del nacimiento de su autor: John Rawls nació el 21 febrero de 1921 en Baltimore, Maryland (Estados Unidos).

Desde que vio la luz, Teoría de la Justicia tuvo una amplia acogida. En mayo de 1972, The Times Literary Supplement lo calificaba como “la contribución más notable […] desde Sidgwick y Mill” [en filosofía política] (1). Esta apreciación —palabras más, palabras menos— fue ganando numerosas adhesiones a lo largo de todos estos años, no solo desde la acera de sus seguidores, sino también desde la de sus críticos.

Robert Nozick, uno de sus oponentes más  relevantes, notable representante del pensamiento libertario, colega de Rawls en la Universidad de Harvard y activo interlocutor en el período de escritura de su libro, comentaba en 1974: “Los filósofos políticos hoy tienen que trabajar dentro de la teoría de Rawls o explicar por qué no lo hacen…” (2).

Desde el otro extremo, el de los críticos que cuestionaron a Rawls por no ser suficientemente igualitarista, el filósofo marxista Gerald Cohen, profesor en la Universidad de Oxford, señalaba: “Creo que hay a lo sumo dos libros en la historia de la filosofía política occidental que son más grandes que Teoría de la Justicia, y ellos son La República, de Platón, y el Leviatán, de Hobbes” (3).

Desde su publicación Teoría de la Justicia ha sido traducida a más de treinta idiomas. La primera edición en español apareció en 1979, traducida por María Dolores González, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica.

Contexto histórico en que surgió Teoría de la Justicia

El propio Rawls fue tomado por sorpresa ante la amplia receptividad que tuvo su libro. A tono con su acostumbrada modestia intelectual, atribuyó el impacto a la “situación de ese tiempo, el tiempo de la guerra de Vietnam y el estado de la cultura académica y política de entonces” (4).

En 1971, cuando apareció la obra, culminaba la década del sesenta, marcada por las intensas luchas que sacudieron el clima político en los Estados Unidos: el movimiento por los derechos civiles, los movimientos de liberación negra y el movimiento anti injerencista a raíz de la guerra de Vietnam (5). Corrían los años de la Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia (la crisis de los misiles en Cuba fue en 1962). El asesinato de John F. Kennedy fue en 1963 y el de Martin Luther King en 1968.

La inestabilidad política interna en los Estados Unidos, al lado de otros acontecimientos relevantes en otras latitudes geográficas, alimentaban una creciente preocupación ante el porvenir de la democracia. Los reclamos de igualdad de derechos y libertades por parte de minorías marginadas habían puesto en tela de juicio la justicia de sus instituciones básicas y el uso del poder político (6).

La época ponía sobre la mesa cuestionamientos políticos y morales impostergables y la cultura filosófica académica dominante no ofrecía alternativas ni horizontes para responder a ellos. “En las décadas de 1950 y 1960, la filosofía moral [estaba] en buena medida enfocada en cuestiones… [relativas] al significado de los términos morales y la posibilidad de enunciados morales verdaderos” (7). En pocas palabras, dominaba una vertiente cientificista, y en gran medida escéptica, respecto a la argumentación moral (y su validez en el intercambio y contrastación de razones).

Los intereses teóricos de Rawls tuvieron que abrirse camino al margen del clima académico predominante, al tomar muy seriamente los reclamos de justicia y la conflictividad que marcaban el escenario político de aquellos años. Su horizonte se encaminó entonces hacia la búsqueda de un suelo teórico firme para reformar las cuestionadas instituciones —sociales y políticas— democráticas.

El utilitarismo: una moral política que puede vulnerar a las minorías sociales

A su juicio, un conjunto de convicciones morales, ampliamente compartidas por las personas, no encontraban respaldo en la moral política que predominaba como trasfondo en la conducción de los asuntos públicos. Se refería al utilitarismo. Sin desconocer la fuerza de esta doctrina y el brillo intelectual de David Hume, Adam Smith, J. Bentham, J.S. Mill y H. Sidgwick —sus primeros defensores—, Rawls emprende la búsqueda de una doctrina alternativa, que pueda allegarse más a nuestras intuiciones y sentido común acerca de lo justo y lo injusto.

Una tarea nada sencilla, pues el predominio del utilitarismo en la moral pública ha asentado sus bases sobre importantes razones. En primer lugar, surgió como movimiento filosófico y político progresista, cuyas críticas a la sociedad inglesa del siglo XVIII y XIX se tradujeron en importantes reformas y mejoras de las instituciones sociales y políticas. Segundo, es una doctrina muy atractiva, pues al proponer la máxima felicidad posible (o el máximo bienestar social) como principio rector de las decisiones públicas, promueve fines que difícilmente pudieran ponerse en duda.

En términos más técnicos, el utilitarismo promueve “la mayor suma de satisfacción de los deseos racionales de los individuos” (8), obtenida por la agregación de las satisfacciones de los deseos individuales. Uno de los problemas de esta doctrina se ubica en la extensión del orden personal al orden social, a la hora de realizar el cálculo agregativo de las satisfacciones individuales.

Veámoslo detenidamente. En el plano individual, es racional —de acuerdo con la lógica utilitaria— que cada quien busque alcanzar su máxima felicidad; así, en armonía con ello, solemos “imponernos un sacrificio momentáneo con objeto de obtener después una ventaja mayor” (9).

Sin embargo, este ejercicio de prudencia que aplicamos en el orden personal no brinda legitimidad a un ejercicio semejante en el ámbito social. El decisor público utilitarista, bajo un supuesto criterio de “administración eficiente”, organiza “los deseos de todas las personas en un sistema coherente de deseos… [como si] muchas personas… [pudieran ser] fundidas en una sola” (10).

El gobernante utilitarista presume que podemos hacer esta extrapolación sin problemas. Pero una cosa es que cada uno de nosotros renunciemos a beneficios hoy, para garantizarnos su disfrute en nuestra vida personal mañana; y otra cosa muy distinta es que las ventajas y desventajas inscritas en el escenario social se distribuyan entre las distintas personas, de forma que las mayorías disfruten los beneficios, mientras las minorías cargan con los sacrificios y las pérdidas.

Al proponer un ejercicio agregativo como este, el utilitarismo subestima de un modo “sorprendente” —acota Rawls— cómo se distribuye la suma de satisfacciones entre los individuos. El buen gobierno, para esta doctrina, se reduce a un simple asunto de administración “eficiente” de los deseos, a una contabilidad entre las ganancias y las pérdidas, tal como lo hace un empresario o un consumidor. Los derechos, las oportunidades y los recursos sociales en general se operacionalizan mediante un ejercicio de cálculo y ordenación de los intereses en juego, en función de un algoritmo que sustituye la consideración integral de las personas por la satisfacción puntual de los deseos racionales.

La justicia, entonces, no importa. La prioridad utilitarista reposa en la máxima satisfacción total, que se alcanza cuando las ventajas de unos son mayores que las desventajas de otros; o, dicho al revés, cuando los sacrificios impuestos a unas personas son compensados por las ganancias mayores de otras.

La gravedad de las repercusiones de un dictamen de administración “eficiente” como el utilitarista salta con mayor claridad cuando los deseos en juego discriminan u ofenden. Ante intereses mayoritarios que promueven, por ejemplo, el segregacionismo racial o la intolerancia religiosa, esta doctrina no tiene mecanismos para prevenir la violación de las libertades de los individuos que conforman las minorías sociales.

El utilitarismo entonces resulta ser una doctrina que en los tiempos contemporáneos perdió la fuerza crítica de sus primeros defensores del siglo XVIII y XIX, al alentar posiciones “sorprendentemente conformistas” (11).

Protección de las libertades y promoción de la igualdad distributiva

Así las cosas, Rawls se embarca en la formulación de una doctrina alternativa. Al cabo de doce años adelanta esta meta, y la culmina en 1971 cuando publica Teoría de la Justicia. En el prefacio, Rawls la presenta con las siguientes palabras: “Lo que he tratado de hacer es generalizar y llevar la teoría tradicional del contrato social representada por Locke, Rousseau y Kant, a un nivel más elevado de abstracción…” (12).

Con esta vuelta a fuentes clásicas del liberalismo y la ilustración, ubica su punto de partida en la convicción de que el sentido de justicia es inherente a la naturaleza humana, como resultado de la evolución natural. Al mismo tiempo, Rawls adopta una idea de sociedad según la cual ésta no es una mera agregación de personas, sino una asociación cooperativa para la ventaja mutua, en la que sus miembros reconocen ciertas reglas de conducta como obligatorias.

También reaviva la idea clásica del contrato original, como un escenario hipotético o imaginario, que denominó “situación original”, en la que los individuos, libres e iguales, eligen con imparcialidad los principios de justicia que regirán la distribución de los derechos y los deberes, y los beneficios y las cargas resultantes de la cooperación social. La imparcialidad en la elección de estos principios estaría garantizada por un “velo de ignorancia” o, en otros términos, por una capacidad moral de abstracción que permite a los individuos filtrar la influencia de sus propios intereses.

Los principios elegidos son dos: el primero exige igualdad de derechos y libertades básicas para todos. El segundo exige promover la igualdad en la distribución de las ventajas obtenidas de la cooperación social, a menos que una distribución desigual redunde en beneficio de todos. En este último caso, las desigualdades sociales y económicas se considerarán justas siempre que brinden mayor atención a los miembros menos aventajados de la sociedad.

El primer principio tiene prioridad sobre el segundo. Esto significa que las libertades y los derechos asegurados por la justicia tienen que estar protegidos dentro del más amplio esquema compatible para todos; por lo tanto, no están sujetos al regateo político ni al cálculo de intereses sociales. En otras palabras, no hay cabida para las violaciones de las libertades y los derechos. No se puede someter a algunos a la pérdida de libertad para que otros compartan un bien mayor. No hay justificación posible para tal atropello. Las libertades y los derechos no son fichas canjeables ni compensables por ventajas sociales y económicas (13).

En síntesis, “cada miembro de la sociedad tiene una inviolabilidad fundada en la justicia” (14). La doctrina rawlsiana demarca, desde su punto de partida, los límites de los fines que pueden ser respetados dentro de una sociedad justa. Los principios de justicia definen “lo que es bueno… las formas de carácter que son moralmente valiosas, y, con ello, [el] tipo de personas que los hombres deben ser” (15). Dicho a la inversa,  el “placer [que se obtiene a partir] de las privaciones de los demás es malo en sí mismo…” (16). La discriminación racial, religiosa, ideológica, de género, los abusos y la violencia injustificada, entre otros ejemplos, son conductas incorrectas, violan nuestras convicciones morales y por tanto no pueden pretender ninguna valía ante las instituciones justas.

La inspiración kantiana de Rawls

Rawls comenta en el prefacio que su teoría “es de naturaleza sumamente kantiana” (17). En efecto, detengámonos en dos elementos que —entre otros— evidencian la inspiración kantiana de su versión contractualista.

Primero: la autonomía de las personas como valor fundamental. Kant caracteriza a las personas como libres y racionales, y por tanto, autónomas: capaces de conducirse según normas que su propia conciencia reconoce como universales. En Teoría de la Justicia los individuos están dispuestos a respetar las obligaciones que surgen de un esquema voluntario, establecido en condiciones imparciales. Los principios de justicia y los ordenamientos que emanan de estos son autoimpuestos (18). Rawls asienta la estabilidad que aspira garantizar para la democracia en esta condición autónoma de los individuos. Según su visión, los individuos estarán moralmente motivados a ajustar sus aspiraciones particulares a las reglas, si las instituciones responden a las convicciones de justicia que ellos abrigan (19).

Segundo: para Kant la libertad tiene un valor absoluto. Por ello, no podemos tratar a las personas como el resto de las cosas, como si fuesen bienes intercambiables. “Las personas no tienen precio, sino dignidad” (20).  La doctrina contractualista rawlsiana, en afinidad con esta tesis, defiende la consideración de las personas como seres distintos unos de otros, con potestad para promover sus fines particulares (21). Con ello condena toda violación de la “dignidad” humana, en sentido kantiano. Las personas no pueden ser usadas como medios para alcanzar fines. Los cálculos de los intereses sociales que hipotecan las libertades fundamentales quedan descartados.

En términos generales, es importante subrayar que la vuelta al contractualismo, sobre todo de adscripción kantiana, representa para Rawls un horizonte más firme para atender los reclamos pendientes de justicia y reformar las instituciones democráticas: “Creo que, de las ideas tradicionales —nos dice en el Prefacio—, es esta concepción la que constituye la base moral más apropiada para una sociedad democrática” (22).

Rawls hace explícita en esta última frase su preocupación central por la estabilidad y el porvenir de la democracia. Subrayemos también que las coordenadas teóricas que elige para responder a esta preocupación son elocuentes de su confianza profunda en la naturaleza moral de la humanidad, y en su capacidad para construir una convivencia política democrática justa y, por lo tanto, estable.

Al conjugar las mejores ideas del contractualismo de Locke, Rousseau y Kant, Rawls logra además circunscribir la noción de “política” de una manera muy valiosa. En la primera línea de Teoría de la Justicia nos dice: “La justicia es la primera virtud de las instituciones” (23). Considera entonces que la justicia es una virtud política, y no un juego de poder ni una apuesta por ganarle de mano al adversario, con las justificaciones correspondientes. Desde su mirada, la política es el arte de promover pactos lo más amplios posibles, que constituyan marcos de convivencia en los cuales se diriman, tanto por leyes como por discusión y negociación, las desavenencias que no pueden faltar en la vida en común. La doctrina rawlsiana nos sitúa ante una alternativa, que ha parafraseado así el profesor Ezra Heymann: o se quiere convivir con base en la amenaza de las armas suplida con engaños, o se busca un esquema general que todos puedan razonablemente aceptar y que ofrezca también los procedimientos para la resolución de futuras e imprevisibles desavenencias (24).

Un oficio intelectual que se nutre de las divergencias

Uno de los méritos de Teoría de la Justicia de Rawls, reconocido con unanimidad en el ambiente académico internacional, fue haber propiciado una vuelta al estudio de los ideales morales, reavivando una rama de la filosofía política hasta entonces rezagada (25). Es asombrosa la cantidad de reflexiones que se suscitaron —y siguen surgiendo hoy— en torno a las ideas de este libro, bien para profundizar sus alcances, bien para cuestionarlos. Al mismo tiempo, es altamente admirable la acogida que Rawls brindó a las innumerables divergencias acerca de sus ideas. Son incontables las líneas, tanto en sus prólogos como en las notas al pie de página de sus escritos, dedicadas a dar cuenta y agradecer las deudas contraídas con sus interlocutores críticos. Antes que personalizar las discusiones, se nutrió con abierta receptividad de éstas, hasta tal punto que aceptó modificar algunas formulaciones originales —y quizás definitorias— de Teoría de la Justicia.

Es así que Liberalismo Político, aparecido en 1993, surge de su voluntad de dar respuesta a las observaciones y sugerencias recibidas a lo largo de quince años (entre 1978 y 1993), lo que lo llevó a la determinación —no celebrada por muchos— de poner a un lado las controversiales cuestiones de filosofía moral, para ensayar una reformulación de la justicia asentando ahora sus bases en la filosofía política y, más específicamente, en las razones ampliamente compartidas de la cultura pública democrática. Con ello, definitivamente, imprimió un nuevo orden a sus ideas.

Actualidad de Teoría de la Justicia

¿Qué vigencia tiene hoy, cincuenta años después, la doctrina de la justicia de Rawls? La respuesta a esta pregunta queda en manos de los lectores. Por nuestra parte, podemos afirmar con total certeza que la preocupación de Rawls por la estabilidad y el porvenir de la democracia continúa teniendo más fuerza que nunca. Sobre todo cuando tomamos en cuenta que lo que Huntington denominó la “tercera ola de democratización” (ocurrida entre 1973 y finales de la década de los 90) se ha revertido dramáticamente en las primeras dos décadas del siglo XXI. Según reporta Francis Fukuyama, si la tercera ola de democratización significó que más del 60 por ciento de los Estados independientes se sumaron a la lista de las democracias electorales, a comienzos del siglo XXI la quinta parte de esos países que integraron esa tercera ola  tienen gobiernos autoritarios (26). En el caso particular de América Latina el horizonte es crecientemente desalentador, cada vez que en los años recientes este resquebrajamiento de la democracia ha venido cobrando más naciones hermanas. Para no mencionar los inquietantes sucesos del 6 de enero pasado en el Capitolio de Washington D.C.


* Una versión preliminar de este texto fue presentada en el “Coloquio sobre Rawls, a cincuenta años de Teoría de la Justicia”, realizado el 14 de julio de 2021 por Cedice Libertad en alianza con la Universidad Metropolitana de Caracas, organizado por el profesor Oscar Vallés. El video del coloquio puede verse en este enlace: https://youtu.be/yEPskIm3sk8.

Mi agradecimiento a la doctora Rocío Guijarro y al profesor Oscar Vallés, por invitarme a formar parte de tan estimulante actividad, y a los colegas que allí estuvieron por iluminarme sobre la pluralidad de horizontes en los que repercute el pensamiento de Rawls.

Mi agradecimiento a Sandra Caula y a Pedro Pablo Urriola, quienes me animaron a escribir esta reseña, leyeron los sucesivos borradores, señalaron las oscuridades e indicaron las maneras de esclarecerlas. Sus comentarios me permitieron ver con mayor claridad varias conexiones sustantivas en las argumentaciones de Rawls.


*Fabiola Vethencourt es doctora en Ciencias Políticas en la Universidad Central de Venezuela (2005), magíster en Políticas Públicas por la Universidad de Maryland (USA, 1996) y licenciada en Filosofía desde 1981. Fue docente e investigadora en la Universidad Central de Venezuela y dirigió la Escuela de Filosofía de esa universidad. Entre sus publicaciones académicas cabe referir dos libros: Rawls y la moral kantiana (Universidad Central de Venezuela, 1998) y Justicia Social y Capacidades (Banco Central de Venezuela, 2007); también ha publicado varios artículos en libros académicos colectivos y revistas arbitradas. Ha concurrido y presentado ponencias en congresos internacionales de filosofía, específicamente en temas de ética y filosofía política.


NOTAS

  1. Daniels, N. (1975). Reading Rawls. Oxford: Basil Blackwell. p. xii
  2. Nozick, R. (1974). Anarquía, Estado y utopía. México: Fondo de Cultura Económica. p. 183
  3. Freeman, S. (2016). Rawls. México: FCE. p. 399
  4. Freeman, p. 26
  5. Daniels,. p. xv
  6. Daniels,. p. xv
  7. Freeman, p. 30
  8. Rawls, J. (2006). Teoría de la Justicia. México: FCE, p. 3
  9. Rawls, p. 35
  10. Rawls, p. 38
  11. Kymlicka, W. (1995). Filosofía política contemporánea. Barcelona: Ariel. p. 60
  12. Rawls, p. 10
  13. Rawls. p. 83
  14. Rawls, p. 39
  15. Rawls, p. 42
  16. Rawls, p. 41
  17. Rawls, p. 10
  18. Rawls, p. 26
  19. Rawls, p. 18
  20. Cortina, A. y Martínez, E. (2001) Ética. Madrid: Akal. p. 73
  21. Rawls, p. 40
  22. Rawls, TJ, p. 10
  23. Rawls, p. 17
  24. Heymann, E. (1910). Carta. (no publicada)
  25. Kymlicka, p. 21
  26. Fukuyama, F. (2016). Los orígenes del orden político. Deusto, Planeta.

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