JESÚS SOTO, POR VASCO SZINETAR

Por ALBERTO FERNÁNDEZ R.

I El ser humano

La práctica artística de Jesús Soto (1923-2005) es profundamente moderna. Y, de manera notable, ese carácter moderno está relacionado con el humanismo que dicha práctica encarna; es decir, el hombre —y aquí la distinción de género no es casual— es un actor imprescindible dentro de su teoría del arte. Convertido en espectador, Soto le adjudica la función de activar la superficie de la obra a través de la acción conjunta entre la mirada y el desplazamiento en el espacio. Convertido en participante, es quien finalmente hace que cobren sentido sus emblemáticos penetrables, cuando desencadena una suerte de frenesí entre las líneas suspendidas en el aire que configuran esta pieza capital. Un frenesí de ritmos poéticos que solo es posible en la medida en que ese ser humano se adentra en tales ambientes geométricos y toda su corporalidad entra en contacto con la obra.

Este humanismo tiene la particularidad de expresarse sin recurrir a la representación. Denotando una concepción lineal de la historia, otro rasgo moderno de su pensamiento, planteó su quehacer como la continuación de las vanguardias históricas. Así, a mediados del siglo XX, se interesó por la abstracción al considerarla como el producto cultural más evolucionado que hasta entonces habían creado los artistas occidentales. Partió del legado de movimientos como el Neoplasticismo, el Suprematismo y el Constructivismo, de la herencia intelectual de maestros como Piet Mondrian y Kazimir Malevich, con el firme propósito de llevar a un siguiente nivel a la investigación con las formas geométricas. Un siguiente nivel que implicó la introducción del movimiento en la imagen pero sin recurrir a la mecánica. De este modo, Soto asimiló de manera paradigmática la tradición abstracto-geométrica al Cinetismo y, después de establecerse en París, entre los años cincuenta y sesenta desarrolló un cuerpo de trabajo que destaca por su coherencia conceptual (la búsqueda de la vibración) y sofisticación técnica (estableciendo a la línea como unidad estructural). Las series de esta época —las bellas pinturas seriales, las obras con plexiglás, las piezas con alambre metálico sobre fondo tramado y los penetrables— constituyen lo mejor de su producción y uno de los más significativos capítulos del arte venezolano.

Quizás lo más significativo del humanismo de Soto es que implícitamente reafirma una de las ideas rectoras de la modernidad: la supremacía del ser humano. Aquí es necesario subrayar un matiz sumamente importante: no se trata de la primacía de la especie humana, sino del hombre blanco y heterosexual. Ese hombre es el sujeto principal —y privilegiado— de la modernidad, y esto ha acarreado serias implicaciones en términos raciales, de género y ambientales. Solo hay que pensar en la manera en que el arte cinético en general y la obra de Soto en particular se adecúan con el mito fundacional de la modernidad venezolana. Durante gran parte del siglo XX, el país creyó posible alcanzar el pleno desarrollo si ese hombre lograba dominar su naturaleza imponderable y la transformaba en energía. Y el cinético es, en esencia, un arte del movimiento; es decir, un despliegue de energía. No sorprende, entonces, que las élites le hayan escogido como imagen de su ideología. Soto fue el gran protagonista de esa alianza entre arte y política que supuso el muralismo abstracto que se proyectó a escala monumental en el espacio público hasta bien entrados los años ochenta.

II La naturaleza

Jesús Soto fue uno de esos artistas que creyó posible realizar un arte completamente emancipado de la naturaleza, que planteó su obra como una invención pura con vocación universal y, por tanto, desprovista de todo rasgo local; fue uno de esos artistas que creyó con una fe casi religiosa en esos otros dos mitos de la modernidad. Mitos que fueron particularmente populares entre quienes practicaron la abstracción y, que entre los latinoamericanos de su tiempo, supusieron una estrategia para vincularse a los circuitos internacionales y al relato historiográfico oficial en occidente. Unos mitos que son problemáticos en la medida en que no es posible crear a partir de la nada —como si el artista fuera una suerte de dios— y que el arte, en tanto conocimiento humano, está circunscrito a un contexto específico.

Soto se propuso el desciframiento sensible de la energía que genera y al mismo tiempo mueve el universo. La manera que ideó para tal desciframiento fue materializando (ópticamente) dicha energía; la interacción de los elementos que componen la imagen —activada previamente por el espectador— produce la sensación de vibración, acaso su unidad mínima de expresión. Y como la enceguecedora luz caribeña que pintó Armando Reverón, dicha vibración es tan brillante que tiene la capacidad de desintegrar visualmente las formas. La paradoja entre materializar la vibración y desmaterializar los cuerpos tiene su punto más radical en los penetrables. En ellos, concretamente en el frenesí de líneas que previamente ha desencadenado, el público se desvanece óptimamente. Para él se trataba de un improbable concepto universal, de una idea de la energía que podía ser decodificada de igual manera tanto en París como en Caracas.

Vista en retrospectiva, y aunque él no estaría del todo de acuerdo con esta interpretación, su práctica artística está intrínsecamente vinculada con la naturaleza. Y no con cualquier medio natural. Se trata de la Guayana venezolana, en donde la fuerza de las aguas son aprovechadas para generar energía. No es de extrañar. Quien haya tenido contacto con esa zona tan especial del planeta fácilmente lo comprendería. Al ser preguntado por las memorias que conservaba de su infancia, el mismo Soto apunta a ello: “(…) recuerdo cómo me maravillaba ver la vibración del aire por la reverberación del sol sobre la tierra. Era algo que no me cansaba de ver, esa masa vibrante que flotaba en el espacio y que brillaba sobre los caminos” (1). De ahí viene su fascinación por la etérea vibración que materializaría años más tarde en sus obras. Al igual que en el proyecto de modernización del país, la naturaleza se presenta como el insumo primario que por la acción del ser humano se transforma en energía. Solo que, en su caso, esa energía reviste una belleza inagotable.

Notas

1 Ariel Jiménez, Jesús Soto en conversación con Ariel Jiménez, Fundación Cisneros, Nueva York, 2011, p. 111.


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