Por SILVIO MIGNANO

Hablar del viaje es algo que en la Venezuela contemporánea induce a cierta prudencia, o por lo menos a preguntarse frente a qué clase de metáfora nosotros los lectores nos encontramos, puesto que en la poesía es imposible prescindir de las metáforas. ¿Cómo debemos entender los dos versos que suenan así: «embotarse de ilusión / –estos pasos aún no han ocurrido–», casi en la apertura del nuevo poemario de Alejandro Sebastiani Verlezza, no por casualidad titulado Partir?

En los poemas de Alejandro el término partir representa algo más amplio que el simple movimiento físico: este último no está por supuesto ausente, ni podría estarlo, no solamente por la situación actual de la migración venezolana, sino también por la presencia casi ontológica del movimiento en el espacio dentro del tejido humano y cultural del país, luego de tantas generaciones de inmigrantes que han entrado a Venezuela y que han forjado su identidad, o sus plurales identidades. El propio Alejandro, con sus dos apellidos italianos, es una muestra clara de todo ello.

Sin embargo este partir que el poeta nos ofrece hoy se extiende hacia la experiencia existencial y universal del ser hombre: es la angoscia (justamente en italiano) que «empezó por el estómago» y «se fue irradiando / hacia toda mi porosa sombra».

En este sentido el acto del movimiento, el eterno partir humano, es la metáfora más poderosa y adecuada de la permanente modificación interior que se produce dentro de nosotros al ser espectadores de otro movimiento, el único que ningún progreso técnico y científico nos ha permitido dominar: el del tiempo. Estamos condenados a mirar desde afuera la evolución de nuestra experiencia existencial: «Los dibujos de la carretera desde el pálido retrovisor / esa lejanía algunos prefieren traducirla como horizonte», donde el retrovisor es la pantalla que filtra inevitablemente nuestra percepción, deformándola y transformándola en algo indirecto, que nunca nos pertenece completamente.

Queda al final la duda: que el viaje sea un vagar, como nos sugiere el homónimo poema, un movimiento sin meta, o quizás sin una meta única; y es inevitable que este vagar ocurra en soledad, independientemente de la presencia de una compañía física, pues se impone sobre nosotros la condición existencial de la mónada de Leibniz: «entre copas y gritos / se oye traveling alone».

Consecuentemente, la vuelta es un hecho que solamente se puede declinar acompañándolo con un punto de interrogación, con «la misma sensación ante las maletas». Luego, quizás, como para Odiseo y Eneas, habrá otra partida, pero siempre con la conciencia de que se tratará de un paso frágil (o, mejor, fragile, nuevamente en italiano: «ponerse en camino / sin otro desdén / que saberme suspendido / en un hilo muy fino e invisible»). Como es también obvio, la declinación interior y existencial del concepto del viaje implica el de metamorfosis, que es producto de la memoria, encontrando en nuestro pasado personal (infancia, adolescencia) su terreno de cultivo más fecundo: «mi pelota de playa / flota en la marea / y arde».

La conclusión –optimista o amarga, realística o deseada– es que «partir / siempre será necesario / aún con el asedio de la llegada encima»: dónde se llegará no sabemos aún, es materia abierta para todo auténtico poeta.


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