Por JOSÉ PULIDO

En 1960 yo tenía quince años de edad, estaba ensimismado en la novela Casas muertas y me detenía y me devolvía para degustar este inicio de capítulo:

“Cuando Carmen Rosa nació ya Ortiz había comenzado a desplomarse. Entre ruinas dio sus primeros pasos y ante sus ojos infantiles fueron surgiendo nuevas ruinas. Aquella casa de dos pisos, frente a la plaza, no estaba todavía tumbada cuando Carmen Rosa hizo su primera comunión. Se derrumbó más tarde, cuando sus dueños la abandonaron y vinieron unos hombres desde San Juan a llevarse las tejas y las puertas. Carmen Rosa recordaba las sólidas puertas de oscura madera y las aldabas formadas por monstruos de metal con cuellos de serpientes en cuyos vientres de cabras se engarzaban las pesadas argollas.

Era una de sus travesuras favoritas hacer sonar las grotescas aldabas cuando regresaba con Marta de la escuela. Marta le tenía miedo al ruido bronco del golpe, le tenía miedo a las horribles quimeras de las aldabas, y a los dueños de la casa cuando la casa tuvo dueños y a los fantasmas de la casa cuando los dueños la deshabitaron.

Pero tenía que quedarse en su sitio, porque también le daba miedo echar a correr, mientras Carmen Rosa tomaba con ambas manos aquellos feroces demonios de bronce y los dejaba caer una y otra vez sobre las chapas de metal de la puerta”.

Sí: la releía

Yo leía y releía la novela Casas muertas y mi admiración crecía hacia ese escritor. Influyó el hecho de que había conocido Ortiz, me había tragado con el alma de la infancia ese lugar. Y sentí todo el espíritu desesperanzado de ese pueblo vertido en las palabras que fluían en la novela. “Quiero juntar palabras así”, pensaba y seguía leyendo. Luego busqué todos los libros posibles de Miguel Otero Silva y continué creciendo como uno de sus lectores más obsesivos.

Cuando descubrí que ese narrador era el dueño de El Nacional comprendí por qué su periódico significaba tanto para nosotros. Es que la calidad expresiva de Miguel Otero Silva inspiraba la calidad exigida para quienes debían escribir, ilustrar, diseñar y hacer todos los días ese medio de comunicación.

Aunque leía a otros autores, era determinante el hecho de que Miguel Otero Silva fuera venezolano, estuviera a unos 137 kilómetros de mi casa y escribiera como cualquiera de los grandes novelistas de otros países. Lo que deseo expresar era que si existía un ejemplo palpable de persona creadora que quisiera seguir ese era Miguel Otero Silva.

Y por casualidades de la vida, entré a formar parte de El Nacional un día en que don Miguel hablaba con Juan Manuel Polo, mi maestro y segundo padre, y le dijo al admirado vasco, mostrando una crónica llegada por cable desde Nicaragua:

—Este es el tipo de crónicas que me gusta leer…

Y Juan Manuel le respondió:

—Ese es el muchacho que te he estado recomendando.

—¿Es venezolano?

—Sí. Estaba en Nicaragua como corresponsal y ahora anda sin empleo.

Y según me contó Juan Manuel, a continuación MOS expresó:

—Tráelo, pues.

Y eso fue todo.

Entrar a El Nacional

Cuando llegué a El Nacional, aquel periódico estándar, enorme, de varios cuerpos, era como un Everest del prestigio, el difícil ascenso: ser periodista de El Nacional significaba alcanzar un respeto en la profesión, un estatus de buen periodismo. Y ello se debía a que allí confluían seres humanos que amaban el lenguaje, que sabían escribir, que tenían plena conciencia de lo que significaban la literatura, la cultura, la comunicación.

No había un solo integrante de El Nacional que no asombrara, que no mereciera ser narrado en un libro. Los colaboradores foráneos eran escritores, poetas, artistas, filósofos, científicos, intelectuales de poder, hombres y mujeres que destacaban en sus disciplinas. El Nacional era una conjunción de redactores, reporteros, fotógrafos, diseñadores, vaya: la élite del oficio. De ahí surgía la fascinación que ejercía ese periódico en el país. Era como un lugar habitado por magos, por seres capaces de crear magia, como una de esas islas que se encontraba Ulises en sus caminos de la mar. Mencionar a las personas mayores que intervenían de alguna manera en aquel proceso era casi fantástico: Miguel Otero Silva, Arturo Uslar Pietri, José Ramón Medina, Ramón J. Velázquez, Aníbal Nazoa, Oscar Guaramato, Arístides Bastidas, Cuto Lamache, Juan Manuel Polo, Pedro León Zapata, Mario Delfín Becerra, Heberto Castro Pimentel, José Sardá, Pedro J. Díaz, Chepino Gerbasi, Víctor Manuel Reinoso, Kalinina Ortega, Karmele Leizaola, entre muchos otros. Lamenté no haber conocido en esa redacción la época de Ida Gramcko, pero su aura quedó para siempre impregnando esas páginas.

Un respaldo que aún persiste

Siento vergüenza de escribir esto que quiero decir, pero es algo que debo hacer, aunque parezca una falta de humildad, una promoción personal. Valoro mucho todo lo que diversas personas hicieron por mí durante mi temporada como periodista de El Nacional, pero la forma en que Miguel Otero Silva creyó en mí fue algo que cambió mi relación con la escritura. Es fácil comprobarlo analizando lo que hice en los pocos años que estuve en ese medio de comunicación. Aunque nunca terminamos de irnos de sus escritorios.

Se trataba de Miguel Otero Silva. Nada menos. Un señor de la narrativa y el periodismo. Un escritor que desde la primera vez que leí creí lejano, imposible. En ningún instante imaginé que lo conocería.

Ni yo creía en mi escritura, en mis empeños literarios y periodísticos. Trataba de buscar palabras, expresiones, espejos de lo que sentía, pero desembocaba cotidianamente en la certeza de que no era interesante lo que escribía. Sabía que debía crecer en conocimientos y en sentimientos. Miguel Otero creyó en lo que yo podría hacer con las palabras. Me motivó. No solo me dio trabajo. No solo me puso al frente de las páginas de arte. Él me hizo creer en la escritura como algo que mejoraba la vida así no te leyeran: escribir, decir, contar, ayudar a establecer puentes. Alguien los usaría.

Me llevó con él de viaje varias veces. Le daba cierto temor subirse a un avión. Nunca le dije que a mí también me asustaban los vuelos. Y me respaldó cuando quise publicar mi primera novela. Lamentablemente falleció dos años antes de que eso ocurriera.

En uno de nuestros viajes para los encuentros de escritores en La Habana, influyó para que me invitaran a un almuerzo con Fidel Castro, Nicolás Guillén, Wilfredo Lam y la escritora catalana Montserrat Roig. Conocí en una mesa a varios personajes que la historia repite como enseñanza y reflejo de una época. La verdad es que me impresionó la personalidad intensa y fulgurante de Montserrat Roig. Ella tenía respuestas brillantes para todo. Montserrat fue el personaje que más me interesó en ese almuerzo. Su novela La hora violeta me atrapó y me devoró. Escribí sobre esa novela. También disfruté acompañando a Wilfredo Lam en un paseo por La Habana vieja. Se movía en silla de ruedas.

Aunque hasta el sol de hoy, aquel momento me parece sumamente importante por estar compartiendo una realidad con Miguel Otero Silva.

Él contenía las experiencias del escritor y del periodista que yo trataba de comprender y analizar porque deseaba equivocarme poco en el camino que transitaba.

Miguel Otero logró que yo entrevistara a mucha gente de importancia que sin su ayuda no habría podido abordar. Sus enseñanzas y las de Juan Manuel Polo no cesaban: eran diarias, persistentes.

Miguel Otero Silva me dijo un día: “Cuando estoy escribiendo como periodista

trato de no olvidar que soy escritor y cuando estoy escribiendo como escritor, jamás me olvido de que soy periodista. Hay que emplear todos los trucos de los periodistas

para preparar un libro. En mis primeros libros yo era más lógico porque me iba a

documentar al lugar donde se desarrollaría la acción. Interrogaba a las personas, le

preguntaba sobre sus canciones, sus músicas, sobre el lugar y todo lo iba anotando en

una libreta de periodista. En Ortiz, para escribir Casas muertas, llené varias

libretas…”.

Por su poesía y su pasión hacia la hípica conocí a uno de sus mejores amigos: el poeta Luis Pastori, quien me adoptó después del fallecimiento de Miguel Otero Silva. Estuve en el hipódromo con ambos y comprendí que su amor por los caballos era algo que no se parecía en nada a la inmediatez de querer ganar una carrera.

La piedra que era Cristo

Cuando Miguel escribía La piedra que era Cristo le gustaba comentar en qué tramo se encontraba. Yo escribí algo sobre ese proceso, para celebrar su cumpleaños 75, dos años antes de fallecer:

Jesús de Nazareth clavetea una silla. Por poco se atraviesa un dedo con el clavo final. El aire fresco de Florencia hace inclinar las flores allá afuera. El tecleo de la máquina de escribir se transforma, en el cerebro del escritor, en los golpes que da Jesús en su pequeña y transitoria carpintería, donde una o dos gallinas deben andar picoteando semillas.

Algo parecido a John Wayne, con paso de elefante de la India, Miguel Otero Silva deja la máquina de escribir y se aproxima a la ventana pensando tal vez que quiere un café negro colado “a la venezolana”. Está cumpliendo 75 años hoy, pero no podrá celebrarlo en Venezuela porque se encuentra encerrado en Florencia decidido a terminar su novela sobre Jesucristo.

Miguel Otero Silva es un hombre de dos épocas: le tocó ver con el principio del siglo todo el amontonamiento de las épocas anteriores y, de pronto, detrás de la imponente catedral barroca observó pasar la nave moderna: contempló las marcas que dejaron los zapatos de goma en la luna y notó que su literatura estaba naciendo con la sangre de la nueva era. Le tiene miedo a los aviones, pero ha perdido la cuenta de cuántas veces ha volado por encima del globo sin tener deseos de mirar abajo, allí donde las nubes espesas y blancas fabrican árboles gigantescos.

Siempre dice que tiene doscientos amigos incondicionales (en realidad son más) y siete enemigos. “Uno de los tesoros de mi vida es la amistad. Podría citar, entre los grandes, a Alejo Carpentier, a Miguel Ángel Asturias, a Rafael Alberti, a Pablo Neruda. Pero hay algunos que no son tan célebres como ellos y a los que quiero de manera igualmente intensa”.

También expresa que su libro más entrañable es Casas muertas, pero su libro preferido es Lope de Aguirre, príncipe de la libertad.

Su vida ha sido intensa, difícil, de pionero y rebelde con palpitaciones románticas. Hoy en Florencia, vive una etapa muy importante porque cada hora es dedicada hasta la saciedad a la creatividad literaria.

Trabaja a solas, sin revelar lo que está escribiendo porque es supersticioso en este sentido. Se ha propuesto escribir dos novelas en la década de los ochenta.

—Nunca me he trazado límites de futuro. La muerte me encontrará algún día, pero yo no la tengo premeditada —comentó en alguna ocasión.

Miguel y Salvador

Miguel Otero era la representación exacta y moderna del periodista forjado al pie de las rotativas, al ritmo de las teclas. Era el ejemplo clásico de amor por el mensaje. Y su sentido de la amistad constituía un magnífico espaldarazo.

Cuando Miguel estaba en la redacción había una hora del atardecer en que le gustaba improvisar una siesta de quince o veinte minutos. Y para eso escogía mi oficina porque ahí podía esconderse detrás de unas páginas de periódico, hacer como si estuviera leyendo. Todos sabíamos que dormía y soñaba con sus historias y que esos minutos encerraban años y ciudades.

Le encargaba a Petruvska los libros serbios o de autores yugoslavos que acumulaba cuando se hallaba escribiendo La piedra que era Cristo. Ella le traducía las partes que le interesaban. Miguel la llamaba “la escoba”. Él le encargó una página de libros donde la columna principal era escrita por Alexis Márquez Rodríguez. “Ella es la escoba que barre a las mujeres cuando se acercan mucho a la oficina de Pulido”, decía. Él y Salvador Garmendia tenían uno de esos chistes que repetían y se reían como muchachos celebrando maldades:

—Petruvska es quien escribe los cuentos de Pulido…

Inclusive, Salvador escribió en El Nacional uno de sus artículos señalando la broma. El día que lo publicó caminábamos con Salvador por el Parque del Este, a las cinco de la mañana. Salvador se reía solo. Y no entendíamos. De pronto se detuvo y nos contó la travesura. Y sin transición se puso muy serio. Seriedad de tristeza.

—Es que amanecí recordando a Miguel— dijo y seguimos caminando en total silencio.

El final

Después de que falleció, todo cambió en El Nacional. Era inevitable. El periódico formaba parte de su espíritu. Quienes hacían el periódico formaban parte de su espíritu. Yo agradezco profundamente haber sido una consecuencia de su escritura.

Fue el último periódico donde usé la clásica y amada máquina de escribir y el primero donde me planté ante una computadora.

El escritor que admiré desde la adolescencia me aceptó como alumno y me respaldó sin ningún egoísmo. ¿Cómo podría dejar pasar eso? ¿Cómo podría callar ese agradecimiento? Sé que poner mi nombre al lado del suyo es como una pretensión poco loable. Pero el asunto es que he tratado de no decepcionarlo. Y sigo tratando.


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