Acción
Rafael Caldera, Gonzalo Barrios, Jóvito Villalba y Gustavo Machado | Archivo de Fotografía Urbana

Por MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ MEUCCI

I.- Herederos

En la naturaleza de los seres humanos está enraizada su condición de herederos. Somos, existimos, como función de lo recibido. Heredamos, por ejemplo, el lenguaje en el que nacemos y crecemos, ese universo de palabras y de símbolos desde el cual va cobrando sentido nuestro mundo. Herencia son los afectos recibidos, que de modo casi inadvertido nos sugieren el significado de las cosas. Herencia son también los objetos que dan forma al espacio físico en el que vivimos, asiento y estímulo de nuestros sentidos. Mientras la mayor parte de los animales se vale únicamente de sus instintos para lidiar con su existencia, nosotros, animales culturales, encontramos que la nuestra viene entretejida de las palabras, los afanes y las cosas que nos legaron nuestros antecesores.

Nuestra vida, nuestro destino, pasará en buena medida por la necesidad de hacer algo con lo heredado. Podemos simplemente llevarlo con nosotros de forma desapercibida, o bien aceptarlo en conciencia. Podemos recibirlo con profunda gratitud, asumiéndolo con honor como fundamento de nuestras acciones y aportando algún peldaño más en una historia de la que nos sentimos parte. Podemos también desarrollarnos en oposición a ello, asumiendo prometeicamente que tenemos la chispa y la fuerza para crear un mundo del todo nuevo como hechura exclusivamente propia. O podemos también, simplemente, dejarlo perder sin pena ni gloria, en medio del barullo y la humareda de un banal descuido. Lo que no podemos es evadirnos sin más al hecho de que siempre hubo algo antes de nosotros.

II.- Fundadores

Pocas dudas puede haber con respecto al protagonismo de Acción Democrática (AD) en el siglo XX venezolano. En un país mayormente construido por sus partidos políticos, AD fue el principal de los partidos. Sus militantes, sus intelectuales, su proyecto político y métodos de organización, y muy particularmente su líder fundamental Rómulo Betancourt, moldearon de forma inigualable la fisonomía política y social de la Venezuela moderna. El país decimonónico, desvertebrado cuando no autoritario, pudo soñarse distinto en la medida en que un puñado de jóvenes sin orígenes aristocráticos, empeñados en la idea de construir un país distinto, se entregó de cuerpo y alma a la titánica tarea de articular la voluntad popular. El voto directo, universal y secreto fue el mecanismo anhelado para constituir en nación democrática lo que tradicionalmente se gobernaba como hacienda.

Entre todos los grandes políticos con los que contó la Venezuela del siglo XX, Rómulo Betancourt destacó por su capacidad para materializar un concepto de país; un país moderno y solidario en el que la voz de la gente pudiera ser realmente escuchada. Construyó un partido organizado y aguerrido como mecanismo imprescindible para atar todos los cabos de la nación, y para generar verdadera tracción popular en las decisiones de sus líderes. Un partido para tomar y ejercer el poder. Asumió todos los medios de la política, sin mayores remilgos, y se mostró siempre dispuesto a pagar el precio de sus errores. Quizás no haya matado a Remo —no podemos afirmarlo ni negarlo—, pero sí se jugó el pellejo en difíciles circunstancias. Y cuando debió ser magnánimo, lo supo ser.

Para afrontar semejantes retos, los fundadores de la moderna democracia venezolana contaron con el “factor dinámico” —Carrera Damas dixit— del petróleo. El siglo de la democracia venezolana ha sido también el siglo petrolero de la nación. El tesoro de los hidrocarburos, en manos de un liderazgo político convencido y determinado, permitió edificar la Venezuela optimista y solidaria que conocimos quienes nacimos en el siglo XX. En pocas décadas se levantó una infraestructura envidiable en toda la región, e incluso fuera de ella. Tolerancia, prosperidad y ascenso social se convirtieron en sinónimo de un gentilicio nacional que se amplió con savia nueva, proveniente de lejanos parajes, no sin doblegar al mismo tiempo los pertinaces intentos que, a diestra y siniestra, procuraban el naufragio de la emergente democracia.

III.- De la Gran Venezuela al Gran Viraje

No se nos ha dado bien en Venezuela aquello de “administrar la abundancia con criterio de escasez”. A pesar de comulgar con los criterios económicos de aquella época, la nacionalización de la industria petrolera no necesariamente hizo que todo funcionara mejor. En muchos aspectos, de hecho, la estatización de la gallina de los huevos de oro conllevó a más problemas que soluciones. A pesar de la ingente e imprevista cantidad de recursos ingresados —por aumento de precios del crudo y por el endeudamiento público—, los gastos terminaron siendo mayores porque la “gran Venezuela” no podía privarse de nada.

Naturalmente, fueron más bien pocos los que se preocuparon ante aquellos síntomas de relajación. Parecía haber dinero público para financiar cualquier proyecto, público o privado. Había que hacer, y los recursos eran del pueblo. Los herederos de Bolívar, ahora también herederos de un Betancourt que en sus últimos años los escrutaba desde su retiro, se sentían destinados a administrar una grandeza que se asumía como parte inherente de nuestro ser nacional. Poco a poco, sin embargo, la chequera iba supliendo a la virtud. Los partidos terminaron gestionando directamente una buena parte de los intereses corporativos de la sociedad, con todo lo que eso  implica. Y el grueso de la sociedad, como suele suceder en estos casos, tomó por derecho adquirido lo que en realidad era feliz excepción.

Tras iniciar la dolorosa senda de las devaluaciones del bolívar, la reforma del Estado se hizo ineludible. El liderazgo político, que por aquel entonces incorporaba tanto a padres fundadores de la democracia —ya entrados en años— como a la generación crecida dentro de ella, asumió el reto que apremiaban tanto el declive interno como las corrientes internacionales. Aún había un gran margen de maniobra para acometer tal empresa, pero no se contaba con el favor de la cultura política afianzada en el país. Y aunque la descentralización fue bien recibida dentro de los partidos (pocos se oponen a ampliar la torta), otra cosa era tocar los mecanismos espontáneos creados para la asignación de la renta petrolera.

IV.- Del 89 al 99: la década crítica

Venezuela, amparada en sus cuantiosos recursos, fue uno de los países más destacados de América Latina mientras la economía mundial se sustentó en fuertes respaldos estatales. Esa tendencia se mantuvo en toda la región mientras existió la amenaza soviética, a pesar de ser financiada con deuda y dinero inorgánico. Pero cuando el desmoronamiento de la Unión Soviética facilitó la apertura de fronteras económicas, ninguna sociedad en América Latina mostró mayor rechazo al cambio que la nuestra.

Una responsabilidad ineludible en este sentido recae en quienes, a pesar de todo, acometieron las imprescindibles reformas. Si bien el presidente Carlos Andrés Pérez y su equipo de gobierno asumieron frontalmente la tarea de remover lo peor para salvar lo mejor —actuando con determinación contra lo predicado en el pasado—, al final no lograron articular el consenso necesario para ello en una sociedad acostumbrada a las múltiples ventajas de un Estado proveedor. La denuncia contra la tecnocracia se hizo moneda de curso corriente, y no sin razones de peso.

Por otro lado, la mayor parte de nuestro liderazgo político, intelectual e incluso empresarial asumió una posición esencialmente adversa a cualquier liberalización. Si bien se trató de una reacción generalizada, solo toca aquí mencionar el papel de algunos cuadros políticos de Acción Democrática, ya que fue en casa donde el presidente Pérez —capaz de sobrevivir a un estallido social, a dos golpes militares y al enconado acoso de la prensa— se topó con los responsables definitivos de su salida. Durante décadas diversos sectores políticos, sociales y económicos habían venido consolidando informales y poderosos conglomerados de reparto de la renta, los  cuales se veían seriamente afectados por las reformas de CAP. En el contexto de la descentralización —cuya consecuencia no esperada fue la irrupción de considerables tensiones intrapartidistas—, la mesa terminó servida para su defenestración política.

No todo fue responsabilidad de los actores. Las tendencias estructurales tampoco favorecían dichos cambios. Pocos países en el mundo se comparaban con Venezuela en la evolución positiva registrada por el PIB per cápita entre 1920 y 1980, y para el momento del Caracazo (febrero 1989), Venezuela todavía ostentaba el segundo lugar en la región. Acostumbrada a ser la primera de su clase, la sociedad venezolana en su conjunto se negó a modificar las recetas de su éxito, a pesar de que estas ya daban suficientes indicios de agotamiento. Tal como indican numerosos estudios, nada alimenta más los estallidos populares con fuerte impacto político que la repentina pérdida del poder adquisitivo tras un largo ciclo expansivo. Si hay grupos subversivos presentes, es en tales circunstancias cuando sus empeños encuentran finalmente la oportunidad de triunfar.

Los riesgos emergentes no lograron ser conculcados por nuestra intelectualidad. Desde nostálgicos militaristas hasta exguerrilleros que habían cambiado las montañas por las cátedras y los teatros, en amplio espectro asumieron el cuestionamiento integral del “paquete neoliberal” que, a pesar de todos sus costos coyunturales, comenzaba a sacar a la región de la enfermedad ya crónica de la inflación y el estancamiento. Las reformas económicas, al fin y al cabo, contravenían la narrativa histórica de AD, que durante décadas le enseñó a Juan Bimba que el liberalismo era sinónimo de positivismo gomecista. Cuando llegó el momento de evolucionar hacia una socialdemocracia más moderna, el rechazo fue casi unánime. Y no pasaría mucho tiempo antes de que Juan Bimba, en la búsqueda de las promesas perdidas, cambiara el liqui liqui blanco por la boina roja.

V.- Renovar para volver a las raíces

Es perfectamente discutible que el juicio político al presidente Pérez haya sido el momento en el que la República Civil perdió definitivamente su rumbo. Menos discutible parece, no obstante, que desde entonces Acción Democrática ha venido cayendo en barrena. Fue precisamente entonces cuando terminaron de estallar todas las contradicciones internas que el partido venía incubando desde los tiempos de la “Venezuela saudita”; fue ahí donde la organización se desdibujó y se salió de su senda. A partir de ese episodio, AD ya no podría superar las heridas derivadas de las múltiples fracturas que sobrevendrían año a año, ni monopolizar el espectro de la socialdemocracia en un país al que había enseñado a ser socialdemócrata. Tras el definitivo declive del bipartidismo a partir de 1993, un AD esclerotizado tampoco constituyó un sólido dique de contención contra el autoritarismo en ciernes.

La historia de AD es la historia del siglo XX venezolano, y viceversa. Sus dilemas son, en buena medida, los de una nación venezolana que también sufre al tratar de asimilar el legado de un pasado mejor. Aún en medio de la ruina, muchos han supuesto que es factible preservar intacta la herencia recibida para seguir viviendo de sus rentas, mientras otros, apremiados por el sentido de la urgencia, han intentado romper inercias decadentes mediante profundas reformas. Ambos, en todo caso, fueron desplazados por el revolucionario de turno, el outsider que llegó amenazando con freírles sus cabezas. ¿Veremos el resurgir de AD? Es imposible saberlo ahora mismo. En todo caso, lo realmente decisivo sería contar con ciudadanos que, haciendo virtud de la necesidad, encarnen nuevamente el espíritu y el temple de Betancourt y de sus compañeros. Personalmente creo que hay buenas razones para pensar que existen, y que ya han comenzado a trabajar en política.


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