Rafael Arráiz Lucca / Manuel Reverón©

Por RAFAEL ARRÁIZ LUCCA 

De entrada tomo partido en la discusión sobre si las manifestaciones criollistas en poesía deben llamarse así o, como también se les ha denominado, «nativistas». La distinción es extraña: no encuentro ninguna razón de peso para que a lo que se manifiesta en narrativa se le llame «criollismo» y para lo mismo en poesía se le denomine «nativismo», de modo que asumo el término con el que titulo el capítulo, zanjando, por mi parte, de una vez la diatriba.

Si el criollismo encuentra a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl como uno de sus máximos cultores en narrativa, en poesía el nombre de Francisco Lazo Martí es inevitable. Tanto en un género como en otro, la savia que nutre el criollismo es la búsqueda de lo propio; de allí que no sea gratuito su florecimiento cuando el modernismo ha tocado a la puerta en Venezuela, aunque ya antes, en las manifestaciones parnasianas, brillaba el cosmopolitismo que exasperaba a los criollistas. Incluso antes, en cierto romanticismo viajero, también esplendía el mismo cosmopolitismo que moviliza a los criollistas a pronunciarse en contra. De allí que el criollismo sea una suerte de llamado al orden nacional, al orden conservador de lo propio, frente a lo que para ellos eran los devaneos exóticos del modernismo. Es difícil entender el uno sin el otro, aunque es preciso decir que el criollismo no fue una reacción aislada frente al cosmopolitismo modernista. Encontró sus antecedentes nada menos que en el fundador de la poesía venezolana: Andrés Bello, y en un poeta zuliano de señalada finura: José Ramón Yepes.

También hay que consignar otro aspecto esclarecedor: el criollismo surge como bandera de una sociedad rural que ve amenazada su querencia por el avance del proceso urbano. La Venezuela finisecular incluye en el menú del día el enfrentamiento ciudad-campo con mucha acritud, especialmente por parte de los defensores de la vida rural, que siempre levantan el estandarte de la sanidad campesina frente a la perdición citadina. Este fácil esquema está presente en la irrupción criollista, pero, como veremos más adelante, algunos de sus cultores van más allá de lo simple para ofrecernos obras tejidas a partir de relaciones más complejas.

Lo que ocurre con el criollismo es similar a lo que pasa con los ríos subterráneos: unas corrientes de agua van por la superficie haciéndose evidentes, mientras otras, soterradas, siguen su curso sin ser vistas, hasta que de pronto afloran, mientras casi nadie había advertido su naturaleza subrepticia. En verdad, el espíritu de lo propio está presente en los neoclásicos, en los románticos y hasta en los modernistas, pero los que hacen de este espíritu su bandera prácticamente única son los criollistas. Incluso, pueden advertirse rasgos criollistas cuando ya la vanguardia posterior al modernismo ha copado todos los espacios y, sin embargo, este río subterráneo sigue su camino en las obras de Sergio Medina y de Alberto Arvelo Torrealba.

Aunque un sector de la crítica se ha empeñado en hallarle rasgos propios, más allá de los temáticos, al criollismo, la verdad es que es difícil adelantar esa operación. No niego el valor de lo temático, de la asunción de un paisaje, incluso de la espiritualización de ese paisaje, pero los rasgos propios del criollismo que nos lleven a hablar de un movimiento literario, como puede hacerse con el romanticismo y el modernismo, no me parecen convincentes. Creo, eso sí, que se trata de una legítima respuesta de poetas que no se sintieron del todo invitados a la fiesta modernista, poetas que singularizaron de tal manera lo particular que, en ese empeño, también negaron lo ajeno, lo extranjero.

La detenida lectura de algunos de los mejores poemas criollistas arrojará como saldo el encuentro de formas del neoclasicismo y del romanticismo y, también, del modernismo, como es lógico; ninguna poesía surge de la nada, como ingenuamente se afanan en querer demostrarlo los críticos más laudatorios del criollismo. Detengámonos en dos obras criollistas, una de logros indudables y otra de resultados menos altos. En el examen de estas obras irán surgiendo otros elementos del espíritu criollista que, como es fácil advertir, es fruto de una combinatoria de elementos de diversa fuente literaria.

Francisco Lazo Martí (1869-1909) nació en Calabozo y, prácticamente, pasó toda su vida en la región llanera del país. En su ciudad natal se preparó para presentar los exámenes de Medicina en la capital de la república, de modo que ni siquiera como estudiante vivió más de algunos meses en Caracas. Su relación con el llano es consustancial, a tal punto que se dedicó a ejercer la medicina de pueblo en pueblo, como también lo hiciera el sabio Lisandro Alvarado, de quien fue amigo predilecto, llegando a ser casi venerado por los habitantes de aquellas llanuras golpeadas por

diversas inclemencias. En su hoja de vida se encuentra su filiación a las huestes del general Manuel Antonio Matos en contra de Cipriano Castro, aunque ya antes había cerrado filas con Joaquín Crespo, demostrando que la vida caudillesca de su país no le era ajena. Pero al margen de la escaramuza guerrillera, lo pivotal de su tránsito fueron la medicina y la fuerza poética, aunque fue muy poco prolífico en esta última y muy generoso con la primera. La muerte lo encontró temprano (apenas cuarenta años), pero no he hallado en ninguna de sus biografías la causa de su fallecimiento. No es raro: entre nosotros se guarda un incomprensible silencio frente a la muerte; es como si una extrañísima vergüenza impidiera hablar de sus causas.

La obra cumbre de Lazo Martí es, obviamente, la famosísima «Silva criolla», publicada en El Cojo Ilustrado en 1901, una vez que el poeta decidiera bautizarla como tal, desechando el título de «Regional», con el que, mientras trajinaba las distintas versiones que compuso, pensó denominarla. En verdad, el título definitivo es el más justo, ya que se trata de una silva y, como sabemos, esta palabra viene del latín y quiere decir «selva», lo que da una idea de variedad y de frondosidad. La silva, como estructura de poema, está compuesta por versos endecasílabos que respetan la rima consonante, pero que no se ciñen a un número predeterminado de versos, como sí lo hace el soneto, que consta de catorce. Esta libertad en su extensión ha llevado a que las silvas sean, por lo general, extensas, tanto como algunos cantos.

El parentesco de la «Silva criolla» con la «Alocución a la Poesía» y la «Silva a la agricultura de la zona tórrida», de Andrés Bello, no viene dado exclusivamente por la escogencia de esta forma poética, tan cara al neoclasicismo. La filiación va más allá de esta simple hermandad. Comparte, aunque un sector de la crítica se empeñe en negarlo, una cosmovisión según la cual la virtud está en el campo y el vicio en la ciudad. Si Bello invita a la poesía (en la Alocución) a fijarse en América antes que en las ciudades europeas, Lazo Martí invita a un amigo no señalado a abandonar el festín citadino, donde prospera el vicio. Si Bello en su proyecto americano, implícito en su poesía, convida a la vida sana y productiva del campo, Lazo Martí hace lo mismo por distintas razones.

Para Bello, se trata de la urgente construcción de unas repúblicas sobre la base de economías necesariamente agrícolas; para Lazo Martí, se trata de cantar a su tierra, de la que está prendido, pero señalando la ciudad como la fuente de los vicios. Por otra parte, Lazo Martí jamás se sintió ofendido por el señalamiento de filiación bellista; todo lo contrario, es tan evidente que se propone retomar el proyecto americano de Bello que habría sido imposible negarlo. Sin embargo, entre la «Silva criolla» y los poemas de

Bello han transcurrido casi ochenta años, de modo que el trabajo de Lazo Martí con el paisaje va mucho más allá de lo descriptivo; no estamos frente a una fotografía meramente documental. Entre el poeta y su medio hay una relación emocional que subjetiviza el paisaje y lo hace otro, por más que el poema acepte una suerte de severidad neoclásica como conveniente. En el instante en que este rigor amenaza con hacerse retórico, el poeta apela a sus pulsiones románticas y matiza el discurso. Pero en esta combinatoria no se percibe con claridad la huella modernista; es probable que el contacto de Lazo Martí con este movimiento fuese superficial o, por el contrario, Riese profundo y, en ese caso, la «Silva criolla» sería un alegato contra el modernismo. ¿Cómo saberlo? Tan solo podemos señalar que esta silva retoma el hilo abandonado de cierto rigor neoclásico, y a veces parnasiano, sin olvidar las pulsiones románticas. No solo el romanticismo en el poema es formal, sino que también se expresa en el punto de vista, en la simplificación dicotómica entre el campo y la ciudad como si fuesen el cielo y el infierno. En la «Silva criolla» hay un juicio implícito, una moral conservadora que proclama la atención al terruño como base exclusiva del discurso.

Paradójicamente, de los poemas criollistas escritos en Venezuela, la «Silva criolla» es el de mayor entidad. Y digo paradójicamente porque pareciera que un discurso poético que se fundamenta en esta moralidad excluyente arrojaría un resultado deleznable, pero de ninguna manera es así, y no es así porque el poema se va creciendo después de su primera parte, la parte dicotómica simple; y en la medida en que Lazo Martí canta a su

tierra y ofrece su interpretación anímica del paisaje, pues la silva va perdiendo moralina y ganando sustancia, complejidad. Y para colmo de la ironía, la complejidad de la «Silva criolla» estriba en su sencillez, en esos versos que tocan la diana de lo cristalino, de lo diáfano, de lo metafísico subyacente en el paisaje llanero. Porque es bueno recordar que la consustanciación del poeta con el llano no solo lo lleva a blandir una lanza contra la ciudad, sino que también lo hace contra las montañas. Dice:

Guárdate de las cumbres…

Colosales, enhiestas y sombrías

las montañas serán eternamente

la brumosa pantalla de tus días.

De modo que la epifanía lazomartiana solo ocurre en su paisaje llanero, y la apología del llano se fundamenta en la negación de lo otro, pero, insisto, los mejores momentos de la silva no son los negadores, son los que hacen la trama de lo propio; asunto distinto es si la epifanía a la que aludo se instaura sobre la flor de la tristeza o de la melancolía; ese es otro aspecto. ¿El reclamo de cierta crítica por la tristeza que respira en la «Silva criolla» no es acaso prueba de su valía, no se le está reclamando el hecho de que no sea objetiva? Pues, precisamente, uno de los rasgos más favorables de este poema es la subjetivización del paisaje. Lo significativo que ofrece es que no pretendió hacer la relación objetiva del paisaje y la vida llanera; no quiso ser un fresco, un mural realista. Lo que se ha esgrimido como su falta es, irónicamente, una de sus virtudes principales. Su fuerza está en haber construido un castillo subjetivo —en cierto sentido impresionista— y en no haberse dejado tentar por el relato épico.

La atención exclusiva a lo propio, a lo particular, encuentra en el marabino Udón Pérez (1871-1926) su máxima expresión. El criollismo de este poeta se circunscribió a los alrededores del lago de Maracaibo, y su abundancia lírica no se hizo esperar. Pero no solo lo sedujo la descripción paisajística, sino que retomó el hilo que trajinó Yepes y se adentró en la selva de las leyendas indígenas. Buscaba una imposible objetividad con el discurso de sus cantos y, hasta en sus títulos, lo nacional se anunciaba con brío: La leyenda del lago (1908), Ánfora criolla (1913), entre otras obras de su pluma generosa. A diferencia de Lazo Martí, Pérez buscó el discurso épico, el discurso realista por encima del de la subjetivación del paisaje; de allí que sus logros líricos sean menores que los del poeta llanero.

También el criollismo halló en Sergio Medina (1882-1933) un cultor esmerado. Sus poemas cantan al paisaje aragüeño y sus faenas naturales. En su obra, como en alguna medida ocurrió con la de Lazo Martí, se escucha el eco de formas neoclásicas, emparentadas con el ambiente bucólico y virgiliano de los poetas de comienzos del siglo XIX, aunque también es audible una voz romántica en sus versos. Tanto Pérez como Medina, como José Domingo Tejera y Mercedes de Pérez Freites siguen la trocha que se reanima a partir de la obra de Lazo Martí, pero es de hacer notar que sus poemarios fueron contemporáneos de las agrupaciones de comienzos del siglo venezolano, que ya iban en camino de la vanguardia.

Si el modernismo viene a sembrar sus semillas cosmopolitas, junto con las del hedonismo, el exotismo y también el escepticismo, pues el criollismo, como he tratado de afirmar en líneas precedentes, trae en sus alforjas el llamado al orden del nacionalismo. Lo que late detrás de sus enunciados es el corazón de las ideas nacionalistas de principios del siglo XIX. De allí que no sea gratuito el homenaje que Lazo Martí le tributa a Bello: ninguno más urgido por la afirmación de un proyecto nacional que el poeta caraqueño. El poder subversivo del modernismo encuentra su

contrapartida conservadora en el criollismo, sin que, por el hecho de ser una manifestación reaccionaria, pueda decirse que sus logros sean deleznables.


*El coro de las voces solitarias. Una historia de la poesía venezolana. Rafael Arráiz Lucca. Editorial Alfa. Caracas, 2020.


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