John Petrizzelli | Captura de video

Por SONIA CHOCRÓN

Se podría pensar que El conjuro de los cardos es el resumen de un viaje. Pero es mucho más: son postales de un periplo interminable desde el infierno hasta el cielo o viceversa. Desde el corazón hasta los límites. O viceversa. Desde lo sagrado a lo profano y viceversa.

Van hiladas las palabras y las estampas. El lirismo y el color. La imaginación y la forma. Parten de una lógica que es como un ovillo que no desentrañamos por completo, pero que, a pesar de ello, nos envuelve amorosamente, sobrecogedoramente, extrañamente.

Y es que El conjuro de los cardos es una invocación de pesares, de enconos, de espíritus mágicos. Y a veces de una flor.

Con ese título condensa John Petrizzelli la galería que vendrá.

Pero no solo se trata de espinas y llagaduras.

Cardo también significa corazón. Entonces puede ser un eje, un centro, y no solo una planta áspera y lacerante.

(En las ciudades del Imperio Romano, el cardo era la calle principal del lugar, el norte-sur, el corazón. El corazón).

Así que Petrizzelli apuesta a evocar en su libro al ánima de corazones y espinas, y toca, con ambos, a lo sacro: la belleza, la perplejidad, lo indescifrable, el misterio, la luminosidad interior, la oscuridad del secreto.

El conjuro de los cardos recorre ciudades, nombres, paisajes de la geografía del mundo y de la esencia humana: la mirada fracturada frente a la desolación y la mirada jubilosa frente a Eros.

¿Son pesadillas? ¿Sueños? ¿Memorias? ¿Prosa poética? ¿Estados de conciencia? ¿Visiones apocalípticas?

Imposible descifrarlo: son todo eso.

Pero ¿no es acaso y también la poesía ese “todo”?

¿No es acaso la mirada del chamán el escrutinio sobre lo oculto e inasible para otros?

¿No fue un hechicero el primer poeta?

John, en estos textos, funge como eso: demiurgo, cronista, testigo exiliado.

Quién sabe, si en el fondo, estas postales no sean parte del rompecabezas de su propio autorretrato, del acertijo de sí mismo. De los fragmentos de su extranjeridad en el viaje a sí mismo.

El conjuro de los cardos invoca en sus retazos todo lo que duele, le duele: lo ido, un corazón, lo olvidado, lo perdido, el recuerdo, lo amado, a Tánatos y a Eros que se escurren por los rincones ignotos de un cuerpo, de otros cuerpos, de una fotografía, de un lugar y un tiempo, de un culto, de un instante y del horizonte mismo.


*A los 28 días del mes de abril del año 2020, día 46 de confinamiento.


Cuatro textos de El conjuro de los cardos

Suburbio

El conjuro de los cardos, invocación ancestral, clave para nuestro triunfo, mantenía en pie los pilares de los muelles y la apertura de las chimeneas de aquel suburbio de espumas y vitrales durante mi segunda visita.

La sabana era ya tan solo orines de riel y nadie podía atrapar su dulce rojo en el hostal, emboscada de adolescentes. El viejo alquitranado de mi primera estancia yacía perdido en las escaleras inferiores de mi memoria. Ni grúas ni esfuerzos alcanzaban a develar el rostro del deseado hasta la humedad del despertar entre la niebla. Tampoco intereses o cadenas halaban del trigo roto de mis quebrantos. Los muelles seguían sesgando, como la primera vez, la ruta a mi verdadero domicilio. Una puerta se cerraba a las diez de la noche.

Nzerekore

En busca de un enorme insecto negro, dinosaurio palúdico, antepasado de todas las plagas aladas y enigma para la ciencia. Solo los pobladores más viejos lo han visto, pero temen dibujarlo. Devorador de hímenes nativos que, según las leyendas, posee el don de la ubicuidad. Sin embargo, ningún hombre blanco lo ha podido ver, a pesar de su ambición.

La hembra es quien comanda entre estos bichos ancestrales. Sus huevos, raro hallazgo, encascaran tan solo un escupitajo. Es el germen que entreteje selvas húmedas y conciencias nativas para mantener anónimos a los progenitores, a quienes, según rumores, los negros adoran en un altar de saliva en cascada. Viven a la espera de un Mesías que bata mil veces las alas durante su corta vida para anunciar la rebelión de los sumisos.

El santo

La meseta de las voces ásperas y las llagas abiertas del Santo como bandera recibieron indiferentes a la diáspora, mareada por el oleaje. El Santo, nazareno por un día, porque también cargó su cruz, recibió el barco cargado de trópico náufrago manchado de sangres y afrentas. En ese altiplano de peñascos y cabras, descendimos para respirar las libertades del viento cortante, olvidando los ojos fríos del jaguar decapitado sin clemencia y la aureola de muerte que apestaba en círculo maloliente cada madrugada. Habíamos logrado escapar.

Horas de vapor

En un día que no existe, horas de vapor, minutos desperdigados como alfileres sobre el mosaico, preparo mi adiós en los ojos de un perro agradecido. Me voy alejando en largas caminatas, donde por fin percibo la montaña que siempre ha estado ahí, pero que nunca había visto.

La nostalgia pronto hará ejercicios en un patio con arcos, oscuro y ajeno, obstinándose en recordar los placeres que brindaba el sexo del ángel y la cálida lengua de las criaturas color de tierra empantanada con olor a ciudad dormitorio.


*La conjura de los cardos. John Petrizzelli. Selección de textos y fotografías: Dalia Jaén. Prólogo: Sonia Chocrón. Kálathos ediciones. España, 2020.


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