La muerte del torero - Pablo Picasso | Museo Picasso

Por JOSÉ BERGAMÍN

Los escritores, los artistas —pintores y poetas— que maduraron en los años que fueron paréntesis entre las dos grandes guerras últimas (del 1918 al 1939) señalábamos otras veces que tuvieron todos, o los más famosos, almas de artistas de Circo. Los mejores, como Apollinaire y Picasso, tuvieron esa actitud, vital y mortal, para su arte, que les acerca tanto, por su perfección misma extremada, a la de trapecistas y prestidigitadores, y, sobre todo, de los clowns. Me refiero no solamente a las apariencias luminosas del payaso y a sus pantomimas funambulescas, sino al vacío, doloroso, angustioso, de su juego: vacío de alma. De ese vacío, de esa trampa que lo enmascara, son testimonio, lienzos y poemas de aquella época. Todo el «arlequinismo» de Picasso está tejido de esa trama. Y la mayor parte de la poética mixtificadora del verdadero Max Jacob y del embustero Cocteau. Este último, expresión y logro, falso y académico, de aquel empeño. Picasso, en cambio —como también señalamos muchas veces— traspasó aquel vacío de alma del clownismo, sus arlequines sucesivos, por una creación pictórica y poética, tan genial, que penetró con ella en otra realidad más honda, humana y permanente: la realidad andaluza, española, de su «torerismo». Cambió, decíamos, el traje de luces del payaso por el del torero. La culminación de ese tránsito nos la demuestra el Guernica: «arlequinada» despojada, desnuda de clownismo, pues salta de la pista al ruedo, haciéndose torera de verdad. Hoy, ahora en estos días, al cumplir el pintor sus ochenta años lo podemos ver, según cuentan las crónicas (no todas bien intencionadas ni veraces), mano a mano con un torero de verdad; que también en la perfección de su juego en las plazas nos evoca, a veces, el vacío de alma del clown: sin perder por eso la veracidad, el elegante señorío de su juego, en el que es maestro. Nos dicen las crónicas de aquel festejo que el pintor afirmaba estar celebrando su «centenario». Afirmación muy picassiana esta de adelantarse así veinte años de su vida propia antes de llegar a perderla. Veinte años antes de cumplirlo, Picasso puede darse este lujo, a que su duradera vitalidad le tiene acostumbrado, de celebrar su centenario, como si ya fuese, hubiera sido y siguiera siéndolo, el pintor de genio más significativo de su siglo, de un siglo entero. Así nos lo parece.

Para festejar este «centenario» de Picasso fueron al pueblecito francés de Vallauris, miles de gentes, y con ellas, artistas de todas partes del mundo: del teatro, del cine, del toreo… No sabemos si fue, no vimos citados en las crónicas ningún nombre famoso de artista de circo. Y la cita de una felicitación de Chaplin no llena este vacío del clown. Hubiera debido acudir algún superviviente, por ejemplo, de los famosos Fretellini. Hace muchos años vimos actuar en Europa a estos admirables payasos que inventaron la graciosa caricatura de una corrida de toros española: el toro era un perro disfrazado que llevaba la cabeza y cuernos en el rabo, de modo que embestía siempre al revés. Los Fratellini caricaturizaban ingeniosamente y con fina comicidad todas las «suertes» del toreo. No sé por qué me acuerdo ahora de ese caricaturesco circo taurino dentro del otro circo de verdad que hacían aquellos estupendos payasos. Los que diremos «falsos cronicones» del festejo circense de Vallauris, tal vez tengan la culpa con esa especie de escandalosa propaganda de la nada, del vacío total y totalizador del festival taurino, circense organizado en homenaje internacional al octogenario Picasso. Festival que pudiéramos considerar también centenariamente, secularmente, significativo. Como «arlequinada» evocadora y representativa de un siglo entero. Entero y verdadero en su mentirosa representación. Lamentable espectáculo —diríamos parodiando a Goethe— «pero que no es más que un espectáculo». Pasada la fiesta, la aparente figuración viva, arlequinesca; quitadas las caretas, desnudos, despojados tantos fantoches de su disfraz, queda, como en el Circo, como en la plaza de toros, el cerco, el círculo mágico vacío de veras, y solo, y sin luces arlequinescas ni toreras. Solo con su acusadora soledad.

Y queda también solo, más solo que nunca, como ese cerco vivo de su juego, círculo mágico, como queda la pista o el ruedo después de la función, el artista centenariamente celebrado, el pintor genial. No debe extrañarnos que en su fiesta centenaria el pintor evocase su infancia; más aún, su nacimiento malagueño; al mismo tiempo que también se lo recordaba a su acompañante torero. No es extraña esa evocación que nos cuenta algún cronista indiscreto. Pues de esa infancia creadora procede lo mejor, lo más puro, auténtico y veraz, del arte de Picasso. Lo que llamaríamos su «infantilismo espiritual» que intemporaliza su arte pareciendo que lo temporaliza más. Nunca a favor de ninguna corriente contemporánea —aunque parezca a veces lo contrario— siempre en contra de ellas; por no contemporizar jamás con nadie ni con nada, el genio infantil de Picasso salvó siempre hasta de sus propias trampas su verdadero juego, su vivo arte. No contemporizando, decimos, nos ofrece esa constante actualidad de su pintura. Actuando en su tiempo y contra su tiempo, lo verifica, lo vivifica de verdad. Por eso centenario. Por eso genialmente imperecedero.

«¿Qué quedará de toda la pintura de Picasso —se preguntaba, nos preguntaba hace algunos años André Malraux— cuando le falte la mágica presencia de su creador que parece sostenerlo con ella?». ¿Quedará su circo taurino poblado de fantasmas? ¿Solo y vacío? ¿Cómo el juguete roto del niño que algún otro niño recogerá? No podemos saberlo. Tampoco quisiéramos llegar a saberlo nunca, como si esas luces de su traje —de clown y de torero— le vistiesen, le revistiesen para siempre de inacabable inmortalidad.

*Noviembre de 1961.


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