ANTONIO COVA MADURO (1939-2013), POR VASCO SZINETAR

Por ANTONIO COVA MADURO

Desde los tiempos de Maquiavelo adoptar –y adaptar– la idea de que “toda acción política casi que conlleva una actitud cínica” es algo difícil de rehuir. Por esa misma razón parece útil que hagamos algunas reflexiones acerca de los términos y conceptos que estaremos utilizando en esta conversación.

Parece obvio que son tres los que debemos considerar. Comencemos con el primero de ellos: el cinismo. Hoy no es nada fácil que encontremos filiación alguna con la escena de Diógenes el Cínico y su sarnoso perro, saliendo del tonel que tenían como única vivienda para solicitar al poderoso que le importuna, que “se aparte para que pueda bañarle la luz del sol”. Ése, el de la filosofía cínica, no es el significado que se le asigna en los tiempos que corren.

Por eso mismo no nos queda otra que acudir al siempre seguro DRAE, que, con contundencia, nos dice que cinismo es “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica  de acciones o doctrinas vituperables”,  para proseguir diciéndonos que es “impudencia, obscenidad descarada”. Cuando uno se acerca a cada una de las consideraciones del DRAE observa que la primera definición se refieres al carácter que poseen determinadas acciones, y que es ese carácter el que las convierte en cínicas; mientras que la segunda definición tiene que ver más bien con las cualidades –o defectos– de quien realiza tales acciones. En cualquiera de los dos casos, sin embargo, se trata siempre de un tipo de comportamiento que, a cualquier persona decente le parece típico de acciones y/o personas detestables.

El segundo término que precisamos considerar es el de actitud. Para no entrar en los diferentes matices que la psicología –sobre todo la psicología social– propone, vayamos, una vez más, al seguro DRAE. De las tres definiciones que da, la más apropiada a nuestra intención es la que dice que “la actitud es una disposición de ánimo manifestada de algún modo”. Justamente para conocer la presencia, arraigada o no, de esas “disposiciones de ánimo “en una determinada población, la investigación social contemporánea inventó las “escalas de actitud”, en las cuales se le propone al entrevistado una determinada afirmación, la cual él o ella ubicarán en una escala que va de 1 a 5, en la mayoría de los casos: su “acuerdo” o “desacuerdo”, su “gusto” o “disgusto”.

Ese tampoco es nuestro interés en esta conversación de hoy. Preferiríamos, más bien, la connotación que le diera Geert Hofstede cuando intentó conocer cómo distintas sociedades encaran problemas críticos de la vida (el individualismo frente al colectivismo, la básica y sempiterna desigualdad entre los humanos, la incertidumbre ante el futuro que todos tenemos y lo que él llamó la “masculinidad” frente a la “femineidad”) utilizando una propuesta por demás interesante: la distinción entre lo que la gente cree es la conducta apropiada, es decir, ajustada a los valores que dicen suscribir, y lo que termina siendo su conducta real. Es en este apartado donde la gente “adopta” determinadas actitudes.

Según esta propuesta, los seres humanos cuando ven pasar ante sus ojos acciones de determinadas personas, adoptan –y adaptan– actitudes, que podrían ser fuertemente condenatorias o sólidamente aprobatorias. Un caso extremo de lo primero lo tenemos cuando se realizan linchamientos por parte de poblaciones hartas de esperar una justicia que nunca llega, aunque esa misma gente diga, aun enfáticamente, que siente un gran respeto por la vida, que toda vida tiene un inmenso valor.

Los “valores”, entonces, aún confrontados a situaciones extremas, tienden a ser duraderos y a mantenerse incólumes, mientras que las actitudes pueden variar, en grado, intensidad y hasta sentido.

En el contexto de esta presentación parece obvio que hay actitudes presentes entre los actores políticos que no necesariamente coinciden con las que privan entre los gobernados, que son quienes juzgan a los primeros, usualmente sobre la base de los valores que prevalecen en esa población. Entre los ciudadanos, la acusación de cinismo dirigida a los actores políticos no suelen escasear, aunque en otras áreas de la vida –las que no tocan lo “político” según los criterios usuales– esos ciudadanos se comporten “cínicamente”, sin que por ello sientan que su conducta es, en lo más mínimo, inconsistente.

Visiones de ‘lo político’

Por los momentos podemos dejar esta reflexión aquí y dedicarnos ahora al minado campo de la política. En él, la primera mina con la que podríamos tropezar es la que sostiene que la política no es otra cosa que ese vasto campo donde sólo juegan el poder y las múltiples resistencias que él genera. Es esto lo que tenía en mente Max Weber cuando afirmaba que “el poder es la capacidad de imponer la propia voluntad, aun venciendo toda resistencia”

Pero Weber nos interesa ahora por otro asunto: el de la legitimidad, que ha resultado ser un asunto de vital importancia en el mundo moderno, en la medida en que responde a una gran pregunta: ¿qué hace a un régimen aceptable a sus ciudadanos?  Y en esa misma onda, ¿qué razón da cualquier régimen de sí mismo para obtener obediencia de parte de los gobernados? Este asunto, que hoy se reviste de un término muy novedoso: la gobernabilidad, parece capital ya que sobre él descansan tanto la paz social, como el equilibrio que una sociedad debe intentar mantener si es que quiere sobrevivir.

Weber, todo sabemos, llegó a elaborar ese concepto cuando, impulsado por su afán de desentrañar las razones que hicieron posible la “superioridad de Occidente”, tan evidente en sus días, se dedicó a una intensa labor histórica que le llevó a descubrir unos patrones, tanto en los modos de “legitimar” como de “ejercer” el poder político en diferentes sociedades. Así, él distinguió tres legitimidades que impondrían tres tipos de dominación  diferentes, esas que todos conocemos: la carismática, la tradicional y la legal.

Dado que Weber estaba interesado en el cambio histórico, su interés tenía por fuerza que centrarse en el por qué cada sociedad habría optado por una de esas tres legitimidades, o también por qué habría “mezclado” ingredientes definitorios de una u otra de esas legitimidades, de modo de producir un determinado híbrido de estas tres y qué posibilidades habría de que pasasen de una a otra. Pero Weber, por las mismas necesidades de su estudio, hubo de proponer una metodología que para aquella sociología que él estaba ayudando a crear, era fundamental: la de los tipos ideales, elaborados muy cuidadosamente con los materiales históricos a su disposición –y hasta los fragmentos de tales materiales– que arrojan pistas sobre lo que él, en cada caso buscaba. Esa metodología le posibilitó, además, escapar de la obligación de “probar” que todos los componentes de cada tipo ideal tuviesen que estar siempre presentes. Bastaba con que los más destacados lo estuviesen.

Así, a Weber le fue posible dejar ver cómo, en cada momento histórico era posible que distintos tipos de dominación de diversas instituciones coexistiesen en distintas sociedades. Así, por ejemplo, que en una sociedad tan moderna como los Estados Unidos, donde impera la legitimidad de naturaleza legal, pudiese estar presente una vasta agrupación de carácter tradicional como lo es la iglesia Mormona, o de carácter carismático como son los “Black Muslims”

Más importante todavía, Weber estaba consciente de que, aún en la más moderna de las sociedades, que por su misma naturaleza requería de una legitimidad legal, podían aparecer potentes rasgos carismáticos. La ironía de la historia quiso que, a apenas 13 años de su muerte, su Alemania querida lo comprobase trágicamente.

Weber nunca elaboró exhaustivamente sobre la naturaleza de cada sociedad involucrada, sino que su atención se concentró más bien en el asunto de la obediencia otorgada por los gobernados al sistema de gobierno que les tocara. Nos dejó, eso sí, una secreta advertencia: si el régimen para el cual se había creado la “legitimidad legal” era la moderna democracia –esa gran creación de Occidente–, no podríamos evitar darle un apellido. Se trataba de la “moderna democracia de masas”, que obviamente escondía peligros sin fin, peligros que ya Ortega y Gasset pudo estudiar y que, como el mismo Weber aclararía, obligaba a la expansión fenomenal de otra gran experiencia de nuestro tiempo: la burocracia, con su obligada orientación, insistía Weber, hacia “criterios utilitarios-materiales”, que, concluía, era la “exigida por las masas, hechas felices de esta suerte”. Con el tiempo, ese carácter de “sociedad de masas” impondría que en esas sociedades irrumpiesen, a cada rato, dosis apreciables de irracionalidad, y que la acusación de “cinismo”  fuese de continuo arrojada a los gobernantes.

Ese vacío –el de la consideración del “tipo” de sociedad– vendría a llenarlo un contemporáneo de Max Weber, el otro pilar de la fundación de la sociología: el francés Émile Durkheim. En efecto, en su famosa tesis doctoral, rápidamente convertida en un libro de vasta fama, La división del trabajo social, él propondría los rasgos de la sociedad que Weber tuvo en mente y lo hizo desde un concepto siempre muy importante en los primeros sociólogos franceses, el de la solidaridad como rasgo distintivo de las distintas formas de relaciones sociales. A esa sociedad Durkheim la llamó de “solidaridad orgánica”, caracterizada por un ingrediente básico: la “división del trabajo”, garante fundamental de la integración social, en la medida en que si “todos nos necesitábamos” en razón de nuestras carencias, la interdependencia sería el lazo que nos uniría.

Podemos, entonces, entender que para que una “legitimidad” se instale y que el ejercicio del poder se cimiente sobre una anuencia generalizada de parte de los gobernados, sería requisito indispensable a un tipo de solidaridad, que en el caso actual sería la que tiene por fundamento la división del trabajo.

Más cercana a nosotros es la propuesta de la más notable filósofa política de nuestro tiempo. Hannah Arendt, sobre la existencia de lo político: “Por tener que vivir juntos los diversos” es que requerimos de esa actividad como si fuese el oxígeno. Y lo es porque, en esa propuesta, al entrar, por definición, los diversos, ya no se trata sólo de multitudes agrupadas en distintas formas de  trabajo, sino de quienes, por existir como “diferentes” y por requerir las condiciones para seguir existiendo, imponen el que entre todos se elabore un consenso. Por fin la existencia misma del poder no brota de luchas y batallas entre los actores que compiten por y para ejercerlo, sino que entra de lleno en la vidas cuotidiana de gente que, aun siendo muy diversa y con intereses distintos y hasta contrapuestos, se convierten en “ciudadanos”, para quienes ese “juego” –el de la política– es vital. Arrojada de su seno la violencia, se le haría incómodo al cinismo tener que acompañar siempre a la política.

Tocó a  Talcott Parsons, el gran sociólogo norteamericano del siglo XX, poner en la escena a un inquietante personaje del pasado: el filósofo inglés Thomas Hobbes, quien al hacer presa a cada hombre de sus “pasiones y deseos” –tanto como para poner la “razón” a su completo servicio, y no al contrario, como muchos sostienen– sólo deja abierta la trampa que supone que cada uno de nosotros esté dispuesto a recurrir al “criterio de eficiencia” para conseguir lo que nuestras pasiones y deseos nos imponen. Por ello mismo, ese desarrollo inexorablemente desembocaría en una sociedad invivible. Vivir así, entonces, nos predispondría a entregar nuestra individualidad en las manos de un soberano que, sin la enajenación de la misma no podría  “salvarnos” de nosotros mismos.

La política allí, en el mundo hobbesiano, sólo tendría un único momento: el de la entrega de nuestra soberanía individual, que, una vez consumada nos tornaría en activos colaboradores de las tareas represivas de ese soberano. Curiosamente, es de allí de donde emanaría nuestra felicidad. Por fin estaríamos bajo la protección de alguien –el soberano– que nos salvaría del resto de la manada.

Estamos ya en un mundo donde reina la modernidad, con los rasgos que someramente hemos descrito; uno donde la legitimidad se asienta sobre la capacidad de proveer de “todo lo necesario para que las masas puedan llevar una vida digna”, uno donde ya ha hecho su aparición estelar lo que Hannah Arendt llamó el dominio de “lo social” cuya presencia dominante ella tanto temía.

Vienen ahora preguntas claves: ¿quién o quiénes asumirán la tarea de gobernar una sociedad donde estuviere presente el fantasma hobbesiano?, y ¿cómo evitar, si fuere menester, que esas necesidades, omnipresentes en una “democracia de masas”, terminaran barriendo el dominio de “lo público”, para instalar enteramente el dominio de “lo social”, como se lo temía Hannah Arendt?

La ‘gobernabilidad’ hoy

En nuestros tiempos se han hecho presentes dos tendencias claramente distinguibles: una, hija directa y dilecta de la revolución industrial, insiste en que eso sólo sería realizable –la sociedad prósperas donde la mayoría disfrute del mayor monto de felicidad posible– si se aceptan los supuestos del mercado. A su favor esgrimen la clara ventaja que hoy llevan los países que aceptaron esa ruta. Y a ello les ayuda el colapso del sistema que imperó hasta hace apenas 20 años en las dos sociedades que por mayor tiempo se ilusionaron con la “otra vía”, la comunista, la de la “construcción del socialismo”.

Fueron tantos los problemas que en sus inicios tuvo esta ruta del mercado, que hoy aparece como la triunfante, que rápido apareció la vía que hoy intenta de nuevo levantar cabeza, la de la convocatoria a “construir el socialismo”. Para los propulsores de esta “otra” vía, la conquista y férreo ejercicio del poder político era el requisito sine qua non para la prosperidad, jamás su consecuencia. Mientras que ese poder político, para los propulsores del “mercado”, sólo era aceptable –y hasta bienvenido– en la medida en que éste necesitaba “protegerse” de sus propios excesos. El socialismo más ortodoxo terminó concluyendo que sería la dictadura la que nos conduciría al paraíso terrenal.

Ambas vías  confrontaban un serio problema de legitimidad, sin embargo: para los primeros, ¿cómo obtener el beneplácito de las masas –a quienes, según su propia confesión, pretendían hacer felices– si se requería su anuencia para el desarrollo desatado del afán de lucro, sin cuya presencia, argüían sus proponentes, no habría la más mínima motivación para producir bienes y servicios? La  “legitimidad” del mercado se veía entonces muy comprometida.

Del otro lado, lo que se demandaba para garantizar la creación de sociedades prósperas era la aceptación de la necesidad de instalar, quién sabe por cuánto tiempo, una dictadura  como nunca había presenciado la historia, una que, montada en nombre del proletariado, terminaría convirtiéndolo en su primera víctima.

Es en este momento estelar donde reaparece el fantasma del cinismo, como ya lo sugeríamos. Y lo hace porque es bien difícil, por no decir imposible, evitar la trampa de confundir una sociedad prospera con una sociedad consumista; donde el beneficio, a veces grotesco, de unos pocos no aparezca como el único propósito loable de esa sociedad que se pretende “libre”. La debilidad que hoy notamos en quienes sostienen la primera vía, yo creo que reside en este dilema fundamental: que todos salgan beneficiados de la gran suerte de unos pocos ¿es algo viable? Los recientes traspiés de la economía de los países del primer mundo sugerirían que no.

Es, sin embargo, en la otra propuesta donde están las peores debilidades, aunque a muchos les luzca lo contrario. Comenzando con la “necesidad” que fue el leitmotiv de Lenin: sin un partido fuerte, con todas las características de una perseguida secta religiosa, jamás se realizaría una revolución. Y sería ese Partido el que, por fuerza, asumiría el carácter de portavoz único de la verdad absoluta. Poco importaban los “diversos” que Arendt tenía en mente, es más, por definición ellos terminarían siendo subversivos al “bien” último.

Pero es que, además, ese partido se impuso a sí mismo una tarea casi imposible de lograr: eliminar el fantasma de las clases en una sociedad solidaria. Tarea tanto más titánica cuanto que, por fuerza, muy pronto el Partido se convirtió en la matriz de una nueva clase, investida ahora de una legitimidad sagrada e intocable. El gigantesco esfuerzo que hiciera Mao en China con la “revolución cultural” (1966-1976), terminó afianzando lo que pretendía evitar: la consolidación definitiva de esa nueva clase, la de los “aprovechados” del régimen.

Esta segunda tendencia jamás hubiese podido imponer su marca en el siglo XX, de no ser por su fenomenal capacidad de ocultamiento de sus pretensiones. En este intento, sin embargo, hay algo que puede resultarnos aterrador: con la excusa de que los supuestos normativos de la sociedad, esenciales para tornar viables los compromisos políticos, no eran otra cosa que “patraña burguesa”, una nueva moralidad hizo su aparición. Pero esa “nueva moralidad” fue, de inmediato percibida por todos como de un cinismo intolerable.

El “cinismo como actitud política”, entonces, permanece colgando como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. En efecto, cuando retornamos a nuestro asunto observamos que, tanto Weber como Arendt enfatizan que, en el mundo moderno, el ejercicio del poder requiere de una legitimidad ampliamente compartida, de una legitimidad que descanse sobre la anuencia, y aún más, sobre el fervor de las masas. No hay que ser muy experto para captar que lograr eso se torna un asunto muy peligroso cuando hay una profunda debilidad institucional, o también cuando hay una crisis tan profunda, que ningún instrumento usual es capaz de enmendar.

El siglo XX fue el siglo que descubrió e impuso el poder de las masas, y lo hizo justo cuando también creaba el atractivo del “buen vivir”, mostrado como en una vitrina deslumbrante de las minoritarias clases medias profesionales, sin pararse mucho en las extenuantes dificultades para que las dos cosas coexistiesen. Al final, los proponentes de una sociedad próspera terminaron por no ocuparse mucho “del resto”. No hacerlo puso en primera fila el espinoso asunto de los excluidos, que, a gritos, reclaman su presencia en el centro.  Y eso lo hacen desde Indonesia y Pakistán hasta la intranquila América Latina.

Ese desarrollo –quizás inesperado, vaya usted a saber– ha puesto sobre el tapete en múltiples escenarios, una reivindicación de las mayorías empobrecidas que si al principio se plantea como una pacífica evolución, rápido parece descarrilarse, sin saber ni a dónde conducirá ni en qué concluirá.

Como era de esperarse, han aparecido nuevos hombres y algunas mujeres que se muestran muy complacidos en asumir tareas de conducción de este tren que luce tan imparable como para hacer temer su descarrilamiento.

Estamos, como en unas películas que se repite, de nuevo en la oferta de un mundo feliz, al cual se le dota de las delicias del paraíso –en las sociedades cristianas– y de las ilusiones del primer califato en las sociedades musulmanas. Y de nuevo está ante nosotros la posibilidad –hoy más empobrecida– de repetir la vana e inútil propuesta del experimento comunista: proceder a repartir equitativamente la riqueza que otros labraron, sin aceptar la pregunta fundamental que siempre ha hecho el otro lado: ¿y cómo haríamos para lograrla, una vez que ese primer reparto se haya agotado?

El cinismo instalado

Y es en este momento cuando aparece de nuevo el cinismo. En primer lugar, entre los nuevos dirigentes, quienes ya no podrán esgrimir, como Lenin, Stalin y Mao en su tiempo, la excusa de que estaban entrando en un terreno desconocido y que, bueno, después de todo la “construcción del socialismo” era algo que había de tomar bastante tiempo. Pero siete décadas probaron ser demasiado y antes de que el mismo mal contagiara a sus vecinos del Este, los chinos decidieron, en un “volte face”  sensacional, llevar a cabo la más espectacular “revolución capitalista” de la historia, comandada por el Partido que naciera en 1921 con el encargo de impedirla a toda costa. ¿Hay mayor cinismo que pretender  que “no se está haciendo lo que sí se está haciendo”?

Los últimos años han mostrado que sin una fuerte dosis de cinismo no hubiese sido posible llevar adelante los extraños cambios que hoy vivimos. El problema reside en hasta dónde pueden estirarse estos cambios y por cuánto tiempo podrán mantenerse. La historia del sufrido siglo XX, la verdad, no da muchas esperanzas. ¿O es que olvidamos que, ya desde los comienzos de esta utopía, el siglo XX mostró la horrible cara del cinismo de los gobernados, de quienes, supuestamente, serían los grandes beneficiarios en esas sociedades igualitarias y felices? En esas sociedades, en efecto, pronto se hizo claro que había costuras a punto de deshilacharse en la propuesta y que, con el elenco que, como abejas en un panal cundía en ellas, no tenían chance alguno de éxito.

Tome usted cualquier chiste, en el momento que más le plazca, en la atormentada historia de los pueblos sometidos a esa utopía de felicidad para todos y verá usted la cara amarga del cinismo. Ni nadie creía en lo que nunca fue más allá de las propuestas, ni por mucho tiempo aceptaron el cuento de que los sacrificios de hoy serían la garantía de la felicidad del mañana. Pero el cinismo iba más allá: era una corrosiva fuente perenne de oposición contumaz.

Mientras eso sucedía en el mundo de la utopía sin cesar  predicada y jamás realizada, en el otro se asentaba la idea de que “la mayor felicidad al mayor número” no era, ni podía ser más que un consumismo desbordado, que sólo se haría posible si el sistema económico sabía protegerse de sí mismo, del veneno que ese cuerpo producía. Se ha comprobado que la búsqueda del lucro podía tener, como lo hemos visto con horror reciente, una gran capacidad de utilizar los caminos verdes para salir indemne.

Por fortuna, el carácter pragmático del sistema facilita el que rápido se sientan –y por ello mismo se detecten- las pifias y vicios del sistema. Y también es una fortuna que en ese mundo sea posible que los gobernados puedan zafarse de quienes, habiendo prometido no hacerlo, les expolian; y así aplicar remedios contundentes.

En ese mundo, que tan cercano está de los venezolanos que poco a poco salen de su incredulidad, se pretenden condenar, con igual cinismo, tanto los grandes logros –sindicales y políticos– que mucha salvaguarda proveyeron a sus ciudadanos, como los costosos “medios” para obtenerlos.

Es una suerte que podamos cortar todo el cerumen del cinismo, que simula desvivirse por lograr nuestra felicidad, cuando no hace otra cosa que intentar borrar todo lo que nos acercó a ella. Ha llegado el momento de que nuestro cinismo inicial dé paso a su transformación en una fuerza arrolladora, del mismo tipo que aquella que derribó al Muro de Berlín un 9 de noviembre de 1989, clausurando así, a picotazos, al corto siglo XX y abrió uno nuevo, que esperamos distinto, y por qué no, con menores dosis de cinismo.


*Ensayo publicado en el cuaderno Las actitudes políticas, que incluye, además, un ensayo de Laureano Márquez. Colección Cuadernos del Centenario 1909-2009, Volumen 17, Fundación Manuel García-Pelayo, Caracas, 2011.


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