Julio Miranda
Julio Miranda / Ednodio Quintero©

Por FCO. JAVIER LASARTE VALCÁRCEL*

                                            en memoria de Julio M. 

La tradición del “arte poética” perdió desde la modernidad su carácter preceptivo y, como los manifiestos en las agrupaciones, pasó a expresar, lejos de normas, la necesidad intelectual de declarar −con frecuencia en el mismo ejercicio creativo− el valor de una conciencia artística diferenciada para postular la forma e idea de su quehacer. Junto a la proliferación de los modos de entender el “arte de las artes” (el qué, cómo, por o para qué… de poesía, novela, cine, danza, fotografía, performance…), estalló en paralelo, casi como un derivado del ars –y también en diversidad–, la figuración y auto-figuración del autor: los retratos de artista, los autorretratos. Por lo que hace a la literatura venezolana, hay casos en que arte poética y autorretrato se fundieron en inédita y feliz complejidad (la “Advertencia” de MMB de De la Parra o el FCNE de Meneses).  La poesía venezolana no es escasa en ejemplos de artes poética ni de retratos o autorretratos, con o sin intención confesional: el anti-épico personaje-autor de “Derrota” de Rafael Cadenas; no pocos textos del poeta-apache Valera Mora (“Maseratti 3 litros” o Con un pie en el estribo); Los poemas del escritor de Yolanda Pantin…

Hoy sólo recordaré una figura: la del bobo sabio (y lúdico e irónico), que he decidido leer en “El canto del bobo” (Rock urbano, 1989) de Julio Miranda, como suscitación o máscara de un  autorretrato de poeta. Aunque en no pocos aspectos este “anti-canto” puede vincularse con el mencionado texto de Cadenas, se me ha cruzado (en este difícil 2020) otra relación antecesora de la representación de este sí-mismo del poeta en Julio M. Pocas obras como El extranjero de Camus han dado con mayor acierto en las teclas de la más radical agnosia, la del absurdo vital. Ignoro si es algo dicho o aceptado (ni importa), pero además de expresar vía Meursault una postura filosófica ante la vida, quiero también pensar esa novela como metáfora de la escritura en tanto vía de expresión o conocimiento y como autorretrato del escritor (artista/pensador). Así también, “El canto del bobo” de Julio Miranda.

Cuando menos desde las fundamentales reflexiones de Benjamín sobre la relación del poeta (Baudelaire) y las barricadas parisinas o las de Weber sobre el desencantamiento y la liberación antagónica de la racionalidad de sentidos finales, a los trabajos muy posteriores de Gutiérrez Girardot o Rama y luego Ramos, sobre la “orfanización” –testimoniada en el conocido texto de Darío “El rey burgués”– y consiguiente profesionalización del escritor latinoamericano desde el modernismo, ha sido posible pensar de otro modo el cambio tanto en los tipos y las naturalezas de los autores/actores del arte y el pensamiento como en los avatares de su conciencia creativa crítica tras la instalación de la modernidad burguesa. Una de esas respuestas, la que más me interesa aquí, es la conversión del artista y/o pensador en agonista fuera de lugar a la busca de inasibles, inciertos centros…, que apenas deja el saldo del propio ejercicio; ejercicio que finalmente también se revela como esquivo.

La aspiración a lo sacro, la belleza, en los casos más lúcidos sólo podrá ser expresada –con o sin humor explícito; da igual– desde la ironía; la representación del mundo sólo podrá ser a condición de estar atravesada por perplejidades, desconciertos, misterios impenetrables, por la provisionalidad, la inmediatez brutal o el vacío. Por eso “Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar” (Darío) o la toma por asalto del mundo guiada por la luz del artista/pensador sólo puede estar presidida por el fauno/ironía (Idolos rotos); por eso el poeta es un “pequeño dios”, que no es otro que el final “iiio 65 / Ai a i a a i i i i o ia” de Altazor; o Borges. Transido por lo sublime –belleza-verdad–, puede ser asimismo apache, barricada. Puede pretenderse sacerdote del fulgor pero al otro lado de su moneda le espera el murmullo, el garabato. El autorretrato es finalmente boceto que estalla en series varias y desvariadas: artista, artista descompuesto, artista-mono salvaje-sátiro satírico (Picasso).

Lotman describía al bobo de la tradición como alguien incapaz de responder ante lo que le rodea, sólo capaz de trastornar y violar “las correlaciones entre situación y acción”: “llora en los casamientos, baila en los funerales. No puede imaginar nada nuevo. Por ello sus actos son absurdos, pero totalmente previsibles”.  Es más que probable que ese personaje haya sido el fundamento de no pocos bufones y payasos más o menos célebres. (¡Lo que ya no es poca cosa!). Pero cómo no tentar la figura del bobo, por su mecánica y congénita condición excéntrica y fuera de lugar, con el añadido de la conciencia –aportada ya por el bufón o el payaso– y tras aplicar alguna vuelta de tuerca, al artista moderno que apuesta por la agnosia extrema y la ironía en la representación de su obra y en la representación de su sí-mismo; respectivamente, la búsqueda de muñecas-bailarinas y el encuentro de alambres y pinchos, y el absorto sabio, en “El canto del bobo”, anticanto autoirónico de Julio M:

rompí el televisor

buscando las muñecas

que bailaban dentro

 

tan bonitas

sólo había

alambres

vidrios

pinchos

ninguna

mujer pequeñita

 

no llores hijo –dice mi madre

bobo de mierda –dice mi padre

carajito sabio –sonríe mi hermano

yo no entiendo

no siempre

entiendo

 

la vida

es así?

Resuena muy lejos de este anti-canto uno de los primeros y más productivos (aún hoy, 2020) tópicos de la modernidad literaria: las “ilusiones perdidas”, que tanto en Balzac como en Dickens tuvieron por marco la gran ciudad y el deseo de triunfar en ella  (no en vano, la primera novela de la trilogía de Balzac se titula justamente: Los dos poetas). Pero es además parte de uno de los obsesivos ejes estructurantes de la poesía de Julio Miranda: la puesta en escena desde el confesional yo del poema y su decir/mirar de la caída (otro título de Camus), resultado previsible de la simple confrontación del ensueño (sea la revolución o los cuerpos del amor) con la realidad para dar espacio a un amplio espectro de sinsentidos.

En el caso de Miranda, espero que no resulte descabellado fijar su marco de residencia general ya no en el triunfo ante el reto de la gran ciudad, sino en la gran esperanza de la revolución total de los 60 (de la política hasta el cuerpo o a la inversa) y, claro, el desencanto. Su marco puntual quizás responda a su condición de exilado cubano desde 1961. Un detalle biográfico de no poca monta –a muchos les/nos consta–; pero al menos su poesía, salvo como sugerencia en algún título y unos pocos versos, no hace explícita esa herida de la historia –aunque esté latente o fuese decisiva– y prefiere seguir la senda del “universal” que es Mersault, el extranjero extremo: “todo es exilio” dice un verso de El poeta invisible (1981). Esto es, la extranjeridad del yo/poeta de los textos pasa a ser no (sólo) estado de lo histórico sino condición de vida. Y la escritura también. Todo se vuelve, pues, indiferente mismidad. El “la vida/es así?” del final de “El canto del bobo”, de hecho entra en diálogo con un verso del anterior Vida del otro (1982): “la muerte entonces se parece a esto?”.

Obviamente esa des-ubicación del exilio total supondrá la distancia insalvable del reconocimiento de cualquier pilar de realidad como patraña: desde las muñecas bailarinas “reveladas” como alambres/vidrios/pinchos a la revolución, el amor, el yo… Y por supuesto, la posibilidad de sacralizar la poesía, el poema y el poeta no tendrá cabida. Por el contrario.  Constituyente de la tradición de la poesía ajena al lirismo o lo épico, como otra forma de exilio ante/desde la forma, la escritura de Miranda optará por la distancia que no teme recurrir a una diversidad de fórmulas, tonos y materiales que se nutren de lo escénico-minimalista, lo narrativo, lo cronístico, lo irónico, el lúdico experimental del retruécano-balbuceo (bobo a posta) …, a condición de funcionar como montaje, puesta en escena de vida y escritura que dicen sobre todo que no hay nada que decir o hacer, como no sea vértigo o vacío. Y, por supuesto, al poeta no le queda otra que repetirse; sin siquiera tomarse la molestia de esconder la precariedad de sus máscaras.

El inicio de Maquillando el cadáver de la revolución (1977) puede ser visto como el comienzo de la serie de autorretratos de Julio Miranda a los que me limito aquí en desmedro quizás de sus mejores poemas: “… exagerando sentimientos / frente a la máquina de escribir […] manipular las máscaras ponérselas / y reflejarse en el papel”. Un poco más allá vemos al poeta transfigurado… en borracho: “he aquí otra funtuosa suente iluzminada / cláspitos suáseses íchupus arísitis ajames / joycediendo dedico / quel plaisir!”; o en búho (como para completar la dupla del bobo-sabio): “…aferrado al micro búhofono bufo búho / buh! oh!”. Y así el poeta se repite y autorretrata en un viejo en Parapoemas (1978) para anunciar al niño bobo sabio: “no recuerda si es actor / o simplemente un tonto // aún sabe / un par de trucos con antorchas / pero al hacerlo siempre / se le queman las manos // y ya no quiere”. O en Vida del otro en el deseo imposible de ser un personaje estereotipadamente dado a la plenitud y al asombro: el turista, para verse como ejemplar “defectuoso”, otro que no puede entenderse, verse a sí mismo, sino como ridículo y fuera de lugar: “ya no puedes ser entonces el bañista despreocupado que estiraba sus miembros al sol alternando ejercicios y zambullidas / […] / sino el turista enloquecido al que el destino de un manotazo ha cambiado de historia” / y corre con su camisa floreada entre una multitud de abrigos y maletines / corre resbala y cae en el barro helado / […] / buscando en vano el horizonte de su dicha perdida”

Más próximo a la figura del poeta en pose de autorretrato es el intelectual del penúltimo texto de Parapoemas, cuya actividad, por lo demás, es ejercicio que no dista mucho del desconcierto lelo del bobo ante la pantalla hecha añicos: “intelectual articulado a nada / deja cansado de nadar / y húndese / (en el plástico negro de la mesa el reflejo / de la luz sobre las aspas del ventilador / girando”. Este intelectual desarticulado, “inorgánico”, perplejo ante el resonar del fracaso –de la revolución (cubana o total) o los propios sueños– que define vida y escritura es el poeta: “de qué cielo ilusorio cae tanta nieve en tu teatro”; “no me dirás, farsante, ni siquiera el sentido de la farsa?” (Vida del otro).  Como un poeta ante el espejo, parodiando a un pobre Neruda cualquiera, confiesa  que la experiencia sólo es garantía de mayor desconcierto y caída: “acabar pareciéndote después de tantos años / tanto poema y tanta astucia / a la palabra melancolía” (El poeta invisible); certeza de lo inútil y el absurdo pleno, como “evitando en lo posible el dudoso recurso de comparar mi vida / a un cigarrillo que arde inútilmente / porque el cigarrillo no arde inútilmente / y yo sí” (Parapoemas).

El poeta será pues, lúcidamente, un bobo.  Y su canto: “trampa de sentido / que captura nada” (Vida del otro):

mientras escribo el poema se mueve  […]

a punto para el próximo verso

mientras escribo al borde de la nada

el universo al borde de la nada se mueve

hacia ninguna parte como el poema

(Parapoemas).


*Esta es una versión de un texto publicado en Al filo de la lectura (2005); aquí cambio una palabra del título y algunas cosas más.


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