PRIORATO DE SAINT-SYMPHORIEN, ARCHIVO

Por GUSTAF SOBIN

Ubicado en el corazón mismo del Luberon, junto a un abandonado paso montañoso, el priorato de Saint-Symphorien puede ser visto desde una extraordinaria distancia gracias a su alto, delgado campanario color beige. De hecho, este campanario sorprende al visitante, hoy en día, como innecesariamente alargado, imponiéndose desde su torrecilla de cuatro niveles sobre los bosques que lo rodean. ¿Cuál era la necesidad, nos preguntamos, de tan alta e hipertrofiada estructura? Sólo al leer los documentos apropiados nos daremos cuenta de que las campanas de Saint-Symphorien no sólo marcaban las horas, tanto canónicas como siderales, sino que tenían —como sucedía usualmente con las campanas por toda la cristiandad— funciones no cronológicas. En Saint-Symphorien, por ejemplo, eran conocidas por guiar a los viajeros —atrapados en densa niebla o en ventiscas invernales en el distante paso montañoso— hacia el refugio del monasterium mismo. A lo lejos, las campanas literalmente doblaban los caminos de los viajeros hacia el calor y el cobijo del santuario (1.

A las campanas de las iglesias, de hecho, se les ha otorgado desde hace mucho una amplia gama de poderes, ya sean prácticos o místicos, que van mucho más allá de su misión rutinaria. En su forma de enormes vasijas de hierro fundido, emergieron primero en las campiñas de Italia central y rápidamente proliferaron en los siglos VIII y IX. A partir del pontificado de Juan XIII (circa 960) en adelante comenzarían a recibir nada menos que la generosa bendición de la ceremonia bautismal, a menudo de manos del mismísimo Papa. Cada campana, envuelta en un alba —un lienzo eclesiástico de cuerpo entero hecho de lino blanco—, era sumergida en agua bendita, y luego, después de secarse, recibía la unción —siete veces por fuera, cuatro veces por dentro— con los aceites prescritos. Para concluir la ceremonia, un turiferario llenaba el fanal con humo de incienso, otorgándole de esa manera las propensiones ascensionales de la oración y la súplica.

Una vez colgadas en sus respectivas espadañas, las campanas no sólo marcaban el tiempo y, desde los matinales a los vesperales, llamaban a los fieles, sino que también —dotadas de fuerzas sobrenaturales— purificaban el espíritu y espantaban a los demonios. Porque la Iglesia, en su continua lucha contra la brujería y la superstición, confirió a las campanas poderes para el exorcismo. Ante la creencia, por ejemplo, de que los truenos y las granizadas eran provocados por brujas, que incluso la más diminuta piedra de granizo tenía pelo de bruja incrustado, las campanas eran tocadas para espantar tales maldiciones (2). De hecho, bien entrado el siglo XX y todavía en la memoria de sus viejos habitantes, las campanas de las iglesias continuaban sonando para tales propósitos. Es más, en ciertas regiones remotas de los Alpes de Alta Provenza, aquello todavía sucede.

El tañido de las campanas poseía también la fama de proteger los granos desde que eran sembrados hasta su cosecha. Gracias a la impecable vibración de sus golpes, despertaban a los plantones del letargo invernal y así estimulaban su germinación. Esto era particularmente auténtico durante la celebración, cada 25 de marzo, de la Anunciación. Porque el aniversario de aquella inseminación mística sólo podía favorecer —en el simbiótico espíritu de los feligreses— la inseminación de los campos mismos.

«Que una protección eterna se cierna sobre la cosecha de los fieles, así como sobre sus cuerpos y sus almas», entonaba un clérigo al bautizar una campana (3). Con el poder conferido de estimular el almácigo desde su interior y de protegerlo de las fuerzas demoníacas del exterior, la campana de una iglesia, durante siglos, trajo solaz a los devotos con no mucho más que un temblor —el aura sonora— de sus vibraciones. Podemos además suponer que, bajo la influencia de estas sutiles pulsaciones, les permitió también a las largas aristas y a las filosas espiguillas de la cebada estallar en radiantes flores tal y como bañó, alguna vez, los más profundos recovecos del corazón humano con el bálsamo de su resonancia.

*El ensayo El aura inaudible de las campanas forma parte de la antología Vestigios luminosos, traducido por Marcelo Pellegrini para la Editorial UV, Chile, 2023.

Referencias

1 Guy Barruol, Provence romane (La Haute-Provence). L’Abayye Sainte-Marie de la Pierre-qui-vire: Zodiaque, 1977, pp. 379-385.

2 Jean-Louis Olive, «La cloche en fer de Saint-Guillem-de-Combret», en Cloches & sonnailes. Aix-en-Provence, Edisud / Adem 06, 1996, p.54.

3 Bernard Peirani, «Les cloches aux temps des graines en Europe occidentale», en Cloches & sonnailles, p.63.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!