Retrato de Fernando Gómez como Solimán, el magnífico | Roland Streuli

Por LUIGI SCIAMANNA

A Gonzalo J. Camacho, Isaac Chocrón, Grishka Holgin, Jorge Luís Morales, Elías Pérez Borjas, Alfredo Sandoval y mis maestros Fernando Gómez y Ugo Ulive

Dicen por ahí que lo que es del cura va pa’ la iglesia. Fernando Gómez formaba parte de los diez afortunados elegidos para interpretar a un célebre sultán turco en la nueva obra de Isaac Chocrón, dirigida por Ugo Ulive, y una tarde inventó un nuevo desperfecto automotriz para así estar juntos conversando y oyendo música por la Cota Mil. Curiosamente, ese día fue el martes 10 de septiembre de 1991. Así está registrado en las urgentes y manuscritas notas de navegación.

Al día siguiente, miércoles 11 de septiembre, tenía previsto ir de nuevo hasta Los Caobos para cumplir un sueño de espectador: ver a la gran bailaora española Cristina Hoyos. Si deseaba quedar en el primer nivel de estacionamiento, lo mejor era llegar muy temprano al Teresa Carreño y en ese llegar temprano pasarme el rato con mis maestros y saludando a algún sultán y jenízaro con quien ya había compartido algunas migas. Cerca de las 7 de la noche, terminado ya el tiempo de los abrazos, los otomanos de Caracas entraron a ensayar y este servidor se instaló en la deliciosa plaza cubierta del teatro. Estando en la zona de la taquilla, entradas agotadas, fui sorprendido con un toque de hombro. Carlos Herrera, jadeante asistente de dirección, me buscaba por comanda de Ugo. Lanzado por las estrechas escaleras que llevan al cafetín, allí, de cuyo cuerpo aún salía el humo de la reciente discusión, Ugo esperaba con una pregunta expuesta en su inconfundible acento y como quien te ofrece el boleto definitivo a la consagración: ¿Quieres trabajar en Solimán? Al aceptar sin duda, Ugo, más desahogando su arrechera que gesto de invitación, pesó el libreto en mis manos dando una orden: Baja a ensayar. Taima. Antes, un gesto de gratitud. Subí a regalar el boleto a Estambul que me había obsequiado Cristina Hoyos, quien esa noche hizo temblar la sala Ríos Reyna, mientras yo tomaba el vaporetto hacia Topkapi.

Tenía 24 años y un cuadro emocional complicado: mi padre, Giuseppe Sciamanna, había fallecido apenas hacía un poco más de un mes y estaba yo enhomorado de un amor imposible. Trabajar me venía bien.

Qué había sucedido. El maestro Ulive discutió con un actor del elenco de los diez, que le solicitaba permiso para ausentarse dos o tres días y cumplir con otro compromiso laboral. Ugo se negaba, el actor insistía y ante la insistencia, Ugo le dijo que cumpliera con el otro compromiso y no volviera. Años después me tocaría trabajar con ese actor en un proyecto que significó un importante punto de giro y por el que le quedo agradecido mientras esta máquina sea mía. No voy a justificar al maestro; lo sabemos, no era fácil, pero en este proceso se sentía particularmente avinagrado por un problema de próstata que, para mayor inri, lo sacaría de los ensayos al día siguiente de mi entrada, dejando a Celene Luna y a Carlos Herrera como verdaderos cerberos del trabajo de montaje sostenido en las manos del productor Elías Pérez Borjas. En las tardes Elías iba a casa de Ugo, recibía las instrucciones de cómo debía montar la pieza, y en las noches encabezaba los ensayos. Ugo no regresaría sino hasta la mañana del sábado 21 de septiembre, en un ensayo pautado en el Platillo Protocolar del Teatro Teresa Carreño y en el que pidió un aplauso para Elías Pérez Borjas por su eficiencia como director encargado. Acompañado de la doctora Mercedes Schnell, su esposa, Ugo no lucía nada bien, pero al sentarse en la silla de director le sobraron centellas, nos fustigó con su conocido humor incisivo señalando algunas caracterizaciones con una frase que a la par nos pintó de rubor e hizo reír a coro: Algunos aquí creen que están trabajando en un montaje de mi querida Lily Álvarez Sierra. Levantó la voz a niveles que hacían contraste con su aparente precariedad, tanto que, Fernando Gómez, echando mano a su habitual duende caraqueño, me susurró: Como que está en franca mejoría. Esa mañana, por primera vez, de dos, Ugo me gritaría en un ensayo. Fue conmovedor. Dando una acotación al elenco, arreglando, dirigiendo, aconsejando, corrigiendo, paneaba su mirada sobre nosotros y tal sería mi tristeza y miedo al contemplarlo tan disminuido, que me soltó a pulmón henchido: ¡No me mires así! ¡No me mires así! Y le giré la espalda con los ojos aguaos. Eran los años en que la frontera de pupilo e hijo no estaban definidas y nunca lo estuvieron. Sufría viéndolo golpeado en su fortaleza física. En esos años formativos, su presencia dicotómica de maestro y padre enriquecía y afectaba mi vida de manera real, aguda, evidente; tenía miedo además de que, habiendo hacía pocos meses perdido a mi padre, tener ahora que ver enfermo al otro. Angustiante. Fue un ensayo de mucha tensión. El grito se diluyó en una afectuosa conversación posterior. Ugo entraría a quirófano el martes siguiente, 24 de septiembre.

La pérdida reciente de papá, tener cerca el desamor y a los dos maestrospadrejueces me exponía a una situación de fragilidad y ansiedad límite. He lamentado la muerte de mi padre no sólo por injustamente prematura, 59 años, sino porque ella asaltó la oportunidad de mostrarle y compartir el camino que apenas comenzaba para mí. Aún hoy, en días especiales, llevo al camerino una fotografía suya como quien se cuelga un escapulario o se protege con un escudo mágico. Cuando anunciaron que por trabajar en Solimán ganaría 100 mil bolívares, mi primer pensamiento fue para él. Como hombre promedio de la postguerra, conocedor del hambre en carne propia, una de sus interrogantes era si yo podría vivir de esto. Solimán, al menos en el anecdotario teatral caraqueño, quedó como la primera producción en pagar esa cantidad a cada actor. Este cuadro psíquico hizo que esos apuntes de hace casi treinta años estén rayados con frases en las que deseo el triunfo, el reconocimiento, pero, ante todo, el logro de lo que me proponía artísticamente; esto hizo que en el recorrido anotado convivan la esperanza, la autocrítica racional, severa e ingenua, los aciertos; la insatisfacción privada y pública. La orfandad reciente multiplicaba cualquier gesto. Así que cuando Julio Alcázar —junto a Fernando Gómez, los dos Solimán más exitosos de la temporada según mis notas— una noche me paseó por los camerinos como un peso completo levantándole la mano a un joven púgil peso pluma declarándolo festivamente el salvador de su noche teatral ante un lapsus de letra, nadie puede imaginar el efecto lenitivo que tenía aquello para mis heridas. Juvenil y melodramáticamente herido, pero herido. Triunfar, hacerlo por Ugo, que en un arrebato decidió que un muchacho de 24 interpretara al Solimán en la cima de los 44 años y, además, cerrando el primer acto junto a dos bellísimas voces e impresionante presencia escénica: Marcos Moreno y Fernando Gómez. Nada fácil. Una tarea obligatoria que había de cumplir sin tregua. Tenía 29 días para trazar, dar forma, a cuatro caracteres de reparto y moldear un lado en la personalidad del personaje central: Solimán. Por lo general, estudiaba a solas en la mañana, en la tarde con Fernando y en la noche al ensayo. Para nuestra generación no había celular con excusas.

Diez eran los actores que interpretábamos al sultán Solimán en diez momentos de su vida: Julio Alcázar, Gonzalo J. Camacho, Fernando Gómez, Carlos Fraga, Marcos Moreno, Jorge Luís Morales, Omar Omaña, Alfredo Sandoval, este servidor, y Vladimir Torres. Notarán que en este estricto orden alfabético hay un salto adrede. El Gómez de Fernando fue colocado antes que el Fraga de Carlos que se negó a aparecer por encima de nuestro titán. Junto a nosotros, aparecía un coro de otros diez: Pablo Benítez, Rafael Cruz, Miguel Ángel Flores, Ángel Moros, José Ramones, Daniel Rodríguez, Jorge Saturno, Juan Enrique Valdés, Hernán Vargas y Jesús Alberto Vargas. El diez era el número mágico de la obra: la obra sobre el décimo sultán se estrenó un día 10, del mes 10 y del año 91 que sumaba 10.

No se puede escribir algo sobre esta producción sin mencionar un aliado extraordinario e inspirador: el vestuario de Eva Ivanyi. Marcos Moreno:Una vestuarista que era mítica en ese momento”. Carlos Fraga:Era la primera superproducción teatral en la que yo participaba, aparte de las que había tenido oportunidad de presenciar en Rajatabla (…) teníamos a Eva Ivanyi en un vestuario realmente impactante, teníamos a Elías Pérez Borjas como productor (…) estamos hablando de pura liga grande (…)”. Omar Omaña:(…) otra de las columnas era el vestuario, el diseñado por Eva, era espectacular; primero, además, producto de una investigación de la época que es invalorable (…)”. Julio Alcázar: “(…) de Eva Ivanyi soy un admirador lejanísimo, que ha visto sus trabajos, no todos, desde luego, y siempre me han merecido la mejor opinión”. Vladimir Torres:Recuerdo, entre muchos pequeños momentos de ese montaje el día en que tuvimos la primera prueba de vestuario (…) Y así recuerdo a Jorge Luis ese día, éramos niños felices dejándonos llevar por la magia de vestirnos de sultanes, cubriéndonos con los hermosísimos diseños de Eva Ivanyi (…) La fastuosidad, el lujo, la ornamentación y belleza de la corte otomana habría de adquirir verosimilitud a través de los diseños de Eva. El agradecimiento que muchas veces sentí como espectador, antes y después de Solimán, en este caso se agigantó”.

Eva Ivanyi:“Lo que sí recuerdo, Luigi, es que fueron 110 vestuarios, (…) lo recuerdo porque yo solamente había hecho más vestuarios que esos para las óperas, nunca para una obra de teatro (…) además, todos los accesorios, los zapaticos, los turbantes, en fin, los accesorios mínimos de utilería, todo eso (…) Las alfombras de oración las compró Elías (Pérez Borjas), distintas cada una, y él las escogió para cada uno de los Solimanes y a nosotros, los que trabajábamos con él en la producción, nos regaló una. (…) ¿Tú puedes creer que como utilería de mano, ustedes como Solimanes, tenían unas verdaderas alfombras persas? (…) es que vivíamos de verdad en el esplendor; por lo menos en ese montaje hicimos lo que queríamos; nunca tuvimos un no de respuesta; lo más volao y lo más detallista, todo lo que se pudo, lo hicimos y lo pusimos allí; ese fue un bello, un bello trabajo”. 

La obra no obtuvo la resonancia que se esperaba, pero para quienes trabajamos en ella, la experiencia de conjunto, la camaradería, el retador y divertido juego de máscaras que se nos proponía, sentirnos protagonistas y a la vez coro, el nivel de la producción, estrenar una nueva obra de Isaac Chocrón, dirigida por Ugo Ulive, incluido el suspenso de su salud, y con Fernando Gómez en el decanato del reparto, crearon en Solimán una atmósfera de trabajo que casi se podría recordar como irrepetible. Un espejo que permanece sin romper en nuestra memoria.


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