Por RAÚL DE ARMAS

Abstracto y gráfico, riguroso pero descifrable, compacto pero no denso, el cuento El milagro secreto es una de las gemas más preciosas de Jorge Luis Borges. En apenas seis páginas, como una pequeña caja musical que se repite pero que no cansa, el argentino concentra algunos temas fundamentales de su obra: el tiempo y la memoria, Dios y la repetición. La trama gana por nocaut, como todo gran cuento, y brilla, además, por su fuerza metafísica y por esa riqueza erudita de Borges que instruye sin aborrecer. Se trata de un escritor judío condenado a muerte por los nazis, llamado Jaromir Hladík. Antes de morir, Hadlík le pide a Dios tiempo para terminar un libro válido, un drama titulado “Los enemigos”, que redimirá las frustraciones de su vida.

Si de algún modo existo —reza en una celda antes del día fatal—, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo.

El Señor no responde, y Hadlík pasa quince días capturado, imaginando variaciones del inminente fusilamiento. La intensa visualización, el temor, lo deslizan a sueños profundos. En su último amanecer, Hladík sueña con una gran biblioteca. Mira a los lados y se encuentra con un hombre de ojos muertos, como sería el propio Borges en su vejez. El ciego lo interpela y le pregunta su intención. Hladík responde con una frase rotunda:

—Busco a Dios.

El ciego contesta que Dios es inalcanzable. Un visitante entra y deja un mapa de India. Hladík toca una de las letras del mapa, y de pronto escucha una voz solemne diciéndole que su petición será concedida. Se despierta. Lo llevan al patíbulo. El escuadrón apunta. Percibe detalles que antes ignoraba, como la sombra de una abeja, o una gota de lluvia que rueda por su mejilla. Suspira por última vez, pero en el medio de esa respiración, el universo físico se detiene. La bala queda atorada en el fusil y el viento deja de soplar. Solo trabaja la mente del condenado, lo cual significa que Dios ha efectuado el milagro. Tendrá un año para terminar el drama en su cabeza. Su único recurso es la memoria.

Borges publica este cuento en 1944, junto al resto de sus retadoras Ficciones. Noventa y cinco años antes, en 1849, Fiódor Dostoievski, un escritor de carácter distinto pero también inclinado a la filosofía, experimentaba un trauma curiosamente similar al de Hladík. La casi ejecución de Dostoievski (que algunos aseguran que fue un montaje) es muy conocida. Sabemos que en su juventud, unos esbirros del zar Nicolás I lo capturaron, culpándolo de conspirador socialista. Lo apresaron durante ocho meses, lo trasladaron a una escuadra de fusilamiento, les taparon las cabezas, y en el último instante, apretando los dientes y con la mente blanca de miedo, lo perdonaron. Cambiaron su sentencia y lo mandaron a Siberia durante cuatro años. Esta cercanía a la muerte, esa intensidad (adictiva) del vértigo, marcaría una parte importante de la vida y del arte del ruso. Veamos, a modo de ejemplo, unas líneas de la novela El idiota (1869), que no solo relatan el trauma, sino que manifiestan la similitud con el relato de Borges:

Llegó un momento en que no le quedaban más que cinco minutos de vida. Según contaba, esos cinco mismos le parecieron un tiempo infinito, una riqueza enorme (…) Si no muriese. Si volviese a la vida. ¡Qué infinitud! Todo eso sería mío. Entonces convertiría cada minuto en un siglo, no perdería nada, llevaría la cuenta de cada minuto, no perdería en vano ni uno solo.

Si omitimos la diferencia de estilo, podríamos decir que el párrafo anterior no pertenece a Dostoievski, sino al cuento de Borges. La semejanza los hace intercambiables, pues es la misma escena y el mismo sentimiento. Inclusive, si jugamos el juego de las reiteraciones del argentino, donde los hombres reviven en distintos tiempos y con distintos nombres para cumplir el mismo destino, pudiésemos imaginar a Hadlík como una reencarnación ficticia de Dostoievski.

Advirtamos otra, de la misma novela, donde el ruso aprovecha la tradición islámica (que fue una de las preferidas de Borges) para explicar la súbita revelación.

En ese momento es como si se me hiciera comprensible la insólita expresión de que ya no existirá el tiempo. Probablemente, es el jarro de agua del epiléptico Mahoma, que no tuvo tiempo de derramarse, pero que, sin embargo, en ese segundo, fue bastante para que pudiese contemplar todas las viviendas de Alá.

Existen más semejanzas entre ambos. Por ejemplo, Hladík y el ruso fueron escritores comprometidos, en cuerpo y alma. Ninguno escribió para el futuro, salvo en sus últimos momentos. Dostoieivski, por lo menos hasta los cincuenta años, trabajó entre deudas y pobreza, es decir: para el presente. Lo mismo con Hladík, pues Borges comenta textualmente que su personaje no trabajó para la posteridad ni aún para Dios. Ambos vivieron insatisfechos toda su vida. Borges sitúa la trama del cuento en 1939, mientras que Dostoievski fue condenado a muerte en 1849. Al igual que Hladík, Fiódoro culminó su obra maestra, que fue la novela Los hermanos Karamazov (1881), y al poco tiempo —como si él también hubiese pactado con Dios— murió. Los dos, además, experimentaron ese minuto crucial como una eternidad, como una pausa del tiempo, para luego ser complacidos por una autoridad superior.

Dos bellos poemas sirven de sustento para esta caprichosa hipótesis. En El general Quiroga va en coche al muere (1925) —título que cautiva por la sustitución del verbo en lugar del sustantivo— Borges dibuja un cuadro similar al vivido por Dostoievski:

Cuatro tapaos con pinta de muerte en la negrura

tironeaban seis miedos y un valor desvelado.

Junto a los postillones jineteaba un moreno.

La semejanza no es exacta. A diferencia del ruso, el sujeto del poema borguiano muere.

Borges poetizó (es decir: capturó en poema un hecho poético) el tema del hombre que, aproximándose a su deceso, cavila, reflexiona, imagina. Su Poema conjetural (1964) desarrolla las meditaciones de un militar capturado por los gauchos durante la guerra civil argentina. Como en el jarro de Mahoma, aludido por el protagonista de El idiota, el poema de Borges sugiere  una pausa en el tiempo que permite al condenado reconocer su destino. Y al reconocerlo, siente esa “riqueza enorme”, ese “júbilo secreto que endiosa su pecho”.

En 1988 publicaron un prólogo escrito por Borges sobre la novela Los demonios (1872), de Dostoieivski. Ya sea por cansancio o apatía, aquellas líneas transmiten una especie de ternura e indiferencia. Dice que el ruso es un autor para la adolescencia, y que su descubrimiento es tan memorable como el descubrimiento del mar o del amor. También sabemos que el argentino desestimaba las novelas, las pensaba ruidosas y extensas. Sería una paradoja que, en su desdén, Borges empleara al tal vez mejor novelista de la historia para un cuento. De cualquier manera, aunque no podemos determinar si lo utilizó o no, sabemos que no que hay que apreciar algo para disponerlo.


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