Luis Guillermo Franquiz | Foto del Instagram del autor (@lgfranquiz)

Por LUIS GUILLERMO FRANQUIZ

Bolsa de tomates

Era una figura difusa en la comisura de mi ojo derecho. Avanzábamos por la misma acera y en la misma dirección. Yo iba ocupado con las correcciones mentales de una crónica que debía haber entregado el día anterior y ella se esforzaba por cambiar de mano la enorme bolsa que llevaba. Su paso era lento y tal vez podría haberla visto antes si hubiese prestado atención, pero entretenido como estaba en decidir si agregaba o quitaba un párrafo final, la verdad es que pasó a formar parte del paisaje callejero sin que le diera una segunda mirada. Debido a su paso lento, supongo que la alcancé con rapidez. En el momento en que pasaba junto a ella, la bolsa se rompió y varios vegetales de distintos tamaños rodaron por la acera. Fue una reacción instintiva: me detuve a su lado y me agaché para recoger lo que pudiera mientras escuchaba que la mujer se quejaba en voz baja. Luego nuestras miradas se encontraron.

En el estallido de un relámpago retrocedí a una mañana olvidada de mi adolescencia, luego de haber tocado un timbre, emocionado porque iba a ver a Roberto, mi amigo del liceo, mi primer amor platónico; en el tiempo de un segundo volví a contemplar la luz matinal en el jardín y el oblicuo rayo de sol que caía sobre el umbral de madera, justo antes de que ella abriera la puerta, me observara con detenimiento, me escuchara preguntar por su hijo y, todavía con la mano en el picaporte, sin alzar el tono de voz pero con un acento que no dejaba espacio para confusiones, me pidiera que no regresara ni buscara más a Roberto. La expresión facial convertida en una piedra. El tono de voz contundente. La barbilla alzada durante las últimas palabras. La impresión de estar frente a una mujer decidida y resuelta que en ningún momento gritó ni se expresó con frases groseras, pero segura de que su mensaje había llegado con claridad, sin confusiones de ningún tipo.

Terminé de recoger los tomates mientras ella me agradecía con frases entrecortadas y decía que las bolsas ya no eran tan confiables como antes. Permanecí mudo y me incorporé antes de tenderle la mano para ayudarla a levantarse. Nunca le comenté a Roberto sobre aquel encuentro matinal con su madre, sobre aquellas palabras filosas que pretendían poner fin a nuestra amistad del liceo, y, por supuesto, jamás regresé a esa casa, optando por reunirme con él en otros sitios menos antagónicos. Durante un par de segundos su mirada y la mía volvieron a tropezarse. La miré con la misma determinación con la que ella alguna vez me había mirado a mí, pero ese rostro adusto del pasado ahora se arrugaba en una sonrisa mezclada con pena y agradecimiento. Me pregunté si podría haberme reconocido, si habría recordado sus palabras agrias de aquella lejana mañana a través del tono de mi voz o de los gestos pausados de mis manos, pero nada en la curvatura de su boca me dejaba adivinar sus pensamientos. Le pedí que tuviera más cuidado, quise devolverle la sonrisa y no pude.

Me alejé de ella sin volver la mirada, sin preguntarme si no hubiese sido mejor ayudarla a llegar a donde iba con su bolsa rota llena de tomates. Pensé en Roberto, tan lejano ahora y con quien al final tuve un breve romance adolescente. Respiré profundo y decidí que muchas veces nos desviamos de un trayecto lineal mediante un breve retroceso sin que nos percatemos de ello, solo cuando ya es muy tarde y miramos de frente una puerta de madera que se cierra en nuestras narices, sin violencia y sin estrépito. Una puerta de madera sobre la que cae un rayo de sol oblicuo y tibio. Una puerta de madera que debería permanecer cerrada para siempre, a pesar de las bolsas rotas, los tomates regados en una acera y el rostro avejentado de una mujer que ni siquiera nos recuerda.


Las miradas rotas

Lo mirabas. Lo hacías con discreción. De vez en cuando tus ojos se iban hacia la larga fila de vehículos que esperaban frente a la estación de servicio. Pero siempre volvías a él. Había una mezcla de curiosidad y de interés disimulado en tu mirada. Estuviste allí durante un rato largo; inmóvil, absorto en la figura de ese hombre apoyado contra la pared. Tu perfil. El rostro ladeado. Las líneas tensas de tu cuello. Me hubiese gustado que nuestras posiciones fuesen inversas; es decir, que él te mirara a ti mirándome a mí, pero ya el destino había decidido nuestras posiciones equidistantes durante esa mañana de domingo. El bullicio y las risas de nuestros amigos. El rumor de las motos. La tibieza del sol que avanzaba con rapidez. La ligera brisa que anunciaba el mediodía. Y tu vista fija sobre él. En algún momento se me escapó una sonrisa agridulce. Los tipos como tú están acostumbrados a observar, y rara vez se percatan de que son observados. Por eso, quizás, no sentiste el peso de mi mirada sobre la tuya. Toda tu atención estaba puesta en él. Lo supe de inmediato. Ese tipo de interés no se puede camuflar.

Más adelante recordé una escena similar. Ocurrió en París, muchos años atrás. Yo estaba de viaje con mi amiga Vanessa. Desayunábamos en un café pequeño cerca de la Place d’Italie. Detrás de Vanessa, en otra mesa, estaban sentados dos muchachos. El que nos daba la espalda hablaba y contaba algo, el otro chico lo miraba y asentía con lentitud. Nunca pude olvidar la intensidad de esa mirada que yo observaba por encima del hombro de mi amiga. Tampoco se lo comenté a ella. Ese descubrimiento me pertenecía, era mío, y si lo hubiese compartido tal vez habría perdido una parte de su sustancia. El muchacho que escuchaba ni siquiera se fijó en la atención que yo les prestaba. No escuché lo que decían, pero la visión de su mirada se ha quedado conmigo desde entonces. Había tanta entrega en esos ojos, tanta ternura mal disimulada, tanta devoción. Pensé que era imposible que el otro chico no se fijara en ello. Y sentí un aguijonazo de envidia porque sabía que a mí nadie me había mirado jamás de esa forma tan abierta, tan limpia, tan atenta. No lo hubiese recordado si no fuera por la manera con que tú veías a tu amigo. Era la misma mirada.

Aquello duró poco, pero el tiempo suficiente como para que yo comprendiera las escasas posibilidades que tenía de atraer tu atención. Para ti solo existía ese cuerpo al otro lado de la acera. Las manos en los bolsillos. Un pie apoyado en la pared. Sus ojos escudriñando a la gente junto a la fila de vehículos. Él parecía tan ajeno a lo que había provocado en ti. Es probable que nunca llegue a saber lo que sucedió durante esa media hora. El efecto que produjo en tus sensaciones. Y yo me convertí en un reflejo de lo que tú sentías, porque me pasaba lo mismo, pero contigo. Yo te miraba a ti y tú lo mirabas a él. Formábamos una extraña cadena de miradas subrepticias. Eslabones solitarios de pupilas devotas. La linealidad de las miradas rotas. Porque ese hombre en ningún momento te devolvió la mirada, y tú jamás volteaste a verme a mí. Un paréntesis en medio del estruendo callejero. Después volvieron a acercarse y se sentaron a conversar en voz baja. Sea lo que fuese que había pasado antes, apenas si quedaba rastro de ello en tus ojos o en los míos. Me parece curioso: él no advirtió la forma en que lo observabas y tú tampoco percibiste la manera con la que yo te miraba.

Hay batallas que están perdidas incluso antes de comenzarlas. A partir de ese momento tuve la certeza de que no había nada que yo pudiera hacer para que me miraras así como lo mirabas a él. Fue un gesto espontáneo, involuntario, pasajero, y al mismo tiempo tan definitivo como el pavimento bajo nuestros pies. Intentarlo siquiera hubiese sido una locura. Me despedí de ti en silencio, me despedí de lo que pudiste haber significado si tus ojos se hubiesen girado en otra dirección. Mi mirada terminó de romperse en pequeños pedazos dispersos en la acera. Respiré profundo y te deseé la mejor de las suertes. ¿Qué más podía hacer a esas alturas de la escena? Tu amigo es un tipo afortunado. Ojalá lo sepa. Yo agradezco haber tenido la oportunidad de contemplar la fugacidad de tu mirada. Apenas eso. Otra sonrisa agridulce: quizás alguien más me miraba a mí observándote a ti viéndolo a él, pero eso solo sucede en las novelas. ¿O no?


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