La importancia de la democratización nacional y regional y, en consecuencia, los esfuerzos para promover y defender nuestra democracia representativa y las del continente americano, siempre estuvieron presentes en la política exterior de Venezuela, al menos en aquella que se desarrolló durante los gobiernos venezolanos que se sucedieron entre 1959 y 1999. Incluso antes, durante el gobierno provisional de Rómulo Betancourt (1945-1947) y el constitucional de Rómulo Gallegos (1948), ese objetivo pasó a ser prioritario.

Para todos estos gobiernos estaba claro que la política exterior, como parte y proyección de las políticas públicas de los estados-naciones, es esencial en la compleja tarea de democratizar gobiernos, sociedades y regiones. Por tanto, utilizaron varios tipos de estrategias e instrumentos político-diplomáticos de defensa y promoción de la democracia. Siguiendo las clasificaciones que han adelantado autores especializados en el tema como Rubén Perina y Thomas Carothers, en términos generales emplearon dos tipos de estrategias diplomáticas: la estrategia “dura” o de “alta política”, que es de carácter más defensivo; y la estrategia “blanda”, de “baja política”, de carácter más de promoción, cooperación y prevención.

De la estrategia dura se despenden instrumentos de política exterior tales como el uso de la fuerza en todas sus variantes (las invasiones e intervenciones militares), la rupturas de relaciones diplomáticas, los bloqueos y sanciones políticas y económicas, el no reconocimiento de otros gobiernos, el retiro de representantes diplomáticos, el rechazo a intervenciones directas multilaterales y bilaterales a otros países, las amenazas y presiones diplomáticas fuertes hacia otros países.

Entre los instrumentos blandos o de baja política se cuentan la acción declarativa de preocupación e interés en todas sus variantes (declaraciones críticas de autoridades gubernamentales, publicación de informes sobre cumplimiento de los derechos humanos o prácticas democráticas en otros países, la expresión oral o escrita en determinados casos presuntos de violaciones de derechos humanos, las recomendaciones de comisiones nacionales); los reconocimientos y mantenimientos de relaciones diplomáticas; las políticas de aplauso diplomático, incentivos democráticos y apoyo político, militar y comercial; las mediaciones en conflictos a través de mecanismos bilaterales o multilaterales; las observaciones electorales, la cooperación democrática financiera bilateral y multilateral y los diversos programas de capacitación y educación para el fortalecimiento democrático.

Al utilizar estos instrumentos –de una u otra forma según la naturaleza ideológico-política gubernamental y las realidades nacionales e internacionales que les tocó vivir–, todos esos gobiernos cumplieron con lo establecido tanto en las constituciones venezolanas de 1947 y 1961, como en la Carta Fundacional de la Organización de Estados Americanos (OEA) suscrita en 1948, donde se establece como uno de sus principios básicos: “La solidaridad de los Estados americanos y altos fines que con ella se persiguen [la paz, la seguridad y el desarrollo] requieren la organización de los mismos sobre la base del ejercicio efectivo de la democracia representativa” (1).

Pero de todos esos instrumentos, cabe destacar el considerado en el mundo académico y diplomático latinoamericano como el más contundente y directo entre el conjunto de los que conformaron la “estrategia dura” de defensa de la democracia venezolana en esos años. Me refiero a la política de no reconocimiento a gobiernos de facto que emplearon los gobiernos de Rómulo Betancourt (1959-1964), Raúl Leoni (1964-1969) y Carlos Andrés Pérez (1989-1993), coloquialmente conocida como la Doctrina Betancourt en vista de que fue justamente el presidente Rómulo Betancourt quien la ideó en la década de los 40 y puso en práctica en forma completa durante su segundo gobierno.

Las tres manifestaciones de un instrumento duro y principista

La Doctrina Betancourt quedó oficialmente establecida el 13 de febrero de 1959, en el Primer Mensaje Presidencial al Congreso Nacional. Allí Betancourt expresó: “Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de los ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón profiláctico y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica interamericana” (2). Luego la continuaron los gobiernos de Raúl Leoni y Carlos Andrés Pérez, ambos también socialdemócratas del partido Acción Democrática (AD).

De modo que podemos distinguir tres manifestaciones o puestas en práctica de la Doctrina Betancourt. Una instrumentación ortodoxa, en el caso correspondiente a la presidencia de Betancourt porque se rompieron relaciones diplomáticas y comerciales con numerosos países en una época en que proliferaban los intentos golpistas; una instrumentación menos rígida durante Leoni porque entonces solo se rompían relaciones diplomáticas (no las comerciales) y con apenas cuatro países, en virtud de que las circunstancias nacionales, regionales y mundiales cambiaron y se flexibilizaron; y una ejecución adaptada o reeditada bajo la segunda administración de Pérez que se manifestó en términos mixtos.

Lo que permitió que en los años sesenta prosperara en la práctica la actitud de negarle reconocimiento diplomático a regímenes de facto latinoamericanos surgidos de golpes de Estado, fue la percepción de Betancourt, y luego la de Leoni, de que ese instrumento de política exterior constituía una de las fórmulas más idóneas, realistas y pacíficas de preservar la democracia representativa en Venezuela y en toda América Latina; región esta que, entre 1959 y 1969, se encontraba permanentemente amenazada por intentos de golpes de Estado, y también por una serie de crisis políticas, económicas y sociales. En un panorama interno y externo tan difícil, se necesitaba un instrumento duro de defensa democrática. Para Betancourt en particular, “el aislamiento profiláctico de toda la comunidad interamericana de aquellos gobiernos dictatoriales de derecha e izquierda, era el medio más adecuado para disuadir a los presuntos o potenciales golpistas” (3).

Por otra parte, lo que hizo posible que en los años noventa no solo se reeditara la Doctrina Betancourt sino que la política exterior venezolana de promoción y defensa de la democracia haya tenido un carácter mucho más activo y defensivo que en las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado –al contrario de los sesenta–, fue que prevaleciera un momento de crisis nacional, en que la propia democracia se vio afectada por las intentonas golpistas de 1992, y un contexto regional y mundial signado por la idea de una nueva ola de democratización liberal a causa del fin de la guerra fría y la caída de la Unión Soviética y el llamado socialismo real.

Al mismo tiempo, mediante ese instrumento de la Doctrina Betancourt los gobiernos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y, luego, Carlos Andrés Pérez buscaron hacer efectivo un principio jurídico establecido tanto en la Constitución de 1961, como en la carta de la OEA. En consecuencia, se puede decir que esa doctrina respondió no solo a las circunstancias que rodearon a los gobiernos mencionados, sino también a fines e intereses principistas. Esta orientación la confirmó de manera explícita, y en repetidas oportunidades, el propio Rómulo Betancourt. En 1959, por ejemplo, afirmó: “Al formular la doctrina nos hemos afincado en nuestras mejores tradiciones venezolanas y en textos explícitos de la carta de Bogotá, ley multilateral constitutiva de la OEA (…) esta es una política principista arraigada en las mejores tradiciones democráticas” (4).

Raúl Leoni, aun cuando durante su período gubernamental se tendió a flexibilizar la rigidez de la Doctrina Betancourt, no abandonó su esencia principista y la defendió por su coherencia con los principios e ideales democráticos interamericanos. En su Primer Mensaje al Congreso, Leoni no dejó de destacar: “Nuestra política internacional se ha mantenido fiel a los ideales de la democracia y a los principios de soberanía y dignidad de la Nación. A tal posición han respondido las actuaciones internacionales de la República, cuando han denunciado agresiones o han defendido intereses o han apoyado iniciativas que persiguen consolidar las normas de justicia, de paz y de mutua cooperación en las relaciones entre los pueblos” (5).

Cuando en su segundo período de gobierno el ex presidente Pérez rompe relaciones diplomáticas tras intentos de golpe de Estado o de autogolpes con algunos países latinoamericanos –como en el caso de Perú con Alberto Fujimori– y no reconoce a gobiernos de facto, también justifica la utilización de ese instrumento de política exterior en términos de defensa democrática y con relación a los principios establecidos en la constitución venezolana y en la carta de la OEA. Además, como Betancourt en los años sesenta, Carlos Andrés Pérez criticó duramente a la OEA por no actuar en forma precisa y contundente en contra de los intentos de golpe de Estado y los regímenes dictatoriales o de fuertes signos autoritarios pero de fachada democrática, amparándose en el principio de no-intervención.

A ello hace clara referencia en su discurso ante el Consejo Permanente de esa organización, en 1990, al referirse al caso de Panamá: “La no-intervención, por omisión, era una intervención pasiva contra la democracia y a favor del dictador, puesto que para nada se tomaba en cuenta que en lugar de proteger el pueblo panameño, cuya soberanía había burlado por el desconocimiento de su voluntad expresada en las elecciones, la no-intervención amparaba al dictador (…). Es necesario que hagamos una revisión fundamental de la OEA y de todo el sistema interamericano. Se requiere una reflexión profunda sobre su papel y responsabilidades en la realización de los valores que hemos proclamado como esenciales” (6).

En el caso de Betancourt, la actitud principista no solo lo llevó a criticar a sus pares, sino a luchar para que la Organización de Estados Americanos adoptara su Doctrina. Desde que asumió el poder, el presidente Betancourt luchó para que se estableciera en el organismo interamericano dicho sistema de no-reconocimiento y, de hecho, el asunto fue punto de agenda en la undécima Conferencia de ministros de Relaciones Exteriores, aplazada en tres oportunidades. Ya antes, en 1959, a escasos meses de haber asumido la presidencia en Venezuela, Betancourt presentó en la V Reunión de Consulta de Cancilleres de la OEA, celebrada en Santiago de Chile en el mes de agosto, un proyecto de convención sobre el ejercicio efectivo de la democracia representativa para que se estableciera el procedimiento y las medidas aplicables a ese respecto. Esa presentación estuvo acompañada de un discurso contundente en el que alentó al foro hemisférico a que se “arbitren fórmulas capaces de conciliar el principio de no-intervención con la obligación moral y jurídica del sistema regional de tender un cordón sanitario de riguroso aislamiento en torno a los gobiernos despóticos” (7). No obstante, pese a que se designó una comisión redactora del proyecto, integrada por Argentina, Brasil, Nicaragua, México, Perú y Venezuela, el instrumento no llegó a aprobarse. Es más, Venezuela quedó sola haciendo el trabajo de la comisión, como lo registra para la historia la Cancillería venezolana en su Libro Amarillo: “Pocas veces se ha dado el caso en el Consejo de la OEA, si es que ha existido algún otro, de que un documento de la importancia del que se trata haya sido concebido y redactado casi en su totalidad por una sola delegación” (8).

Un segundo intento hizo Betancourt en 1962 cuando propuso una moción para convocar a los ministros de Relaciones Exteriores de las Américas con el propósito de que se tratara y aprobara como reglamento de la OEA el no-reconocimiento de todos los gobiernos nacidos de golpes de Estado contra regímenes democráticos. Tampoco la iniciativa tuvo un final feliz. El 20 de febrero de 1963, tras una gira que realizó a México, República Dominicana y Estados Unidos, Rómulo Betancourt insistió en la sede de la OEA en la realización de una conferencia interamericana para la necesidad de acoger una fórmula colectiva en contra de los regímenes dictatoriales, ya fueran de derecha o izquierda. Allí aseguró: “En mi opinión, y en la del gobierno que presido, la actitud lógica y positiva deseada por los pueblos de América y la de mayor conveniencia para ellos es la que se niegue el reconocimiento diplomático y se establezca un cordón profiláctico en torno a los gobiernos de hecho surgidos del derrocamiento de los gobiernos nacidos del voto” (9).

No es exagerado decir que con la Doctrina de no-reconocimiento a gobiernos que llegaran al poder a través de un golpe (o autogolpe) de Estado, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Carlos Andrés Pérez fueron “más papistas que el Papa”, es decir, más principistas y democráticos que los Estados Unidos y que muchos otros miembros de la OEA, quienes en ese momento se presentaban como adalides de la promoción y defensa de la democracia representativa y liberal en el continente, pero a la hora de la verdad hacían poco por la defensa de ese principio cuando surgían gobiernos dictatoriales.

Significación y efectos de la Doctrina

Con la Doctrina Betancourt, ciertamente, se inauguró la conciencia del gobierno y de la sociedad venezolana en torno a la necesidad de preservar el sistema de democracia representativa y de conciliación de elites instaurado a partir de 1958 y formalizado tras la Constitución de 1961. Más allá de esa conciencia nacional, la utilización de la Doctrina Betancourt contribuyó a arraigar en Venezuela el sentimiento y conducta de cooperación exterior, de expandir la democracia fuera de sus fronteras, como medio eficaz tanto para defender y consolidar el propio sistema democrático, como la seguridad política interamericana. Eso hizo posible que durante cuatro décadas seguidas se mantuviera una línea gubernamental internacional de defensa y promoción democrática.

En otras palabras, la Doctrina Betancourt inspiró, estimuló y alimentó la política exterior democrática que luego de los gobiernos de Betancourt y Leoni en los años sesenta, siguieron los demás gobiernos de la etapa democrática. Porque si bien el instrumento de no reconocimiento y ruptura de relaciones se desechó de las políticas exteriores de los gobiernos posteriores a 1969 –incluso fue desestimado su intento de reedición bajo la presidencia de Carlos Andrés Pérez, entre 1989 y 1993–, no dejó de marcar pauta en las políticas de defensa y promoción de la democracia de los gobiernos de Rafael Caldera, Luis Herrera Campins y Jaime Lusinchi. Así, aunque utilizando mecanismos y acciones más moderadas, Venezuela mantuvo un activismo y un alto perfil en cuanto a su objetivo de defensa, consolidación y expansión democrática hacia América Latina.

Por otro lado, si bien el instrumento no sirvió efectivamente para disuadir golpes de Estado dentro y fuera de Venezuela en ninguna de sus aplicaciones, con su empleo Venezuela y su liderazgo político fueron reconocidos y respetados como verdaderamente democráticos a los ojos de la comunidad interamericana. En particular, la instrumentación de la Doctrina facilitó que los gobiernos iniciales de la democracia venezolana, los de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, defendieran con mayor respaldo interno y externo el sistema político recién instaurado y establecieran alianzas con otras democracias regionales en pro de la democratización y paz regional.

A su vez, si bien la Doctrina Betancourt no fue acogida como norma de la OEA, aspiración por la cual, como ya vimos, luchó con vehemencia Rómulo Betancourt, su espíritu estuvo presente en no pocas resoluciones e iniciativas jurídicas en el organismo, siendo la Resolución 1080 y el Protocolo de Washington los más importantes. Ello hace que podamos afirmar sin exageración alguna que la Doctrina Betancourt, y con ella la política exterior venezolana de defensa y promoción de la democracia, hayan contribuido a la construcción teórica y práctica del sistema interamericano o lo que algunos autores han calificado como Régimen Democrático Interamericano, es decir, en la conformación de un conjunto de principios, normas e instrumentos diplomáticos y de acciones o prácticas cooperativas y colectivas para la protección, defensa y promoción de la democracia en el hemisferio, particularmente a través de la OEA.

En efecto, como en la creación de la Unidad para la Promoción de la Democracia de la OEA en 1990, Venezuela fue uno de los principales promotores de la Resolución 1080 sobre “Democracia Representativa” aprobada en el XXI periodo ordinario de sesiones de la Asamblea General (Santiago de Chile, 3-8 de junio de 1991); y luego, del Protocolo de Washington suscrito en diciembre de 1992 por una Asamblea General extraordinaria de la OEA. Ambos instrumentos jurídicos fueron esenciales. Constituyeron un avance significativo del proceso real de institucionalización y actividad de la OEA y contribuyeron fuertemente a que la democracia representativa pasara a convertirse tanto en un propósito explícito, como en uno de los más importantes de la organización.

Ambos mecanismos, además, expresaron importantes compromisos y avances de solidaridad democrática. El primero, previó la acción colectiva e inmediata para proteger la democracia y concedió nuevas y mayores atribuciones al Secretario General de la OEA; el segundo, introdujo la posibilidad de excluir de la OEA a un gobierno que no surgiera de un proceso democrático. Es evidente, pues, que estos dos mecanismos se inspiraron, en buena parte, de la Doctrina Betancourt de no-reconocimiento a los gobiernos de facto. De hecho, mediante la resolución 1080 –la cual fue complementada con la declaración final de la Asamblea General “El Compromiso de Santiago con la democracia y con la Renovación del Sistema Interamericano”–, fue aplicada en Haití, cuando derrocaron al presidente Jean Bertrand Aristide, en 1991; en Perú, cuando el gobierno de Alberto Fujimori disolvió el Congreso en abril de 1992; en Guatemala, cuando el presidente Jorge Serrano decretó la suspensión de la Constitución, cerró el Congreso y la Corte Suprema de Justicia en mayo de 1993; y en Paraguay tras el intento de golpe de Estado del general Lino Oviedo, en abril de 1996.

Asimismo, la Carta Democrática Interamericana (CDI), aprobada en el marco de la Asamblea General Extraordinaria de la OEA celebrada el 11 de septiembre de 2001, en la ciudad de Lima, Perú, no hubiese sido posible sin la Doctrina Betancourt de los años sesenta, y sin la conciencia y el compromiso democrático colectivo alcanzado durante los años ochenta y noventa, que –con todo y sus limitaciones– han hecho posible la conformación de un régimen democrático interamericano. La firma de ese texto fundamental fue la culminación de un largo y complejo proceso teórico-jurídico y, a la vez, un intento por neutralizar el proceso de estancamiento en el que entró la OEA a partir de finales de los noventa. Así, tras su aprobación sobrevino una nueva, aunque breve, ola de euforia y esperanza en toda la región en cuanto al logro de una mayor efectividad para enfrentar los regímenes autoritarios y consolidar las instituciones, procesos y sistemas democráticos.

Por último, podemos añadir que a través de su Doctrina de no-reconocimiento, Rómulo Betancourt logró que se debatiera en el seno del sistema interamericano la problemática de la falta de voluntad y sinceridad democrática para una política colectiva eficiente y coherente de defensa y promoción de la democracia hemisférica. Se trata de un reto aún vigente a pesar de los adelantos jurídicos, teóricos y prácticos que se han dado en la OEA en los últimos años. Los cuestionamientos sobre “hipocresía y falta de sinceridad democrática” que reiteradamente Rómulo Betancourt le hiciera a los Estados Unidos y a la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, en los años sesenta del pasado siglo, hasta en años previos, mantienen plena vigencia.

El caso de Venezuela bajo el régimen dictatorial de Hugo Chávez (1999-2013) y Nicolás Maduro (2013 al presente) lo demuestra con claridad. No ha sido sino hasta el 2017, después de 18 años de paulatino y permanente proceso de incumplimiento de la Constitución Nacional y las Cartas de la OEA, de violación fragrante de todos los derechos humanos de los venezolanos, que se ha empezado a manifestar una voluntad política entre la mayoría de los miembros de esa organización interamericana, a objeto de presionar y sancionar a la ya abierta dictadura militar castro-chavista.

Aun así, la sentencia betancourista de 1969 continúa pendiente en la actualidad hemisférica: “Mientras no haya sinceridad democrática y efectividad del régimen representativo de gobierno en todos los países del continente, el sistema panamericano carecerá de la total adhesión colectiva” (10). Lo complejo y contradictorio del asunto es que mientras no funcione cabalmente la acción colectiva interamericana, se acentuarán los procesos de “desconsolidación democrática” en la región y se continuará dejando la puerta abierta a intervencionismos unilaterales, en especial por parte de los Estados Unidos. Y no solo ante los desafíos democráticos actuales se requiere una efectiva práctica por parte de todos los miembros de la OEA, sino frente a otros importantísimos retos regionales como el narcotráfico, el terrorismo, el armamentismo, la pobreza, la integración, las migraciones, entre otros.

En realidad, mientras el sistema interamericano no actúe como debe, no haga efectivos en la práctica sus principios, disposiciones y mandatos, se irá acrecentando el irrespeto a la institucionalidad interamericana y las burlas hacia su normativa por parte de gobiernos forajidos y antidemocráticos de izquierda y derecha. Las democracias latinoamericanas actuales, sin contrapesos y controles internos fuertes, tienden a perder la capacidad de resolver pacíficamente sus conflictos internos. Ante los desmanes y abusos de algunos gobiernos, se hace cada vez más imperiosa la necesidad de una autoridad supranacional, interamericana en este caso, que haga valer y respetar los derechos de los pueblos y sociedades civiles latinoamericanos.

Junto a la falta de sinceridad democrática, la Doctrina Betancourt también ha dejado huella en el debate hemisférico, no tanto por su conveniencia de uso en momentos críticos que ameriten una defensa activa de un sistema democrático en peligro –debate superado luego de la aprobación a principios de la década de los noventa de la Resolución 1080 de la OEA– sino por el fin ulterior que este mecanismo estratégico perseguía. Como planteaba la Doctrina, todavía hoy en día es necesario identificar claramente los objetivos y el verdadero rumbo estratégico en las políticas exteriores latinoamericanas, y otorgarle prioridad a la democratización interna y externa. Es decir, la máxima prioridad en estos momentos de crisis dentro de algunas naciones y del propio sistema regional, debería ser tanto reconstruir y fortalecer la legitimidad y gobernabilidad de los sistemas políticos internos, como contribuir al fortalecimiento y consolidación de la comunidad democrática de naciones-estados.

Como bien dijo el autor Rubén Perina en una oportunidad, toda acción en política exterior debe supeditarse y servir a ese objetivo de doble vía. Solo así los países latinoamericanos podrán generar la credibilidad, el prestigio y la influencia necesaria en el sistema interamericano. Ello es así, porque las políticas exteriores individuales de los países de América Latina son las que conforman en esencia el Régimen Democrático Interamericano, sin el cual son pocas las garantías para el logro de la seguridad y la paz de la región.

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Notas

(1) Carta de la Organización de los Estados Americanos suscrita en Bogotá, Colombia, en la Quinta de Bolívar, el 30 de abril de 1948. Capítulo II, Artículo 5, p. 3. En: https://www.uv.mx/uge/files/2014/05/Carta-de-la-Organizacion-de-los-Estados-Americanos.pdf

(2) Rómulo Betancourt. Hacia América Latina democrática e integrada. Editorial Taurus. 3ra. Edición. Madrid: 1969, p. 17.

(3) Guerón, Carlos. “La Doctrina Betancourt y el papel de la teoría en política exterior”. En: Politeia. Instituto de Estudios Políticos. UCV. Caracas: 1972, p. 239.

(4) Rómulo Betancourt. La revolución democrática en Venezuela: 1959-1964. Tomo I. Imprenta Nacional. Caracas: 1968, p. 333.

(5) Raúl Leoni. “Primer Mensaje del Presidente de la República Dr. Raúl Leoni al Congreso Nacional. Caracas”. Imprenta Nacional. Caracas: 1964, p. 8.

(6) M.R.E. Libro Amarillo de la República de Venezuela presentado al Congreso Nacional en sus sesiones ordinarias de 1990 por el Ministro de Relaciones Exteriores. Imprenta Nacional. Caracas: 1990, p. 767.

(7) Ibídem, p. 104.

(8) M.R.E. Libro Amarillo de la República de Venezuela presentado al Congreso Nacional en sus sesiones ordinarias de 1961 por el Ministro de Relaciones Exteriores. Imprenta Nacional. Caracas: 1961, p. 3.

(9) Rómulo Betancourt. Op. cit. 1968, pp. 197-199.

(10) —. Op. cit. 1969, pp. 199-200.

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Bibliografía general

Betancourt, Rómulo (1951). Rómulo Betancourt: pensamiento y acción. México: Editores Beatriz de Silva.

— (1966). Golpes de Estado y gobiernos de fuerza en América Latina: la dramática experiencia dominicana. Caracas: Editorial Arte.

Carothers, Thomas (1999). Aiding Democracy Abroad. The Learning Curve. Washington, D.C. Carnegie Endowment for Internacional Peace. Madrid: Editorial Taurus. 3ra. Edición.

Perina, Rubén (1996). “El papel de la OEA en la Promoción de la Democracia”. En: Hacia la promoción de la democracia en Venezuela y América Latina. Caracas: Fundación Konrad Adenauer, Fundación Rómulo Betancourt y Fundación Pensamiento y Acción.

Romero, María Teresa (2006). Venezuela en defensa de su democracia: el caso de la Doctrina Betancourt. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana.

— (2005, reedición 2008). Biografía de Rómulo Betancourt. Caracas: Ediciones Los Libros de El Nacional, Colección Biblioteca Biográfica de Venezuela.

— (2002, reedición 2010). Política exterior venezolana: El proyecto democrático, 1958-1998. Caracas: Ediciones Los Libros de El Nacional.

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Este ensayo forma parte del libro La diplomacia venezolana en democracia. 1958-1998, compilado por Fernando Gerbasi y publicado por Kalathos Editores (España, 2018). El volumen incluye, además, textos de Asdrúbal Aguiar Aranguren, Elías Rafael Daniels Hernández, Maruja Tarre Briceño, José Egidio Rodríguez, Rosario Orellana, Andrés Abreu Fernández Feo y Verónica Valarino de Abreu, Héctor Cassy Azócar, Vicente Emilio Vallenilla, Leandro Area Pereira, Eduardo Praselj, Emilio Figueredo Planchart, Fernando Gerbasi, Frank Bracho y Reinaldo Figueredo.


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